domingo, 6 de agosto de 2017

Carteles

En el primer piso del edificio donde vivían mis abuelos maternos, en Mieres, había una peluquería. Una de esas peluquerías, tan características por entonces, situadas en una de las habitaciones de la casa de la propia peluquera. Mi abuela, que vivía unos pisos más arriba, bajaba todas las semanas y mi madre también se arreglaba allí muchos sábados. De niño, me gustaba el olor y el ambiente de aquel lugar. Las risas de las mujeres, el sonido de los secadores, el olor de todos aquellos productos, el pelo (de diferentes colores) recién cortado sobre las baldosas. A veces, entre ellas, también se peleaban y, ante mi asombro, se decían de todo para, minutos después (la peluquera era la que ponía un poco de orden), volver a reírse alegremente, aquí paz y después gloria. Todo ese jolgorio era mucho más divertido que aquellos otros locales masculinos, tan serios y envarados, donde mi madre me llevaba a cortar el pelo, dónde iba a parar. 
Ayer, unas calles más arriba de nuestra casa, me encontré con el cartel tan setentero de una peluquería que me hizo recordar todo aquello. 

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