sábado, 30 de julio de 2016

Mamá

En las primeras horas de la mañana, mientras tomamos café, escucho tu voz al otro lado del teléfono. Me cuentas cómo has pasado la noche. He podido dormir algunas horas, los dolores no me han dejado hacerlo. Según el día, con el primer café, una cosa u otra. No puedes ver mi cara y, si la opción es la segunda, como el actor frustrado que soy, modulo la voz y disimulo. Un mal día lo tiene cualquiera, miento, consciente de que lo tuyo no es un mal día. No es sólo un mal día. Es la maldita mala suerte: la enfermedad que te ha tocado. Pero disimulo, claro, qué voy a hacer. Y, aunque no tenga ganas de risas, digo alguna tontería, hago alguna imitación y te recuerdo que te veo en diez minutos para dar un pequeño paseo y tomar un café. En el trayecto hasta tu encuentro, tarareo alguna canción estúpida, y disimulo. Las fuerzas salen de donde tienen que salir (que no sé muy bien de dónde es), aquí no vale derrumbarse. Sé que si yo me derrumbo, tú también lo harás, y eso es casi peor que la jodida enfermedad. 
Las circunstancias de la vida tienen la culpa de que lleve cinco años y medio al paro. Eso es algo duro, muy duro (para la mente y para el bolsillo: para la mente y para el bolsillo), pero a veces pienso que si no fuera así, no podría estar contigo. Y entonces respiro, y dejo de  quejarme, y te voy a buscar, y sonrío. Y dejo que pase la vida. Y me aferro a ella, a la vida, consciente de que es lo único que tengo, de que es lo único que tenemos. La vida, a cada instante. Ahora mismo. Mamá. 

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