jueves, 23 de abril de 2015

Palabras de Rosa Regàs sobre `La mujer de al lado´

Palabras de Rosa Regàs sobre mi novela `La mujer de al lado´. Ediciones Trabe.


Terminé ayer por la noche `La mujer de al lado´ tras dos días de lectura apasionada, y me pareció una novela muy bien escrita y con un interés creciente que tiene el mérito de ser consecuente con la verdadera historia de esa mujer de al lado y acabar precisamente  como acaba. Además tiene un tono de vago fatalismo como si la mirada del narrador se hubiera revestido finalmente de una sabiduría que solo puede dar la experiencia, la sensación de incomprensión y de abandono e, inevitablemente, el paso del tiempo. Preciosa, de verdad, no solo como historia perfectamente creíble y emocionante sino como denuncia hecha con respeto y veracidad de una de las lacras más extendidas y dolorosas de nuestra sociedad. Mi más sincera enhorabuena.
 

Rosa Regàs

miércoles, 22 de abril de 2015

Días y libros

El 23 de abril del año 2010 fue mi último Día del Libro como librero. Aquel día, como todos los años anteriores desde que comencé a trabajar en tan noble oficio, la jornada empezó muy temprano. Alrededor de las nueve de la mañana, ya estaba instalada la mesa con todo tipo de libros. La gente tiene derecho a escoger la lectura que mejor le convenga, la que más le interese. Allí había libros para todos los gustos: libros que yo jamás me compraría y libros que yo tenía en mi casa. Un compendio entre lo comercial (de lo que la pequeña librería no puede prescindir, económicamente hablando, por muy exquisitos que no queramos poner) y lo minoritario (vamos a decirlo así). Poesía, teatro, cuentos, novela, libros infantiles... En castellano y en asturiano. De todo había en aquellas mesas. Mi jornada de trabajo duró exactamente doce horas. Tengo que decir que nadie me obligaba a estar allí aquellas doce horas. Yo mismo decidí, como los años anteriores, aquel horario. Porque me gustaba mi trabajo, porque me gustaba recomendar libros y hablar de ellos, porque me gustaba venderlos (al fin y al cabo, los libreros también tenemos que comer y pagar nuestras facturas). Fue un buen día en lo referente a las ventas. Salí de allí, pasadas las nueve y media de la noche, con la satisfacción del trabajo bien hecho, sin rastro de cansancio. Cuando salí de allí, no sabía que iba a ser mi último Día del Libro al frente de una librería. La vida tiene estas cosas. Arriba y abajo, riendo y llorando, y así vamos haciendo el camino. Pese a mis esfuerzos (esfuerzos que, en algún caso muy concreto, acarrearon profundas y dolorosas decepciones), no he conseguido volver a trabajar como librero. Así son las cosas. Y la culpa, como siempre, será del chachachá.
Desde entonces, desde aquel lejano y luminoso día de abril de 2010, alrededor de la fecha en que se conmemora esta jornada, hay un día en que, como si de una extraña enfermedad se tratara, mi cuerpo no tiene ganas de hacer nada. Ni de leer, ni de escribir, ni de pasear, ni de cocinar, ni de hablar con nadie... Me dedicó a estar tumbado en la cama o en el sofá (en la cama y en el sofá), como si una poderosa melancolía se hubiese apoderado de mí. Sólo quiero silencio. Vienen, en esos momentos, unas palabras de Albert Cohen que leí hace mucho tiempo: "Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta". Terribles palabras que no consuelan: sólo acompañan. Como nos acompañan, silenciosas y cómplices, aquellas personas que nos aman de verdad en los tramos más difíciles del viaje. 
Ya ha pasado. Este año, ese día, ya ha pasado. Hizo su aparición y se largó. Por eso, mañana saldré a la calle (ojalá no llueva), pasearé entre los puestos, compraré algún libro (no tantos como quisiera, ay) y seguiré soñando con abrir algún día esa librería que llevará el mismo nombre que este blog y que mi libro.     

domingo, 19 de abril de 2015

El hombre que piensa en el suicidio

Son las once de la mañana. Luce el sol y hace calor. Estoy tomando un café con mi madre en una terraza cercana al Parque de Invierno. Un necesario descanso después de la larga caminata. Mi madre se levanta y entra en el local para pagar los cafés. Hay que seguir caminando. Hay que aprovechar las treguas que le da la enfermedad para que su cuerpo esté lo más ágil posible. Hay que caminar para mantener la cabeza en su sitio. Es entonces cuando el hombre se acerca al lugar donde me encuentro. Tendrá unos cincuenta y pico años. Un aire a Al Pacino. Sí, ese mismo estilo de hombre, de masculinidad. El pelo largo y cuidado, la voz ronca, ropa cara y desgastada ahora por el uso. Me dice que si le puedo dar algo de dinero. Le digo que no, que lo siento, que estoy al paro desde hace cuatro años y medio. Esto es espantoso, exclama. Lo sé, lo sé, le respondo. No hay malditas oportunidades para nada, dice. Asiento con la cabeza, como diciendo: si yo le contara... Pero no le cuento, claro, ¿para qué? A veces, susurra, a uno le entran ganas de quitarse de en medio, de acabar con todo esto. No diga eso, hombre, le replico. Sí, sí, lo he pensado muchas veces, dice. No tengo padres, no tengo familia, prosigue. No me diga que usted no lo ha pensado, concluye. No digo nada. Sólo pienso en todas esas noticias que vienen en los periódicos, en toda esa gente que llevó a cabo lo que este hombre que tengo enfrente de mí está planteando. El hombre se va separando poco a poco de la mesa donde me encuentro. Le digo: suerte. Lo digo porque en realidad no sé qué decir. Lo digo porque en realidad se la deseo. Pronuncio esa palabra, suerte, y nada más hacerlo me siento ridículo. La situación habla por sí misma. El hombre me mira con cara de incredulidad y esboza una media sonrisa burlona. Suerte, murmura. Y se aleja. "No tengo padres, no tengo familia". Aún no lo sé, pero esas palabras me perseguirán durante todo el día. No sólo cuando llega mi madre a la mesa y le cuento lo que me acaba de suceder, sino durante todo el día, durante varios días incluso. Pienso, en esos días siguientes, en escribir sobre el tema, pero me resulta imposible. "Quitarse de en medio". Todo eso son palabras mayores. Mucha gente lo lleva a cabo. Viene en  los periódicos, lo dicen en las radios. No es un invento, no es un titular llamativo. También leí que se están silenciando muchos de esos suicidios. Puede que sea cierto. Ese silencio, pienso, añade más horror al horror de tomar la decisión de acabar con tu propia vida por desesperación. Y lo más terrible es que a nadie le importe esa desesperación.
Sinceramente, creo que estamos llegando a un punto sin retorno posible. Un punto de desvergüenza y asco difícil de superar. Y donde -casi todos- tenemos las manos atadas y mordazas en las bocas.     

domingo, 12 de abril de 2015

Una mujer distinguida

Ayer me enteré de su muerte. Ocurrió poco antes de Navidad. Faltaban pocas semanas para que cumpliese noventa y seis años. Era clienta de la librería Aldebarán. A veces me encargaba algún libro (ensayos, normalmente; acaso, alguna novela de la que había oído o leído buenas referencias), hojeaba la mesa de novedades o entraba a charlar un rato. Era una mujer educada, exquisita, cercana, prudente. De izquierdas. Tenía ya entonces -hace unos diez años o así- cierto halo de cansancio. Se notaba en sus ojos. En algunas de las cosas que decía. Últimamente, según nos cuenta su hija, ya no tenía la cabeza en su sitio. Sin embargo, en los momentos de lucidez decía eso, precisamente: que estaba cansada ya de vivir, que el camino se le estaba haciendo demasiado largo. Y pensé en aquella mirada, mientras su hija nos decía eso. La mirada de esa mujer -bajita, elegante, discreta, distinguida- diez años atrás. El cansancio acumulado en los ojos, en su manera lenta de caminar. Pese a ello, al cansancio, no se había abandonado: siempre iba impecablemente vestida y peinada, con un pequeño bolso colgado de su brazo. Siempre con aquel tono de voz suave. Siempre mostrando una educación que para sí quisiera mucha gente.
De los muchos placeres que trae consigo el hecho de ser librero, quizá el de conocer a muchas personas sea el más destacado. Los buenos libreros lo sabéis. No todo el mundo merece la pena, claro. Ni te deja en la memoria un buen recuerdo. Pero hay mucha gente que sí lo hace, no importan los años que pasen.
Después de trabajar en Aldebarán, seguí viéndola. Siempre del brazo de su hija, Marga, pintora, de larga melena blanca, siempre cariñosa con nosotros. Paseaban por los alrededores de la librería, por la zona donde viven mis padres. La hija le recordaba a la madre quién era yo. El librero de Aldebarán, ¿no te acuerdas? Ella asentía con educación, pero todo parecía indicar que no se acordaba. La falta de memoria iba haciendo de las suyas. La hija insistía y me decía que había preguntado muchas veces por mí cuando me fui a trabajar a la otra librería. Me reconfortaba que me contase eso. Lógicamente, siempre nos agrada que nos recuerden con afecto. Luego, los años fueron borrando los recuerdos. Casi todos ellos.
Me gustaba verlas así, cogidas del brazo, caminando despacio por las mismas calles por las que paseábamos mi madre y yo. La recordaré así, en aquellos paseos, aunque ella ya no se acordase de mí. Y también en aquel tiempo en el que trabajé en la librería Aldebarán y ella entraba, sigilosa, para preguntarme por algún libro del que tenía buenas referencias, para hojear la mesa de novedades o para charlar un rato. Con aquellos ojos cansados ya. Que, aparte del cansancio, escondían también algunas penas a las que a veces hacía referencia. Con sus buenas maneras. Con su presencia distinguida. Con esa manera de estar en el mundo que diferencia y define a las personas.

jueves, 9 de abril de 2015

Escuchando a Billie

Escuchar a Billie Holiday a lo largo de los años, desde que la descubrimos en aquel tiempo ya tan lejano. Escucharla en muchos momentos, según el estado de ánimo. Bajo todos los estados de ánimo. Escucharla mientras cocinas, mientras abres una botella de vino, mientras escribes, mientras corriges lo que has escrito, mientras tomas una taza de té, mientras lees ese libro que deseas que no se acabe nunca, mientras compruebas que la vecina de enfrente (que otra vez se ha olvidado de teñirse el pelo)sigue cocinando con un cigarrillo entre los labios, mientras acaricias a la gata y piensas en tus cosas o no piensas en nada, que a veces es lo mejor que uno puede hacer, no pensar en nada. Escuchar esa voz que es como un lamento glorioso, como alguien que goza y que sufre por amor, que tiene un nudo en la garganta y un trago de whisky justo al lado de ese nudo. Escucharla ahora, mientras él, concentrado y silencioso, trabaja en su ordenador. "Te estaré viendo en los hermosos días de cada verano,/ en toda la luz del día,/ yo siempre pienso en ti de esa manera". Recordar cómo la aguja del tocadiscos rasgaba suavemente esas palabras de Billie, en aquel tiempo. Escucharla entonces, con apenas diecisiete años, mientras pensabas en aquel chico (también de ojos azules) que tanto te gustaba y al que tú también le gustabas (estoy convencido), aunque ninguno de los dos os atrevieseis a decir nada. Escuchar a Billie -como a Piaf, a Faithfull, a Fitzgerald, a Chavela...- y sentir el mismo torrente de emociones que sentiste cuando la escuchaste por primera vez junto a aquella amiga que muchas veces recuerdas y que te preguntas por dónde andará. Sobre todo, ahora. Sí, ahora. Cuando llega la primavera y lo único que apetece es sentarse en una terraza y leer y ver a la gente que pasa. Imaginarte sus vidas. Lo que no se ve. Lo que se intuye. Sentir el sol en la piel, y ya está.
Muchas cosas cambian. Otras, seamos o no conscientes de ello, permanecen intactas. La voz de Billie es una de esas cosas. Billie: en esta casa y en la casa de mis padres, en aquel hotel, en aquel avión, en aquel tren, en aquellas vacaciones. En cualquier estación del año, añorando (o viviendo) la noche, las noches. Billie, en cada recuerdo. En muchos recuerdos. Lo bueno de ir cumpliendo años es que te permite hacer eso: almacenar buenos recuerdos, aligerar el peso de los otros, que ya no está uno para demasiadas tonterías. Billie, gloriosa y desgraciada, oscura y luminosa al mismo tiempo, capaz con su voz de remover heridas y de arrastrar melancolías, seguirá cantando cuando de nosotros ya no quede más que un leve recuerdo en quienes nos conocieron. Como canta ahora mismo, Billie. Con ese nudo en la garganta y ese trago de whisky al lado que todo lo araña, que todo lo remueve.