lunes, 25 de mayo de 2015

Y a lo lejos, Canadá

Le basta a Pablo Antón Marín Estrada el recuerdo de unos poemas perdidos para construir una de esas vidas que, pese a las ilusiones y las expectativas de aquellas lejanas tardes de domingo alrededor de la charla literaria y cinematográfica, se quedaron en el camino. Con ese recuerdo, el de los poemas perdidos, y unas pocas palabras, apenas tres páginas, construye una vida truncada. Como tantas otras. Esa otra cara de la moneda de la que nunca suelen hablarte cuando aún no cumpliste veinte años y el ansia por devorar ese mundo que tienes (o eso crees) por delante. Es la historia de uno de los textos que componen el último libro del autor asturiano, `Fábules humanes´ (Editorial Impronta). Una de esas historias que te hielan la sangre, acaso como un poema conciso y desgarrador. Tal vez, sin pretensiones de exagerar, podríamos decir que eso es la vida, la mayoría de las vidas: un poema conciso y, a ratos (vamos a dejarlo ahí), desgarrador. Sea cual sea la suerte de cada uno o su destino final. O un pájaro sobre un cable, como escribió Leonard Cohen, presente también en estos textos. Con Janis Joplin, en el Hotel Chelsea, aquella noche de la que surgió una de las canciones más hermosas de todos los tiempos. Ahí estamos de nuevo, delante del hotel neoyorquino que ya cerró sus puertas como una metáfora más de los tiempos decadentes (decadencia vulgar y no aquella divina decadencia de la que nos hablaba la Liza Minnelli de `Cabaret´, Berlín años 30) que estamos viviendo. Ahí estamos de nuevo, mientras leemos este melancólico texto, como si hubiésemos estado ayer mismo o aquella noche -tan lejana, tan cercana- en la que Leonard y Janis, rozando las pieles, se dijeron algunas palabras que se hicieron leyenda. Todo eso, sí. Y una voz, la del hombre que observa el mundo y lo cuenta con palabras. Como Marín Estrada, una vez más, en este puñado de fábulas, de historias, de vivencias, de retazos de vida. De magnífica literatura. De la mejor que se escribe por estas tierras: digámoslo claro. De gran observador y aún mejor narrador y poeta.
Están Janis y Leonard, y están Chavela y Macorina, y está esa mujer anónima que fuma y que se ríe del mundo porque ya sabemos que tiene más sabiduría el diablo por viejo que por diablo. Y están los amigos que ya no están. Porque están muertos o están en Canadá, que igual viene a ser lo mismo, quién sabe. Como ese Freddy del poema que aparece en el libro y que es la sombra de muchos Freddys que casi todos conocimos, allá por los ochenta. Golpes Bajos, Depeche Mode, Parálisis Permanente... y aquellas tardes de las que hablaba al principio de este texto, donde la música -junto al cine y la literatura y las ganas de comerse el mundo- también ocupaba un lugar bien destacado.  Y donde, como Janis y Leonard, corríamos por el dinero y la carne, y eso se llamaba amor.
Están muchas cosas y personajes que ya no están, pero que siguen estando en la memoria de los que estuvimos y seguimos estando, aquí, delante del Hotel Chelsea (¡cuántas cosas nos podrían contar los fantasmas que se quedaron allí encerrados!) o en esa Canadá -real o metafórica- soñada. Qué espléndidos textos. Palabras, libros, canciones, ciudades, infancias, ilusiones, secretos... Acertados textos en su brevedad, afilados como una buena navaja, contundentes como la noche más oscura de ese invierno que no termina, tiernos porque siempre hay que ponerle un poco de ternura a este áspero mundo, aunque sea con palabras ordenadas o desordenadas y aunque sea solo un poco. Que, como dijo aquel otro poeta asturiano, para ella, para la ternura, siempre hay tiempo.
Para la buena literatura, como esta que hoy nos ocupa, también.   
 

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