domingo, 29 de noviembre de 2015

Un sueño

Anoche soñé que íbamos al cine. A los Clarín, aquellos cines que tenían tres salas y en los que pasé muchísimas horas de mi adolescencia y juventud. Los cerraron hace unos cuantos años  y en su lugar pusieron un supermercado Día al que nunca entro, aunque esté cerca de nuestra casa, por respeto y por tristeza. Por pena. Por rabia. Ya entonces, a pesar de que la crisis llegaría más tarde, de que ese supermercado sustituyera a los cines, me pareció que era una metáfora de la decadencia que se avecinaba. La (absoluta) decadencia que hoy impera. En mi sueño, entrábamos claramente en una de las salas, la 3, la más pequeña, mi preferida. Sentados en aquellas butacas de desgastado color rojo, veíamos una película de Marcia Gay Harden (no supe, en el sueño, reconocer la película: quizá se trataba de una película que no existía más allá del propio sueño), que es una actriz que me encanta y que siempre está bien, en versión original subtitulada. No recuerdo nada más. Sólo eso: nosotros dos, en aquella sala, disfrutando de una película que parecía gustarnos. Un domingo cualquiera de invierno. Como el de hoy. Pequeñas ráfagas de felicidad. Tan reales, tan fugaces. Tan reales o tan fugaces como algunos sueños. Como este sueño sobre el que ahora escribo.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Otro recuerdo

Hace más de veinte años, cuando esta ciudad era otra ciudad, mi amiga Araceli y yo salíamos mucho. Salíamos por la mañana y llegábamos a casa al amanecer del día siguiente. Éramos modernos, sí. Pero ser modernos no significaba que no nos gustara la Pradera, como es lógico. Íbamos a sitios donde ponían músicas atronadoras y a otros sitios donde mujeres como la Pradera o como Chavela eran auténticas diosas. Adorábamos a esas diosas. Seguimos haciéndolo. Bebíamos vino y las escuchábamos. No nos poníamos nostálgicos. Eso vendría al día siguiente, tal vez con un poco de resaca (¿quién tiene resaca a los veinte años?). Canturreábamos con ellas: la Pradera, la Vargas. Qué tiempos. Esta ciudad, nos pongamos como nos pongamos, ya no es la misma. Una pena. La crisis la transformó por completo. Como a todas, imagino. La música, sí, permanece.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Besar el pan

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

La primera vez que vi a alguien besar el pan cuando caía un trozo al suelo o cuando, ya excesivamente duro, había que tirarlo a la basura fue a una pareja que tuve hace muchos años, casi diez años mayor que yo. Su madre, que había conocido bien la posguerra, así se lo había enseñado a todos sus hijos. Besar el pan. Qué extraño me parecía aquel gesto. Nunca lo había visto en mi casa, ni siquiera se lo había escuchado mencionar a los abuelos, que también supieron de buena mano lo que había sido la guerra y la interminable posguerra. Eso sí lo decían, todos ellos: interminable posguerra. Una de mis abuelas, la paterna, también decía que prefería morir antes que volver a pasar por todo aquello. Y no era, precisamente, una mujer frágil. Todo lo contrario. Una mujer con carácter duro, frío, poco cariñoso. Pero decía eso: prefiero morir que volver a pasar por todo aquello. Ahora, con motivo de la publicación de su nueva novela, `Los besos en el pan´ (Tusquets Editores), se lo escucho de nuevo a Almudena Grandes. Besar el pan: cuando caía al suelo o cuando había que deshacerse de él. Besar el pan, sí, en aquella posguerra y, quizá, en estos tiempos (también interminables) de crisis.
La crisis. La que vive un barrio cualquiera de Madrid. Un barrio donde muchas tiendas de toda la vida se han ido cerrando, donde los propietarios de diferentes negocios se ven obligados a rebajar sus tarifas, donde sus habitantes ven reducidos drásticamente sus sueldos o son directamente expulsados de sus trabajos, sin miramientos ni consideración alguna. Esa crisis que palpita por cualquier barrio de este país. Esa crisis que todos, en mayor o menor medida, conocemos. Como los abuelos conocieron la guerra y la (interminable, sí) posguerra. Eso es lo que cuenta Almudena Grandes en este nuevo trabajo, que me atrevería a señalar como una de sus novelas más acertadas. Por la capacidad -ante todo- de reflejar con la máxima contención ese mapa del mundo que tenemos ante nuestros ojos. Esa crisis que, en forma de grandiosa tomadura de pelo, nos rodea. Y a la que asistimos -impotentes, desconcertados, furiosos, casi resignados- pensando que mañana tal vez las cosas vuelvan a su sitio, a aquel lugar que un día conocimos. Pobres ingenuos.
Historias que llevan a otras historias, cuentos que enlazan con otros cuentos (a veces terribles) hasta conseguir el latido de ese barrio de Madrid que podría ser cualquier barrio de este país, un tejido humano muy bien trazado que nos alcanza en su verdad y nos conmueve. Jóvenes, personas de mediana edad y, sobre todo, abuelas y abuelos que conocieron aquellos lejanos tiempos y que son los que, en muchísimos casos, tiran del resto de la familia con su sentido práctico de la vida, su experiencia, su trabajo y su capacidad de darle la vuelta a las cosas, como antes ellas, las abuelas, delante de sus máquinas de coser, les daban la vuelta a los abrigos para que durasen una temporada más. Ese reflejo, el de los abuelos y las abuelas (ay, esa abuela que pone el árbol de Navidad tres meses antes de lo que corresponde para animar la casa y para animarse a sí misma), me parece extraordinario en esta novela. Y convierte lo que venía siendo una historia casi de terror, dadas las circunstancias (ausencia de dinero, de expectativas, de trabajo, de futuro), aunque sólo sea por unos momentos, en una historia dulce de la que poder tirar para seguir adelante, besando el pan o recordando a quienes lo hacían. Siempre adelante. Qué remedio.
 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Noches sin dormir

Francesca se pasa el día encima de mis piernas: adormilada, cansada, maltrecha aún. Y yo escribo, como puedo. Estoy escribiendo nuevos cuentos y otra historia de la que de momento no quiero decir nada. Con los años, qué cosas, me estoy volviendo un poco supersticioso. También leo. He leído el diario de Elvira Lindo, `Noches sin dormir´. Su mejor libro hasta el momento, con permiso de `Lo que me queda por vivir´, aquella novela. Acabo de terminar la reseña. No dejes nunca de escribir, querida Elvira. Cuando leáis el diario (no tardéis en hacerlo), sabréis el motivo de estas palabras.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Invierno

Tengo cuarenta y cuatro años y sigo sin entender muy bien todo el asunto de la enfermedad y de la muerte. Quizá sea un inmaduro o un ingenuo, o ambas cosas a la vez, no lo sé. Llevo cinco días dedicado casi exclusivamente al cuidado de Francesca. Apenas come si no es de mi mano. Apenas bebe si no le quito el collar y estoy pendiente de sus movimientos para que no se lama la herida. Su recuperación está siendo muy lenta. Es un dolor verla caminar con pasos torpes e inseguros, cómo intenta con extrema dificultad subirse a la cama o al sofá (algo que antes hacía con gran agilidad), cómo apenas puede maullar y cómo nos mira preguntándose qué demonios es todo esto. Yo también me lo pregunto, Francesca. (Supongo que todo es, como siempre, cuestión de tiempo). Mientras afuera, dicen, ya ha llegado el invierno.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Fragilidad

Son increíbles los sentimientos que pueden provocarte los momentos de indefensión y fragilidad de una gata. Caminas por la calle y no piensas en ese párrafo al que le estás dando vueltas, en las lecturas en las que andas metido o en los planes para el invernal fin de semana que se avecina. Sólo piensas en llegar a casa y ver cómo se encuentra, si ha mejorado un poco respecto al momento en que saliste a la calle, si la herida se va cerrando poco a poco (la recuperación está siendo más lenta de lo esperado). Piensas también en su estado de ánimo: un poco decaído por la enfermedad y por ese collar que tiene que llevar en la cabeza y que tanto la agobia. Algunas personas dirán: es sólo una gata. Sí, es una gata. Pero basta con estar un segundo a su lado para comprender que los sentimientos son muy parecidos a los nuestros. Por no decir iguales. Los ojos desvalidos que reclaman tu cariño constante. Los mismos ojos que te suplican que cambies de actitud cuando tú te sientes fuera de este mundo injusto. Esos ojos -fieles- que no se apartan de ti en ningún momento. Puedo entender que haya que convivir con uno de estos pequeños animales para comprender todo esto. Muchas otras personas, supongo que la mayoría, sabrán perfectamente de lo que hablo, de lo que escribo, de lo que siento.  

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Francesca

Francesca, nuestra gata, está muy enferma. Tienen que operarla de urgencia. En dos horas entrará en el quirófano. Francesca tiene seis años y medio. Llegó a nuestra casa y no hizo otra cosa que alegrarnos la vida. Conoce cada uno de nuestros estados de ánimo y reacciona ante ellos con una inteligencia apabullante. En esos días en los que casi todo parece derrumbarse, ella siempre está ahí: como si intuyese que las cosas no van demasiado bien y su cometido fuera darle la vuelta a esas cosas. En los días alegres, salta alrededor de nuestros pies. Y la cocina, cuando los tres estamos de buen humor, se vuelve una algarabía. Creo que esos días son los más parecidos que he conocido a la felicidad. Eso sí: prefiere estar con nosotros solos a recibir invitados. Ayer se pasó el día en mi regazo. No quería moverse de allí, como si de alguna manera intuyese lo que iba a pasar hoy. De vez en cuando, lamía mis dedos y cerraba los ojos. Si movía mi cuerpo, los abría al instante. Le decía que no me iba a ninguna parte y su corazón volvía a latir al ritmo normal. Ahora, mientras escribo, está a mi lado: sentada con esa pose que siempre me recuerda a Elizabeth Taylor en `Cleopatra´, aunque Francesca sea rubia. Lleva un rato pidiendo comida y bebida (no puede tomar nada). No me atrevo a mirarla a los ojos. Sólo la acaricio, lentamente, mientras esperamos.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El Clan

Si no fuera porque se asociaría con otro tipo de películas, podríamos definir `El Clan´ como una cinta de terror. Va más allá de la inquietud, el miedo o el desasosiego. Es terror puro y duro lo que suscitan sus imágenes. Lo que transmite la mirada helada de su despiadado protagonista (extraordinario Guillermo Francella). Lo que se esconde en las cloacas más inmundas del ser humano. Más aún, si cabe, al saber que la historia que Pablo Trapero nos cuenta está basada en hechos reales. La historia va hacia atrás y hacia delante en el tiempo, la narración capta la atención del espectador desde el primer momento y la música sirve para acentuar cada uno de esos actos de terror y la asombrosa frialdad con la que "el clan" los ejecuta. Todos esos actos ejecutados sobrecogen, pero el último que muestra la película alcanza unos niveles realmente insoportables. Una buena película. Una película durísima. Merece la pena verla: para comprobar, una vez más, hasta qué punto el ser humano es capaz de devorar a otros seres humanos (incluidos sus propios hijos).

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, sin palabras

Abrir la ventana muy temprano. Sentir en el rostro el frío de la calle que contrasta con el calor de la  casa. Leer los periódicos, ver las imágenes. Cerrar los periódicos, apartar la vista de las imágenes. Como se aparta la mano del fuego o del hielo. Recordar esas calles por las que todos caminamos como si lo hiciésemos por el luminoso interior de una película: eso que tienen algunas ciudades. París, una de esas ciudades. París: su luz, sus evocaciones, sus escritores. Buscar las palabras y no encontrarlas. Sentir que hay determinados acontecimientos que nos desbordan. Esos fanatismos que lo emborronan todo. Intuir que no estás a salvo en ninguna parte. La fragilidad es tan poderosa como el horror. Llorar. Sí, llorar porque más de 120 personas inocentes ya no podrán hacer nunca más ese gesto tan simple que tú acabas de hacer ahora mismo, abrir la ventana muy temprano. Sentir en el rostro el frío de la calle. Refugiarte, impotente, en las palabras que otros han escrito. Hacer eso. Y no decir nada más.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Día de las Librerías (3)

Ayer, por diversas razones, no fue un día demasiado bueno. Sin embargo, ya de noche, me llegó este comentario de un lector de `Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe) que me animó lo que quedaba de jornada. Y hoy, a pesar de lo mucho que echo de menos en días señalados (todos los días, en realidad) mi trabajo en la librería, sigue haciéndolo.

" Me encantó Corrrientes de amor. Me gustaron particularmente, Hallazgo, Agua y Círculos. Pero, por encima de todos los demás, mi preferido, el que más me llegó, fue, sin duda, Despedida. No voy a hacer spoiler a tus muchos lectores, pero seguro que tú te imaginarás por qué. Enhorabuena, Ovidio."


Gracias, José Antonio Rodrigal.

Día de las Librerías (2)

Todos los días son buenos para comprar libros, qué duda cabe. En esta jornada en la que se celebra el Día de las Librerías y donde está presente ese significativo descuento que a todo el mundo nos viene muy bien, no hay disculpa. Como librero, como escritor y como lector apasionado, desde este pequeño rincón desde el que continúo soñando, os dejo algunos títulos que he leído (o estoy terminando de leer) últimamente y que, a mi juicio, merece la pena no perderse.

-`Pedigrí´. George Simenon. Acantilado.
-`La camisa del marido´. Nélida Piñón. Alfaguara.
-`Un día cualquiera´. Hebe Uhart. Alfaguara.
-`Beethoven tenía algo de negro´. Nadine Gordimer. Bruguera.
-`Seré un anciano hermoso en un gran país´. Manuel Astur. Silex.
- `Suicidios ejemplares´. Enrique Vila-Matas. Debolsillo.
-`Los amores equivocados´. Cristina Peri Rossi. Menoscuarto.
-`La mujer helada´. Annie Ernaux. Cabaret Voltaire.
- `La ley del menor´. Ian McEwan. Anagrama.

Son sólo algunos ejemplos. Hay miles de posibilidades. Libros que se acaban de publicar o libros que están ahí, en una esquina de las buenas librerías, esperando la llegada de alguien que se fije en ellos y que se los lleve para su casa. También señalo que la editorial Comba acaba de reeditar `La sinrazón´ y `De mar a mar´, de la inclasificable, olvidada y fascinante Rosa Chacel.
No hay disculpa, como veis. Disfrutad de los libros (los que queráis). Y sobre todo, comprad en las librerías. Siento ser reincidente, pero -creédme- no hay nada más triste que el cierre de esos espacios donde uno sólo puede encontrar libertad y belleza.

Día de las Librerías (1)

Hoy es el Día de las Librerías. Un día agridulce para mí, ya me entendéis. No obstante, os deseo a todos los libreros y libreras (libreros y libreras, recalco el término: no hace falta decir nada más) que sois y estáis una estupenda jornada (mucho ajetreo, mucho movimiento, muchas ventas, entre otras cosas, porque las circunstancias así lo reclaman, bien lo sabemos). Y aprovecho para solicitar desde aquí y a quien corresponda en esta ciudad un premio para Paquita Laguna, librera que fue durante más de treinta años, que un día puso su librería (Aldebarán) en mis manos y me hizo uno de los hombres más felices de la tierra.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Libros y teatro

Desde que, a los 14 años, vi a la gran Lola Herrera en `Cinco horas con Mario´ no dejé nunca de ir al teatro. En mi ciudad y en todas las ciudades a las que pude (y puedo) ir. Yo era ese chico solitario de dieciocho o veinte años que cogía un tren o un autobús para ver las obras que se representaban en Gijón o Avilés. (Luego, vendrían otras ciudades más alejadas de la mía: Bilbao, Madrid, Barcelona...). La emoción por ver aquellas obras era inmensa. Sigue siéndolo. Yo tengo cuatro duros y me voy a Madrid a ver a Natalia Dicenta, a Charo López, a Terele Pávez, a Concha Velasco o a Aitana Sánchez-Gijón...  (Por citar sólo algunas de mis favoritas). Me voy a Madrid (nos vamos a Madrid) por verlas a ellas, exclusivamente. Ah, los cuatro duros. Si los hay, allí estamos. En Avilés, justo al lado del teatro Palacio Valdés, hay un café emblemático: el Café Lord Byron : "El sabor del teatro", estupendamente llevado por Agustín Gutiérrez González. Yo era aquel joven que iba al teatro, siempre con mucho tiempo por delante, y me paraba en aquel café: a hacer tiempo, hojear un periódico, leer un libro, tomar algo. Me paraba allí para aposentar el nerviosismo que me suponía ver una función anhelada. Hace unos meses, la tertulia literaria de ese café me invitó a hablar de mi última novela (gracias, Cristina Muñiz), `La mujer de al lado´. Fue una tarde maravillosa. Les conté que estaba ultimando los cuentos que conformarían mi siguiente trabajo y les prometí que presentaría allí ese nuevo libro, `Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe). Hoy es ese día. Os espero a todos los que os apetezca acompañarme. Con esa magia, la de los libros y la del teatro. Con tantos recuerdos. Los que conforman lo que soy y lo que escribo.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Los placeres sencillos

Me gusta caminar. Solo o acompañado, depende del momento. Me gusta caminar solo y pensar en mis cosas: en lo que estoy escribiendo, en lo que voy a escribir. Me gusta caminar solo y observar a la gente que pasa por mi lado. Siempre encuentro argumentos ahí, en la mayoría de esas vidas. Me gusta caminar acompañado (con Íñigo, como tantas veces) y hablar de todo. Hoy, entre otros asuntos, del espléndido artículo que acaba de publicar Antonio Muñoz Molina, Elogio del conocimiento, sobre la importancia de la escuela pública, sobre la constante necesidad de aprender. Me reconozco en esas palabras. Me gusta caminar, solo o acompañado, en este otoño que remite a los último días del verano. Los paseos siempre consiguen ahuyentar cualquier tipo de ansiedad. Los placeres sencillos -como el de ahora mismo, a primera hora de la tarde- me devuelven esa serenidad que a ratos, ay, se desvanece. El paisaje no puede estar más acorde.  

sábado, 7 de noviembre de 2015

Carme Riera

Cuando menos te lo esperas, sucede. Caminas por la calle, en dirección a casa de unos amigos con los que vas a comer y pasar la tarde rememorando anécdotas y tratando de olvidar algunas cosas de este presente incierto, y la descubres. Una tienda que vende muebles antiguos y libros de segunda mano. Todo entremezclado: los libros sobre esas mesas bajas de salón que había en todas las casas a principios de los años ochenta o al lado de esas lámparas de aquella misma época que hoy parecen de rabiosa actualidad. Cosas del vintage, ya sabemos. En medio de ese barullo de cosas antiguas, descubres un libro de Carme Riera bastante hecho polvo y al precio de un euro. `Cuestión de amor propio´, editado por Tusquets hace casi treinta años. Lo compras, evidentemente. Y te vas tan contento con el hallazgo al encuentro con tus amigos.  
Semanas más tarde, comenzado ya el mes de noviembre, le otorgan a Carme Riera el Premio Nacional de las Letras. Y te alegras, claro. Te alegras mucho. Porque has leído casi todos los libros de esa escritora, porque has seguido su trayectoria con interés, porque consideras que se merece el premio. Porque su última novela publicada `Tiempo de inocencia´ es una maravilla y `La mitad del alma´, otra. Por citar dos de las obras de la escritora mallorquina que más te gustan (ambas publicadas por Alfaguara). Y porque sus libros, en los tiempos en los que trabajabas de librero, siempre estaban ahí, como fondo, aunque ya no fuesen novedad, para recomendar a quien te pidiese opinión sobre buena literatura. Carme Riera, escritora de amplio y diverso recorrido.
Ese mismo día, el de la concesión del premio a la escritora, te acercas a la estantería donde están colocados sus libros y cada uno de ellos, como esa nueva adquisición, te transporta a una época concreta de tu vida. Uno de ellos, `Contra el amor en compañía y otros relatos´ (Destino), te lleva a una habitación de hotel, en Buenos Aires, con el cuerpo cansado por las largas caminatas y la felicidad de encontrar ese otro hallazgo en una de las librerías de la calle Corrientes. Es lo que tiene la memoria. Lo que tiene la literatura que te va acompañando a lo largo de todos estos años. La visión de ese libro te lleva de nuevo a aquella habitación de hotel, a aquel viaje, a aquella lectura tras el cansancio acumulado. Tiempos felices que conservas, al amparo imprescindible de los libros, como preciados tesoros.
Abres otro de sus libros -`Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda´- y lees algo que está subrayado: "Porque en el fondo, pese a mi fracaso, tú me compensas de todo cuando apareces de nuevo ante mí y dejas que te mire como entonces. Tu belleza me devuelve la serenidad que tanto necesito y mi memoria deja por unos instantes su acuciante labor."
Recuerdos de otros tiempos. Tiempos que, al hilo de un más que merecido premio, se enroscan de nuevo en este tiempo y te devuelven, por duplicado, instantes imborrables de tu biografía.
Felicidades, señora Riera.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Un Oscar para Gena Rowlands

Este artículo fue publicado en El Huffington Post.

Hay mujeres que, aunque se lo propusiesen, jamás podrían pasar desapercibidas. Por su talento, por su inteligencia, por su belleza, por su clase, por su estilo. O por todo ello junto. También por su manera de ponerse un pañuelo o unas gafas, de sujetar un cigarrillo o una copa entre los dedos, o de leer un poema en voz alta. Gena Rowlands es una de esas mujeres. Cumplidos ya los ochenta y cinco años, manteniendo intactas la lucidez y la elegancia, la Academia de Hollywood le entregará el catorce de noviembre un Oscar Honorífico. ¿Llega tarde? Por supuesto. Como tarde le llegó a Lauren Bacall y a tantas otras actrices irrepetibles. Por `A woman under the influence´, su primera nominación a los Oscar, ya se lo merecía. Y aún más, si cabe, por `Opening night´, por la que ni tan siquiera fue nominada (aunque se llevó el Oso de Plata de Berlín por su interpretación). Ya conocemos las injusticias de esos premios. De todos los premios, en realidad. Creo que si se hiciera una lista con las cincuenta mejores interpretaciones femeninas de la historia del cine, la de Rowlands en `Opening night´ merecería un puesto destacado. Es imposible no emocionarse con esa interpretación en cada nueva revisión de la película (¿la mejor de John Cassavetes?). Seamos claros: Gena alcanza la genialidad. Insuperable en ese permanente estado entre la borrachera y ese enmarañado estado mental en el que se encuentra durante toda la película. Ah, la mirada. Esa mirada que bordea la desesperación, el vacío, la falta de comunicación, la incomprensión y la impotencia por el velocísimo paso del tiempo y sí, digámoslo abiertamente, esa frágil línea que separa la cordura de la locura. Estremece su fragilidad y cómo durante las más de dos horas que dura la película esa fragilidad no se desvanece en ningún momento. Esa fragilidad que, junto a las abundantes copas de alcohol, parece que la derrumbará de un momento a otro. Pero no: Gena y la actriz a la que da vida, Myrtle Gordon, se mantienen en pie. Ambas sobreviven y se llevan los aplausos.
¡Lo que nos hubiese gustado a más de uno asistir al rodaje de aquella película! Y más aún, después de escuchar las palabras que la propia actriz pronunció sobre aquellos años, los compartidos (en los rodajes y en la vida) con John Cassavetes, su marido: "Vivíamos para el cine. Fueron años intensos y apasionantes. Los mejores de mi vida".   
Pero no fue en las películas de Cassavetes donde descubrí a Gena, sino en una pequeña joya -otra- de Woody Allen, `Another woman´. Tenía diecisiete años y en esta ciudad desde la que escribo, Oviedo, aún había cines más allá de los centros comerciales. Woody homenajeaba a su admirado Bergman, y Rowlands estaba soberbia. Por aquella época, la actriz hizo muchas películas para la televisión. Productos dignos donde las actrices que ya no encontraban buenos papeles en el cine se refugiaban. Como también lo hacían en el teatro. Por ejemplo, Bette Davis, con la que Rowlands compartió protagonismo en una de aquellas cintas televisivas, desarrolló la última parte de su admirable carrera en este medio. Alguien debería reeditar en deuvedé lo mejor de aquellos trabajos.
Pese a lo que ha tardado en llegar este premio, todos sus admiradores aplaudiremos como la aplaudieron a ella, y a Myrtle Gordon, en aquella memorable noche de estreno.
  

domingo, 1 de noviembre de 2015

Pongamos que se llamaba Martha

Esta madrugada, leyendo un cuento de Vila-Matas, me he acordado de ti, Martha. De aquellas lejanas y solitarias noches en las que yo estaba ahí, en la penumbra de otra habitación, escribiendo, y tú no sé muy bien en qué lugares andabas perdida (o sí lo sé). En aquel tiempo, escribía y pensaba en ti. No podía evitarlo. Así eran las cosas entonces. Han pasado casi cuarenta años, como en la canción de Tom Waits. Yo sigo aquí, escribiendo, y a ratos soy feliz (muy feliz, aunque esté mal decirlo: que les den a los envidiosos), pero ya no pienso casi nunca en ti, Martha, ni en qué lugares andarás (perdida, imagino, como siempre). De hecho, hacía mucho tiempo que no pensaba en ti. Vamos a echarle hoy la culpa a Vila-Matas y a su cuento. Que es lo bueno que tiene la literatura