viernes, 26 de febrero de 2016

La muerte del padre

Los paraguas que se abren y se cierran al antojo de la lluvia. El humo que sale de las chimeneas de esas casas que algún día conocieron el esplendor y que, en cierta medida, reconforta. Las otras, las más desvencijadas, están cerradas. Se van quedando atrás como puntos descoloridos que se pierden en la inmensidad de los paisajes más desolados de la Cuenca Minera. Un perro flaco sale de una de ellas y se aturde con el ruido de los coches. No puedo dejar de buscar su mirada, tan oscura. Ahí estamos, aún no son las cuatro de la tarde. ¿Qué decir a alguien que acaba de perder a su padre? Siempre me han fallado las palabras en estos casos. Siempre pienso que ese padre muerto será algún día el mío, y sólo pienso en echar a correr. En llegar a casa y ponerme a leer, a ver una película o a preparar mucha comida. Distraerme como sea. Me falta el aire en los tanatorios. Quiero fumar. El gris del exterior, acechando tras el ventanal, tampoco ayuda. Y la amenaza de lluvia que no se detiene. Hasta mis oídos llegan algunas risas ahogadas o nerviosas, el cuchicheo del que lleva horas allí, desconociendo aún las verdaderas dimensiones de lo que le acaba de ocurrir. La muerte del padre. El frío, el dolor. Palabras que son lugares comunes, sonoros besos en las mejillas, abrazos con exceso de masculinidad... Todo suena igual, todo tiene el mismo mecánico movimiento. Quiero salir de ahí, llegar a mi casa, sentarme a tu lado, saber que estamos vivos, que la muerte -siempre perversa, agazapada- tardará aún mucho rato en pasar por aquí, por nuestro lado. Que descubriremos el modo de engañarla. Pensar eso con el mismo ingenuo convencimiento con el que aquel niño -él, yo- intentaba engañar a su padre en las cosas más insignificantes.

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