viernes, 25 de diciembre de 2015

La otra cara de la Navidad

Ayer, después de algunas compras de última hora y de nuestros habituales paseos matutinos, mi madre y yo nos encontramos con una vecina cuyo hijo, dos años menor que yo, estudió en mi colegio y murió hace unos años de manera trágica. Mi madre iba agarrada de mi brazo. La mujer nos vio, nos dio un par de besos y se echó a llorar. Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo, susurró. Buf. Qué revoltijo de sentimientos. Cuánta fragilidad. ¿Qué decir ante eso? Nada, evidentemente. Darle un abrazo y desearle que pasen pronto estos días en los que todo se acentúa, y más aún algo así. Ha transcurrido un día, hemos cenado, brindado y reído con la familia. Y hoy volveremos a hacer lo propio, también en familia. Como (casi) todo el mundo. Pero esa imagen, la de la vecina que perdió a su hijo tan joven, no se me quita de la cabeza. En ningún momento. Ni su imagen, ni sus palabras. "Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo". La vida, el destino, la fatalidad, qué sé yo. El lado más duro de todo este jolgorio. Las heridas que no cierran. La puñetera suerte.  

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