domingo, 12 de abril de 2015

Una mujer distinguida

Ayer me enteré de su muerte. Ocurrió poco antes de Navidad. Faltaban pocas semanas para que cumpliese noventa y seis años. Era clienta de la librería Aldebarán. A veces me encargaba algún libro (ensayos, normalmente; acaso, alguna novela de la que había oído o leído buenas referencias), hojeaba la mesa de novedades o entraba a charlar un rato. Era una mujer educada, exquisita, cercana, prudente. De izquierdas. Tenía ya entonces -hace unos diez años o así- cierto halo de cansancio. Se notaba en sus ojos. En algunas de las cosas que decía. Últimamente, según nos cuenta su hija, ya no tenía la cabeza en su sitio. Sin embargo, en los momentos de lucidez decía eso, precisamente: que estaba cansada ya de vivir, que el camino se le estaba haciendo demasiado largo. Y pensé en aquella mirada, mientras su hija nos decía eso. La mirada de esa mujer -bajita, elegante, discreta, distinguida- diez años atrás. El cansancio acumulado en los ojos, en su manera lenta de caminar. Pese a ello, al cansancio, no se había abandonado: siempre iba impecablemente vestida y peinada, con un pequeño bolso colgado de su brazo. Siempre con aquel tono de voz suave. Siempre mostrando una educación que para sí quisiera mucha gente.
De los muchos placeres que trae consigo el hecho de ser librero, quizá el de conocer a muchas personas sea el más destacado. Los buenos libreros lo sabéis. No todo el mundo merece la pena, claro. Ni te deja en la memoria un buen recuerdo. Pero hay mucha gente que sí lo hace, no importan los años que pasen.
Después de trabajar en Aldebarán, seguí viéndola. Siempre del brazo de su hija, Marga, pintora, de larga melena blanca, siempre cariñosa con nosotros. Paseaban por los alrededores de la librería, por la zona donde viven mis padres. La hija le recordaba a la madre quién era yo. El librero de Aldebarán, ¿no te acuerdas? Ella asentía con educación, pero todo parecía indicar que no se acordaba. La falta de memoria iba haciendo de las suyas. La hija insistía y me decía que había preguntado muchas veces por mí cuando me fui a trabajar a la otra librería. Me reconfortaba que me contase eso. Lógicamente, siempre nos agrada que nos recuerden con afecto. Luego, los años fueron borrando los recuerdos. Casi todos ellos.
Me gustaba verlas así, cogidas del brazo, caminando despacio por las mismas calles por las que paseábamos mi madre y yo. La recordaré así, en aquellos paseos, aunque ella ya no se acordase de mí. Y también en aquel tiempo en el que trabajé en la librería Aldebarán y ella entraba, sigilosa, para preguntarme por algún libro del que tenía buenas referencias, para hojear la mesa de novedades o para charlar un rato. Con aquellos ojos cansados ya. Que, aparte del cansancio, escondían también algunas penas a las que a veces hacía referencia. Con sus buenas maneras. Con su presencia distinguida. Con esa manera de estar en el mundo que diferencia y define a las personas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario