miércoles, 22 de abril de 2015

Días y libros

El 23 de abril del año 2010 fue mi último Día del Libro como librero. Aquel día, como todos los años anteriores desde que comencé a trabajar en tan noble oficio, la jornada empezó muy temprano. Alrededor de las nueve de la mañana, ya estaba instalada la mesa con todo tipo de libros. La gente tiene derecho a escoger la lectura que mejor le convenga, la que más le interese. Allí había libros para todos los gustos: libros que yo jamás me compraría y libros que yo tenía en mi casa. Un compendio entre lo comercial (de lo que la pequeña librería no puede prescindir, económicamente hablando, por muy exquisitos que no queramos poner) y lo minoritario (vamos a decirlo así). Poesía, teatro, cuentos, novela, libros infantiles... En castellano y en asturiano. De todo había en aquellas mesas. Mi jornada de trabajo duró exactamente doce horas. Tengo que decir que nadie me obligaba a estar allí aquellas doce horas. Yo mismo decidí, como los años anteriores, aquel horario. Porque me gustaba mi trabajo, porque me gustaba recomendar libros y hablar de ellos, porque me gustaba venderlos (al fin y al cabo, los libreros también tenemos que comer y pagar nuestras facturas). Fue un buen día en lo referente a las ventas. Salí de allí, pasadas las nueve y media de la noche, con la satisfacción del trabajo bien hecho, sin rastro de cansancio. Cuando salí de allí, no sabía que iba a ser mi último Día del Libro al frente de una librería. La vida tiene estas cosas. Arriba y abajo, riendo y llorando, y así vamos haciendo el camino. Pese a mis esfuerzos (esfuerzos que, en algún caso muy concreto, acarrearon profundas y dolorosas decepciones), no he conseguido volver a trabajar como librero. Así son las cosas. Y la culpa, como siempre, será del chachachá.
Desde entonces, desde aquel lejano y luminoso día de abril de 2010, alrededor de la fecha en que se conmemora esta jornada, hay un día en que, como si de una extraña enfermedad se tratara, mi cuerpo no tiene ganas de hacer nada. Ni de leer, ni de escribir, ni de pasear, ni de cocinar, ni de hablar con nadie... Me dedicó a estar tumbado en la cama o en el sofá (en la cama y en el sofá), como si una poderosa melancolía se hubiese apoderado de mí. Sólo quiero silencio. Vienen, en esos momentos, unas palabras de Albert Cohen que leí hace mucho tiempo: "Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta". Terribles palabras que no consuelan: sólo acompañan. Como nos acompañan, silenciosas y cómplices, aquellas personas que nos aman de verdad en los tramos más difíciles del viaje. 
Ya ha pasado. Este año, ese día, ya ha pasado. Hizo su aparición y se largó. Por eso, mañana saldré a la calle (ojalá no llueva), pasearé entre los puestos, compraré algún libro (no tantos como quisiera, ay) y seguiré soñando con abrir algún día esa librería que llevará el mismo nombre que este blog y que mi libro.     

2 comentarios:

  1. A mí me gustaría que volvieras a abrir tu librería. No podría ir porque no sería en Madrid, pero me gustaría porque noto en ti una enorme nostalgia.
    No te suelo comentar pero te leo. Y me gusta lo que leo.
    Suerte y un abrazo. No te lo digo en face porque empezamos con los ji ji ja ja y el "tú vales mucho", y lo odio.

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  2. Grande Ovidio como siempre. La melancolía que no necesariamente tristeza y en el horizonte el sueño: una librería pequeña, exquisita, coqueta, en cada rincón un pedacito del alma del librero, una esquinina para cada género, un pedacito de estantería para los gustos de cada amigo (vaya, tendremos que ampliarla porque son tantos los amigos... Fotos de actrices, de cantantes de jazz, las justas y, como no, las fotos de Iñigo. Lo presiento, algún día llegará.

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