viernes, 1 de enero de 2016

Reflexión

Hay un momento el día de Nochevieja, entre los preparativos y las celebraciones posteriores, que siempre acaba siendo mi preferido. Íñigo y yo caminando por las calles, a última hora de la tarde. Las calles -silenciosas o muy ruidosas: no hay término medio- que se van preparando para la celebración, para recibir el año como hay que hacerlo: con ilusión y esperanza (ya se encargarán los meses siguientes -o no- de desmoronar esos cimientos). Recorrer esas calles y luego refugiarnos en un local casi vacío para tomar muy lentamente el primer vino de la noche. Un local que no parece de esta ciudad, donde también están preparando las cosas para la larga noche y donde un matrimonio mayor que nosotros, leyendo los periódicos, parece que también ha decidido hacer lo mismo. La televisión no tiene volumen (afortunadamente) y la música suena muy al fondo. Hablamos o no lo hacemos. En realidad, es una especie de oasis para la reflexión. Más tarde vendrá el bullicio. Los dos sabemos que, con el nuevo año, se renuevan las esperanzas, las ilusiones, los deseos. Y los dos sabemos que ese momento, silencioso o hablado, sigue siendo muy importante. El que nos protege de las adversidades -o no- que llegarán. Luego, sí, nos hacemos la foto.

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