viernes, 6 de marzo de 2015

¿Habrá algún libro para mí?

Tenía el pelo rubio, los ojos grandes y el cuerpo delgado y fibroso. Una mujer profesional y agradable. De esas personas que prefieren ofrecerte antes una sonrisa que un mal gesto. No pasaría de los cincuenta. La cartera de la casa de mis padres. Cuando yo aún vivía allí, ella ya trabajaba por aquella zona. Entraba y salía del portal, dejaba las cartas en los buzones, llevaba los paquetes a los pisos correspondientes, trabajaba con rapidez y eficacia. La saludaba casi todas las mañanas, muy temprano. Y casi todas las mañanas le preguntaba lo mismo: ¿Habrá algún libro para mí? Uno se pasa la vida esperando libros. No, decía. O sí, depende. Cuando la respuesta era afirmativa, sonreía -cómplice- ante mi poco disimulada emoción. Siempre tenía la delicadeza de llevarme a casa el sobre que contenía la revista Clarín para que los bordes del buzón no machacaran la portada, aunque yo nunca se lo hubiese pedido. Una profesional. Y una mujer agradable, ya digo. Que, como bien sabemos, hay días en los que una sonrisa amable puede cambiarte el pie torcido con el que te hayas podido levantar. Que para eso, para levantarse con el pie torcido, nunca faltan los motivos. Eso también lo sabemos. Más aún en estos tiempos.
Ha muerto, la cartera de la casa de mis padres. Hace unas semanas. Alguien se lo dijo a mi madre y mi madre me lo dijo a mí. No me encuentro bien, decía. Y a las pocas semanas murió. Así de simple y jodido es el asunto. La muerte no se anda con pamplinas. La muerte nunca tiene demasiado sentido cuando las personas aún no han cumplido sus ciclos vitales. No creo que pasara de los cincuenta. Pienso también en Rosa Novell, esa actriz que se murió el otro día con sesenta y un años después de tanto sufrimiento y tanta lucha. Las fotografías de la última etapa de su vida, ciega sobre un escenario, estremecen. Por la serenidad, por la valentía. Por la extrema belleza que ni la muerte más sucia y rastrera puede arrebatar de algunos rostros. Por la dignidad de quien muere encarándose con su destino. Por el desafío.
La vida, más que de grandes gestos o acontecimientos, se compone de pequeños detalles. La sonrisa de una persona a la que ves a menudo, con la que no tienes más que un trato correcto. La cartera de la casa de mis padres. Esa sonrisa que, como señalaba antes, puede cambiarte el día. Esa sonrisa ha desaparecido. Vendrán otras, supongo. Pero ahora ha desaparecido. Así, injustamente. La vida se compone de pequeños detalles, sí. De gente corriente que, casi sin ella saberlo, se convierte de pronto en gente extraordinaria. Cada vez que esté esperando por un libro -uno siempre está esperando por ellos-, la recordaré. Será inevitable.
 

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