martes, 5 de julio de 2016

En la playa

La playa. Me gusta la playa en invierno, cuando el viento azota con fuerza los rostros y enfurece sin piedad el rugido de las olas. Hay algo relajante en esos paseos, muy abrigados, por alguna playa solitaria. Son paseos que siempre ayudan a desconectar de algún contratiempo o de esos quebraderos de cabeza que nunca faltan. En verano, la playa, también me gusta. Sentir el calor en la piel, los paseos por la orilla, el trajín de la gente, el alboroto de los niños (bien educados), la necesidad de esa jornada de descanso y desconexión. El olor del bronceador, los sorbos lentos de la cerveza helada, el sabor de la tortilla en el pan y el del cigarrillo después de esa comida. ¡Qué hambre da siempre la playa! Por grande que sea el bocadillo, siempre se queda uno con ganas de más. El rumor de las olas a lo lejos, los ojos cerrados, y que el mundo sigue rodando a su aire. Nos quedamos ahí. Y ahí, sobre la toalla, con los ojos cerrados, el pensamiento me lleva a todos aquellos veranos de la infancia y la juventud que pasamos en el sur. El calor sin la humedad del norte, el sabor de los granizados, los paseos con mi madre (que siempre terminaban con la compra de alguno de los libros que le pedía), los cines al aire libre, aquellos chicos que nos empezaban a gustar... Otros días de playa. Me acuerdo de ellos en el primer día de playa de este año, fugazmente. Aunque todos ellos conforman lo que soy, hoy mi vida, a punto de cumplir cuarenta y cinco años, ya es otra. Y está bien que así sea. La serenidad es siempre un bien preciado y en este primer día de playa decide quedarse a mi lado.  

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