sábado, 30 de abril de 2016

Extracto del diario

[Extracto del diario que estoy escribiendo y que mañana le regalaré a mi madre]

Escribo. Escribo este diario a deshoras: sobre todo de madrugada, insomne. Escribo para que mi madre lea lo que escribo. Me gustan esos libros donde los escritores rememoran la figura de su madre después de su muerte. Algunos me apasionan, pero yo escribo sobre mi madre para que ella pueda leerlo. Quiero que sepa la importancia de estos paseos que damos cada mañana, de su presencia en estos años donde escribo continuamente pero no tengo un trabajo fijo ni remunerado. Mi madre me salvó de ese vacío. Mi marido, también. Estoy aquí, escribiendo de madrugada, por ellos. Por mi madre. Por mi marido. No hablo de cuestiones económicas. Hablo de otra cosa: de mantener viva la ilusión, de no entregarse por completo a la oscuridad. Creo que las palabras son más importantes que todo lo demás. Por eso yo las pronuncio constantemente, para que ella lo sepa, para que los dos lo sepan. Lo saben. Por eso escribo: para que mi madre pueda leer estas palabras. Quiero que su retrato quede fijado aquí, en este diario. Y que ella tenga acceso a él. Escribo este diario contra el tiempo. Soy consciente de ello. 

jueves, 21 de abril de 2016

Otro cartel con otro número de teléfono

Algunos mediodías soleados, después de las largas caminatas, nos sentábamos allí y tomábamos una cerveza bien fría. Enfrente, hay un colegio. El mismo colegio en el que, cuando hay elecciones, nos toca ir a votar. A las dos, los niños salían con esa euforia característica de la infancia cuando uno se encuentra con su madre o con su padre después de muchas horas sin verlos. Gritos, risas, bullicio, algarabía. Pasaban por allí algunas madres o abuelas que habían sido clientas de la primera librería en la que trabajé (a vueltas con la añoranza, ahora que se acerca de nuevo el Día del Libro) y que iban a buscar a sus hijos o a sus nietos. Todos habíamos cambiado. Hola, adiós, qué tal. Mi madre reconocía al hijo de alguna conocida, también muy cambiado, y le decía unas palabras amables. Era agradable estar allí, en aquella terraza -tranquila hasta que llegaba el alboroto de los niños-, disfrutar del sol, del sabor de la cerveza helada, de la lectura pausada del periódico, de la charla. En esos días soleados, sean días de verano o no, parece que todo se detiene. Que las horas no avanzan. Y que nos sumergimos en esa especie de tiempo detenido donde nada malo puede suceder. 
Ayer, como todos los miércoles, acompañé a mi madre al ambulatorio (está a dos pasos del colegio). Llovía. Llovía sin parar, como si la primavera quisiese echarnos algo en cara. Cuando pasamos por delante del bar (cerrado ya), un cartel con un número de teléfono estaba estampado en la cristalera. Otro cartel con otro número de teléfono. SE TRASPASA. 
Y la verdad es que, aparte de la (interminable) sensación de cansancio y hartazgo, ya no sabe uno muy bien qué añadir. 

domingo, 17 de abril de 2016

Madres

Nunca sé muy bien qué decir cuando la madre de una persona conocida se muere. Más aún cuando esa madre (que era la madre de una querida amiga de mi hermana) tenía 51 años. Por mucho que queramos expresar, sobran las palabras. Todo se vuelven lugares comunes, frases hechas, manidos tópicos. Pese al corazón encogido, el célebre Carpe diem recupera todo su sentido. Y la literatura se convierte de nuevo en uno de los refugios por excelencia. Vuelvo a leer ese texto espléndido que el escritor Pablo Vilaboy incluye en su último y recomendable libro, 'Aquello era la felicidad' (se puede encontrar en Amazon, en diferentes formatos), en el que rememora los últimos días de vida de su madre. Desprende tristeza (es inevitable hablando de enfermedad y de muerte, de hospitales y de ventanas por donde discurre la vida, ajena a los latidos que se apagan), pero también, por su belleza, una especie de sensación de serenidad que reconforta en días con noticias tan tristes como la de hoy. 

sábado, 16 de abril de 2016

'Julieta': la poética del dolor

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Es difícil comenzar a hablar de esta conmovedora y durísima película. Caminamos por territorios muy frágiles y conviene no desvelar absolutamente nada. El rojo con el que empieza la historia y esos dos libros de Marguerite Duras que recoge su protagonista de las estanterías ('El amante' y ' El amor') apuntan a una clara dirección: la sequedad, la sobriedad, el sufrimiento. No en vano, creo que hay algo de la árida y bella prosa de la escritora francesa a lo largo de toda la cinta: el silencio, esos espacios en blanco, tan puramente durasianos, donde sobran todas las palabras o los gestos excesivos porque no son en absoluto necesarios. Con un rostro desnudo, desencajado es más que suficiente. Con un pelo revuelto y ese rostro que surge de una toalla puede estar dicho todo. Y lo está. Con una fotografía fragmentada o con unas manos erosionadas por el tiempo envolviendo una estatua, también. Ahí, con esas manos, después del rojo, antes de descubrir la fotografía, arranca la historia. 
Durante hora y media asistimos a un viaje emocional que no nos da tregua, despojado de artificios, que -más que lágrimas en los ojos- nos deja un nudo en la garganta y otro en la boca del estómago. Y un desasosiego sin estridencias. La vida puede ser hermosa, sí. Y, de hecho, a ratos, lo es. Puede ir dejándonos regalos a lo largo del camino (el sexo, el amor, el deseo, el trabajo, la maternidad...), pero también puede ser demoledora como ese mar enfurecido de la costa gallega que, cuando se torna bravo y rabioso, no se anda con contemplaciones. O como aquella mendiga de las historias de la Duras que aullaba sin aullar a las puertas de la mansión del vicecónsul. Hay algo en los vaivenes de la Julieta adulta por las calles de Madrid de aquella mendiga -perdida, desorientada, encerrada en su propio e inconmensurable dolor- que aullaba sin aullar. La dos caras de la existencia, que pueden quedar muy bien reflejadas en esa inquietante imagen del ciervo corriendo por la nieve y en la historia del hombre del tren y su maleta. Dos metáforas muy acertadas para lo que Pedro Almodóvar nos quiere contar. De lo que trata, en definitiva, el hecho de estar vivos. De la gloria y de la estafa que habita ahí. Aquí. 
Todos los intérpretes están espléndidos, aprovechando al máximo sus intervenciones por breves que sean. Destacaría, en este aspecto, a Inma Cuesta, tan versátil, y a esa sabia e impresionante Susi Sánchez (¡¿para cuándo un protagonista para ella?!). Rossy de Palma se acerca con sabiduría a uno de los personajes más desagradables de la función. Y Adriana Ugarte y Emma Suárez (siempre ha sido una buena actriz, pero desde su actuación en el montaje de 'Las criadas', dirigido por Mario Gas, ya va más allá, como aquí vuelve a demostrar), pese a sus evidentes diferencias físicas, se desdoblan a la perfección en ese personaje, Julieta, que ya forma parte inequívoca de los grandes personajes femeninos del cine del director manchego.   
Almodóvar ha conseguido acercarse al barranco sin precipitarse por él. Y, con la sombra de Alice Munro al fondo, sombra que ha sabido integrar con inteligencia en las suyas propias, nos ofrece toda una poética sobre el dolor. Que no es otra cosa que seguir atrapando la belleza y los caminos que, pese a todos los demonios y todas las trabas, nos puedan llevar hacia ella, después de todo.  

 

domingo, 10 de abril de 2016

Almodóvar

Me gusta mucho el cine de Almodóvar. Como a todo el mundo, unas películas más que otras. Me gusta desde que a los catorce años vi 'Matador' en una de las salas de los desaparecidos cines Clarín. Un año más tarde, en los Brooklyn, vi ' La ley del deseo'. El impacto fue brutal. Me enamoré de aquellos personajes. Mucha gente, mediados de los 80, abandonaba la sala por la temática de la película. Por la naturalidad con la que Pedro abordaba unos temas que, en aquellos años, eran tabú para la mayoría de la sociedad española. Almodóvar era un director valiente y algunos de nosotros, pese a nuestra corta edad, ya lo admirábamos, perdidos en nuestra propia soledad y en la incomprensión que sufríamos por parte de los demás. 
Han pasado muchos años. Muchas películas. Muchas críticas. Mucha gente que ha perdido su admiración por el director manchego. La vida es así. Yo sigo pensando que unas películas me gustan más que otras, pero también sigo pensando que Almodóvar es un director único e imprescindible en nuestro cine. 'Julieta', de la que próximamente hablaré, es una muestra de lo que digo. 
Yo tengo quince años, y estoy ahí, en aquella sala de cine donde se proyectaba 'La ley del deseo', pensando que ese mundo de la pantalla existe más allá de mi ciudad. Con el tiempo, descubriría que las cosas eran así. Y que aquellos idiotas que abandonaban la sala eran sólo eso, unos idiotas. 

sábado, 9 de abril de 2016

La caspa

Me gusta, como sabéis, llenar este espacio con cosas que nos hagan la vida más agradable. De rostros, voces y palabras donde la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, esté presente. Creo que es lo que nos salva de todo este embrollo que nos está tocando vivir. Pero hoy, después de leer las declaraciones de Arévalo y Bertín Osborne donde muestran su indignación porque no les permiten hacer chistes de mariquitas (literal), tengo que hablar de ello. Y tengo que hacerlo porque he sentido tanto asco al leer lo que dicen que de alguna manera hay que desahogarse. ¿Chistes de mariquitas? ¡Por favor! Un respeto (debería escribir estas palabras con mayúsculas). Un respeto por todas esas personas que sufrimos durante años acoso escolar como consecuencia, entre otras cosas, de la vigencia y las risas que provocaban esos putos chistes (del barro de la ignorancia, como siempre, todos estos lodos). Por todas esas personas que, a día de hoy, lo siguen sufriendo. Y por todas esas otras que, en muchos países, aún son asesinadas por querer o desear a personas de su mismo sexo. No hay disculpa, señores. Son ustedes unos impresentables. Y me callo ya porque no quiero caer en la grosería ni en la mala educación, que es lo que me está pidiendo el cuerpo a gritos.   

viernes, 8 de abril de 2016

El curioso caso de Lucia Berlin

Este artículo fue publicado por El Huffington Post

En un determinado momento de su vida, acuciada por múltiples problemas económicos, la escritora Lucia Berlin se ve obligada a trabajar limpiando casas. Y escribe un relato, 'Manual para mujeres de la limpieza', que también da título a esta colección de cuentos que ahora publica en nuestro país la editorial Alfaguara. La protagonista de ese relato dice que muchas de las mujeres de la limpieza roban cosas insignificantes en las casas donde trabajan. Cosas insignificantes o absurdas, en ocasiones, que luego van dejando en los huecos de los asientos de los autobuses que las llevan a nuevos lugares de trabajo, de una punta a otra de la ciudad. Ella, que ha perdido a su marido, no. Ella, la protagonista del relato, sólo roba sedantes, pastillas para dormir. Y los guarda para un día de lluvia. Ese pequeño detalle, robar sedantes para los días de lluvia, me parece uno de esos detalles que, entre lo cotidiano y lo poético, podrían resumir toda una manera de entender la escritura. De la crueldad cotidiana, surge una (necesaria) pincelada de poesía que define el talento y que ayuda a sobrevivir. Los grandes cuentistas saben mucho de esto: de Antón Chéjov a Truman Capote, de Raymond Carver a Grace Paley, de Dorothy Parker a Alice Munro, de Eloy Tizón a Soledad Puértolas. Y ella, Lucia Berlin, también lo sabe. 
Es curioso su caso. Injustamente olvidada en vida, obligada a realizar trabajos alimenticios para sobrevivir (limpiar casas, cuidar enfermos, recepcionista y telefonista de hospitales...), el público descubre su talento -inmenso talento- después de llevar unos cuantos años muerta. Murió en 2004 de cáncer de pulmón, después de batallar durante años con el alcoholismo y otras complicadas enfermedades. Y, crueles paradojas del destino, lo hizo el día que cumplía sesenta y ocho años.
Sus relatos, inspirados en su propia vida ("Mi madre escribió historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco", confesó uno de sus hijos tras su muerte), reflejan a la perfección la vida cotidiana, las luces y las sombras del día a día, la cara A y la cara B de todo esto, las cosas que pudieron ser y fueron y las que pudieron ser y no fueron. Y lo hacen con realismo, con crudeza, con sarcasmo, con ternura, con alegría, con sentido del humor ("Riendo salvajemente dentro de la más tremenda aflicción", escribió Samuel Beckett) y con ese punto de ironía del que sabe reírse de todo, incluso de sí misma. Los relatos son extraordinarios. Muchas historias protagonizadas por mujeres. Mujeres que están perdidas o a punto de perderse, que no terminan de encajar en el mundo que les ha tocado en suerte, pero que siempre salen adelante: como lo hacen aquellas personas que, pensando que la vida no es precisamente un camino fácil, se agarran a ella, a la vida, como el náufrago a su tabla. Son supervivientes, sí, de un montón de cosas. Y eso, ese afán por sobrevivir, las hace más fuertes, más interesantes. Sí, también más vulnerables. Y es en ese punto de vulnerabilidad donde reside lo inesperado. El giro que, en un determinado momento, puede cambiarlo (casi) todo. Y vuelta a empezar. 
Creo que desde que comencé a leer los cuentos de Alice Munro, hace ya unos cuantos años, ninguna escritora de relatos me había impactado tanto como Lucia Berlin. Considero imprescindible recuperarla, leerla y releerla. Puede que ella, copa en mano, esté riéndose en algún sitio y celebrando a su modo este merecido reconocimiento. Quién sabe. 

domingo, 3 de abril de 2016

'Cinco esquinas'

Me levanté temprano, como casi todos los días. Preparé café, eché un vistazo a los periódicos y empecé a leer 'Cinco esquinas', la nueva novela de Mario Vargas Llosa, que mi suegra, lectora incansable, me prestó ayer. Desde entonces, no he podido abandonar el libro. Con eso está dicho todo. Creo que Vargas Llosa consigue un mosaico muy acertado de su país: de la decadencia de algunos medios y de algunas personas. De la ternura de otras. Me cansa un poco esa gente que, a cada nuevo libro de un gran escritor, empieza a hablar de obra menor y todo ese blablablá. Es cierto que una obra maestra como 'La tía Julia y el escribidor' no se consigue todos los días. Pero esa historia, la de la tía Julia, ya está escrita. Que un señor con 80 años haya conseguido una novela -una buena novela, cargada de lucidez- así me parece algo digno de todo elogio. Tenía que decirlo. Y ahora, regreso a la lectura. 

viernes, 1 de abril de 2016

Capote, ese genio

Este artículo fue publicado en la revista cultural LaEscena

Vamos a dejarlo claro desde este momento: Truman Capote fue un escritor genial. Sí, también fue un hombre excesivo, controvertido, polémico, chismoso y adicto a las fiestas, a los enfrentamientos dialécticos con otros escritores (míticos son sus desencuentros con Norman Mailer, aquel tipo duro que, a diferencia del propio Truman, no bailaba) y a demasiadas cosas que acabaron (se supone) con su vida y con su obra prematuramente. (La estupenda y exhaustiva biografía de Gerald Clarke se puede leer casi como una novela). Pero volvamos al principio, que es lo que nos interesa, a su genialidad. Siempre he considerado que 'A sangre fría' sería suficiente para que le hubiesen dado el Nobel y para que su nombre permaneciese en todo momento en el santuario de nuestros escritores favoritos. Es una obra monumental a la que nadie, tratando temas reales transformados en novelas, consiguió acercarse aún. Conociendo la historia como ya la conocemos, se puede abrir el libro por cualquier página, escoger un párrafo al azar y deleitarte con el modo en que aquello está escrito. Si alguien te pregunta qué es la literatura, puedes señalar ese párrafo. Y sobran más palabras. 
La primera vez que estuve en Nueva York y visité la casa de Brooklyn donde Capote escribió ese libro que le llevó a la gloria y de ahí -como en un brutal abrir y cerrar de ojos- al infierno, sentí un tremendo escalofrío. Allí, en aquella especie de sótano, en muchas mañanas frescas y soleadas como aquella, aquel hombre bajito y de voz chillona, de un modo incansable y obsesivo, había escrito aquella obra. La genialidad ahí, a escasos metros de estos ojos de mitómano. 
Ahora, Anagrama acaba de publicar sus primeros cuentos. 'Relatos tempranos'. En ellos se pueden encontrar alguno de los temas que trataría posteriormente en su obra. Los retratos femeninos, el viejo Sur, los niños solitarios... No son sus mejores cuentos, desde luego, pero sí se trata de una gozosa curiosidad que nos sirve para intuir sus primeros balbuceos literarios. El origen de todo lo que vendría después. La gloria y la decadencia. Esa decadencia en la que, pese a todo, seguía siendo un escritor genial, dijese lo que dijese públicamente el señor Mailer. 'Música para camaleones' es un buen ejemplo a este respecto. Ya sabéis: "Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse".
Palabras que, casi como epitafios, siguen conmoviendo del mismo modo que en aquella lejana tarde en la que las leímos por primera vez.