jueves, 1 de octubre de 2015

Octubre

Octubre es el mes del año que más me gusta. Quizá influya el hecho de haber nacido a medidos de este mes, no lo sé. Según se acercaba el día del cumpleaños, la emoción iba en aumento: como ocurría en las Navidades, cuando se iba aproximando el día de Reyes. Sé que hay gente a la que no le gusta celebrar su cumpleaños. A mí, sí. Lo ideal es, no vamos a engañarnos, haciendo un viaje. Pero si no se puede, no se puede, y no importa. Me conformo con una buena comida con mi familia. Besos, risas, libros de regalo, un par de botellas de vino y malos rollos fuera. Cuando conocí a Íñigo y descubrí que su cumpleaños era también en octubre, justo una semana antes que el mío, aquello me pareció un buen augurio. Y ahí estamos. Aquí estamos, contando los días, desde esta primera jornada del mes. Esta mañana, al abrir la ventana, sentí ese frío característico de octubre. Se ha presentado sin rodeos, como debe ser. Y aunque ese frío no le sienta demasiado bien a mis huesos, es un frío que me reconforta. Y que me lleva, una vez más, al pueblo de los abuelos, a aquella mesa situada debajo de la higuera que, imponente, se erigía delante de la casa y que por estos días ofrecía ya sus frutos más jugosos. La mesa donde me instalaba para leer, para escribir mis primeras historias y para observar todo aquel mundo que, a punto de cumplir cuarenta y cuatro años, es el mundo más preciado de mi memoria.

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