lunes, 1 de febrero de 2016

Tregua (Microrrelato)

Los milhojas eran su salvación. Cuando necesitaba una dosis de azúcar que le levantase el ánimo, entraba en una cafetería cercana a una de las oficinas en las que limpiaba dos tardes por semana y pedía un café con leche mediano y un milhojas. Un milhojas de crema o de merengue, según el día. Le gustaban los dos desde que la tía Leo, cuando era una niña, la invitaba a merendar en algún local elegante del centro. De hecho, eran los únicos pasteles que le gustaban. Tomaba aquellas meriendas tranquilamente, sin mirar el reloj. Al contrario de lo que solía hacer durante el resto del día: siempre pendiente de las horas, de los trabajos, corriendo de una punta a otra de la ciudad, sin apenas tiempo para comer ni para sí misma. Luego, salía a la calle y, de vuelta a la faena, se fumaba dos cigarrillos casi seguidos. La vida nunca es fácil, pensaba. El azúcar siempre le levantaba el ánimo. El azúcar no era como algunas personas: como su marido, como sus amigas, como su propio hermano. El azúcar nunca fallaba. Algunas compañeras se tomaban un par de vinos o de carajillos para soportar aquel duro trabajo. A ella le bastaba con los milhojas. Aquellas tardes, cuando el mundo, por unos instantes, parecía desmoronarse.   

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