viernes, 13 de octubre de 2017

Una mañana de octubre

Miro el reloj. Son las diez menos cuarto de una mañana festiva de octubre. Luce el sol y hace frío. Sin embargo, a las mesas de la terraza donde me encuentro llegan los rayos de ese sol y estar ahí sentado resulta agradable. No estoy esperando a nadie: sólo tomo un café (descafeinado) y descanso después de más de una hora de paseo. Hay algo en esos paseos que ya los ha convertido en imprescindibles, haga frío o calor. Una especie de evasión. Saco el cuaderno, lo pongo sobre la mesa, pero no apunto nada. Observo. No es una calle muy transitada. Al abrir la bolsa, veo el paquete de tabaco, me apetece fumar un cigarrillo pero me contengo. De repente, de la mesa de al lado me llega el (delicioso) olor de un cigarrillo rubio que alguien está fumando. Es una mujer, entre 50 y 60 años. Puedo fijarme en ella porque ella no se fija en nadie. Mira al frente, con los ojos un tanto nebulosos, perdidos. Apenas se mueve. Como si estuviera un tanto abotargada. Me doy cuenta de que en su mesa hay una copa de Martini rojo. Sus manos sólo se estiran para fumar (largas caladas) y para beber pequeños sorbos de su copa. Supongo que a esa mujer entre 50 y 60 años ya no le interesan demasiado los paseos. Me pregunto, como siempre en estos casos, los motivos por los que alguien se está tomando una copa antes de las diez de la mañana (el camarero le sirve otra, sin decir nada). La imaginación va a su aire. Posibles apuntes para el cuaderno. Es cierto que en numerosas ocasiones existen suficientes motivos para beber a cualquier hora. Sin embargo, cada vida es un misterio. Y de los motivos, una vez más, se encargará la imaginación. Cuando corresponda. 
Termino el café, recojo el cuaderno y continúo con el paseo (estoy bastante lejos de casa). Siento las piernas cansadas, pero eso, curiosamente, hace que me sienta bien.  

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