jueves, 3 de noviembre de 2016

Veinticinco años después

Era un viernes, el primero de noviembre. Cuando entré en uno de aquellos cines que ya no existen y a los que iba varias veces por semana, aún lucía el sol. Un sol frío porque entonces el tiempo tenía su ritmo establecido: calor por el verano, frío en otoño e invierno. Había leído los artículos que Ángel Fernández-Santos, enviado de El País al festival de Valladolid, había escrito sobre aquella hermosa historia. ¡Qué bien escribía aquel señor sobre cine y cuánto aprendimos de sus crónicas! Una de esas películas que te dejaba con un nudo en la garganta y esa sensación de que, a pesar de determinadas derrotas (de todas las derrotas), la vida siempre merece la pena. 'Thelma y Louise', sí, ésa era la película. Cuando salí del cine, ya de noche cerrada (como ahora mismo), tocaba enroscar bien la bufanda al cuello para proteger la siempre indefensa garganta, por donde andaba el nudo que había dejado la historia de aquellas dos mujeres. Pasé por la librería en la que compraba habitualmente mis libros y en la que, años más tarde, trabajaría. Allí estaba, en el escaparate, recién sacado de las cajas. El Premio Planeta de aquel año, 'El jinete polaco', de Antonio Muñoz Molina. Lo compré. Aún no sabía que estaba ante una obra de semejante envergadura, ni mucho menos que, unos cuantos años después, el concejal que me casaría leería en la ceremonia un párrafo de aquella historia, que empecé a devorar por primera vez aquella misma noche con la ilusión de los niños las mañanas de Reyes. Tenía veinte años. En un abrir y cerrar de ojos, han pasado veinticinco. Y ahora, al bajar las persianas y dejar la oscuridad al otro lado, lo he recordado con la misma intensidad que si hubiese sucedido ayer mismo.  

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