miércoles, 27 de enero de 2016

Sin palabras

Uno avanza en la vida como puede. Ya lo dije hace tiempo: he aprendido (creo) a vivir con el insomnio. Escribo, leo, cocino, veo una película, me preparo una infusión, como una manzana o un yogur. Y vuelvo al ordenador y abro los periódicos digitales y me encuentro con la noticia que más temía, que más temía todo el mundo: la muerte de esa niña de apenas unos meses que un hombre arrojó por la ventana después, según dicen, de abusar de ella. La casa está en completo silencio, no puedo hablar con nadie. Y siento deseos de llorar, y lo hago, porque aquí no hay palabras que valgan. Uno asiste impotente a muchos hechos en esta vida, personales y colectivos. Éste es uno de ellos. Uno de los más espectaculares, de los más escalofriantes. Hay que mantener, sí, la sangre fría, aunque cueste, aunque el panorama sea insoportable (lo es desde hace mucho tiempo). Pero también hay que aplicar las leyes implacablemente sobre estos individuos. Y hay que educar, educar, educar: en casa (primero) y en el colegio (después). No perder esa perspectiva. Bajo ningún concepto. No me cansaré de decirlo, aunque hoy casi no pueda ni hablar.

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