domingo, 25 de enero de 2015

Charo López

De cerca, Charo López es una de esas mujeres que no puedes dejar de mirar ni un solo momento. No se trata únicamente por su abrumadora belleza (quizá sea la mujer más guapa que he conocido: la mujer más guapa de España, la definió Umbral en uno de sus escritos), hay algo más. Sabes que, en el transcurso de la conversación, no dejará de sorprenderte. Una risa, una carcajada o una mirada irónica -la mirada que precede a la carcajada- ante un comentario o al escuchar algún nombre determinado, sorprenderán de inmediato a su interlocutor. Charo, en contra de lo que inicialmente pueda pensarse dado el gran número de personajes intensos y desgarrados que ha interpretado a lo largo de su extensa carrera, es una mujer cercana y muy simpática. Acaba de decirlo en una entrevista: "El mal rollo me pone muy mal, necesito alegría en mi vida". Sabias palabras que demuestran una manera de vivir. La alegría frente a los malos rollos. La alegría frente a los problemas. La alegría como síntoma de inteligencia. La alegría, por elección. La alegría. Sin más.
Alegría es lo que nos produce a los que la admiramos ese Premio Fotogramas a toda su trayectoria que recibirá el próximo dos de marzo. Toda esa galería de dramáticas, de risueñas, de soñadoras, se verán recompensadas esa noche. De la Nati de `La Colmena´ a esa Celestina que anda representando por todo el país estos días (`Ojos de agua´ es el título de la obra, a ver si tenemos la suerte de verla por aquí). De la célebre Clara Aldán de `Los gozos y las sombras´ a aquella mujer sin nombre que reía y reía en `Carcajada salvaje´, la última obra que interpretó antes de marcharse de nuevo a Argentina para dar vida a la protagonista de `En el estanque dorado´, junto a Pepe Soriano. De Elena, la protagonista de `La soledad era esto´ (basada en la obra por la que Juan José Millás ganó el Premio Nadal), a la Carmen de `El rey del mambo´, una de las pocas comedias que figuran en su filmografía, con guión de Maruja Torres y del propio director de la cinta, Carles Mira.  
Lo dije hace dos años, cuando la presenté en aquellos exitosos encuentros literarios que tuvieron lugar en este ciudad (fue invitada a leer textos de Rosa Regás y Maruja Torres: ¡esa voz!): si Charo hubiese sido una actriz americana por aquel papel, el de la Nati de `La Colmena´ hubiese recibido el Oscar a la mejor actriz de reparto. Le bastan los cinco minutos que aparece en la película para que todos conozcamos la vida de esa mujer. Su pasado, su presente, sus sueños, sus frustraciones. Cinco minutos, unas pocas palabras y varias miradas para definir a esa mujer que perdura en tu memoria mucho tiempo después de ver la película de Mario Camus (ese director al que el cine español le debe tanto). Sólo las actrices verdaderamente importantes pueden alcanzar esa cima. (Vuelvo a pensar en aquellos otros cinco minutos en ´El mar y el tiempo´ que llevaron a la gran María Asquerino a hacerse con el Goya). Se llevó, junto al resto de sus compañeros de la película (todos espléndidos, las cosas como son) el Oso de Plata en el Festival de Berlín, que tampoco está nada mal. Pocas palabras necesitó también para dar vida a aquella mujer atormentada que se paseaba, silenciosa y elegante, por `Plenilunio´, la adaptación de la obra de Antonio Muñoz Molina, con guión de Elvira Lindo y dirección de Imanol Uribe.
Pero Charo no es una actriz americana, ni falta que le hace. Es una grandísima actriz que no ha parado de trabajar, forjando una carrera plagada de aciertos y, ay, ese error imperdonable: rechazar `Matador´, aquella película de Almodóvar donde el sexo y la muerte se aliaban sin remedio. Siempre nos quedará esa duda.  
Pero eso tampoco importa. La vida es demasiado corta para arrepentimientos y demás zarandajas. Ahí está, a sus setenta y un años, espléndida, dando vida a la Celestina, realizando uno -otro- de sus memorables trabajos, a decir de los críticos de las ciudades donde ya la ha representado.  
Ahí está, señoras y señores, Charo López. Uno de esos lujos que tenemos por estas tierras.
 

martes, 20 de enero de 2015

La nieve, un instante

Me quedo quieto ahí, frente a la ventana. Aún es de noche. Sólo una pequeña luz que procede del edificio de enfrente ilumina esa oscuridad. Débilmente. Una figura se mueve en el interior de esa vivienda con pasos lentos, como si caminase con dificultad. Es una mujer mayor, muy mayor. Puedo verla cuando se acerca a la lamparilla que ilumina trémulamente la habitación en la que se encuentra, el papel estampado de las paredes, los barrotes de una cama antigua. Va vestida de negro. Lleva algo en el pelo, pero no consigo distinguir bien de qué se trata. Tal vez se trate de una redecilla o de un diminuto gorro de lana, también negro. De pronto, con esa misma dificultad con la que se mueve por la habitación, se acerca a su ventana y nuestras miradas se cruzan. O parece que lo hacen, que se cruzan. Aunque creo que las dos miradas, la suya y la mía, observan lo mismo: la nieve, un instante. La nieve que revolotea, que duda entre quedarse o transformarse en agua. La nieve, en este enero, que es la misma de siempre y que no lo es. Como no lo somos ninguno de los dos, esa mujer que viste de oscuro ni yo mismo. Es probable que la mujer ya viviese ahí cuando nosotros empezamos a ocupar este apartamento. Nunca, hasta esta madrugada, había reparado en ella. Quizá tengamos horarios diferentes. Quizá esta madrugada, al hilo de la fugacidad o la ensoñación de la nieve, hayamos descubierto uno la existencia del otro. Quizá sólo la esté imaginando, como -quizá- imagino la nieve ahí, al otro lado de la ventana, un instante. Antes de que se vuelva agua. Lluvia furiosa que golpea el suelo del patio, los cristales, los tejados, las aceras. Las piernas de los transeúntes. Sus ridículos gorros de plástico. Los paraguas -negros o de colores- de toda esa gente que, en apenas una hora, comenzará a caminar por las calles, aún a oscuras, en dirección a un trabajo, a un hospital, a una iglesia, a una entrevista de trabajo, a una cita clandestina, a una caminata sin rumbo. Un nuevo día, aún sin nieve, contradiciendo los partes meteorológicos. La nieve, como la propia vida, va a su aire. Ya deberíamos saberlo. Aunque nuestros ojos, los de esa mujer y los míos, consigan atraparla por un instante que se desvanece con la misma facilidad que si la hubiesen rozado nuestras manos. La nieve, un instante, en nuestras manos y luego nada, copos que se deshacen velozmente, rastros de agua helada. Acaso otra ensoñación, preámbulo de no se sabe muy bien qué. Acaso, esta vez, sólo cansancio.

lunes, 19 de enero de 2015

El sexo contra la muerte

La muerte de la madre, Esther Tusquets, lleva a la hija, Milena Busquets, a escribir sobre ella, sobre el tiempo que vino después de su desaparición. Y lo hace -novelando la historia, cambiando los nombres- arañando el dolor, buscando lo que sea -el sexo, los hijos, los afectos, la escritura, las amigas, el alcohol, los viajes...- para ahuyentarlo, para difuminarlo, en la medida de lo posible. Milena le cuenta con palabras certeras, desnudas, despojadas de todo aderezo y retórica, al lector y a su propia madre, la Tusquets, escritora y editora, personaje imprescindible de la cultura de este país y autora de unos cuantos textos fundamentales (desde `El mismo mar de todos los veranos´ hasta `Correspondencia privada´ o `Con la miel en los labios´). Nos cuenta ese dolor y la manera en que intenta huir de él y se lo cuenta a ella, a Esther, donde quiera que se encuentre. Recuerda. Repasa. Revive. Respira. Busca el equilibrio. Sale adelante. No queda otra opción. Y ella, Milena, a sus cuarenta años, lo sabe. Como sabe que esa huella, la de su madre, cuando desaparezca el dolor más violento, la acompañará hasta el final.
Volvamos al sexo. Mientras escribo estas palabras, y también mientras leía parte de la conmovedora novela (`También esto pasará´. Editorial Anagrama) de Milena, los vecinos de al lado, de un modo bastante exagerado y escandaloso, practican sexo. Son dos jóvenes -chico y chica-, y sus gemidos de placer se oyen por toda la casa, incluso desde el otro extremo. Supongo que los demás vecinos los escucharán igual que yo. Me sorprende esa falta absoluta de pudor. Como si el mundo, más allá de ese momento de placer, no existiese. En realidad, en sus cabezas, no creo que exista. Como si estuviesen solos en el planeta. Lo cual -siendo sinceros- no deja de tener su lado tierno y conmovedor. La gata, adormilada, me mira y vuelve a enroscarse en el cojín, resignada, como si ya estuviese acostumbrada a ese jaleo que proviene del otro lado de la pared. Vuelvo a leer las palabras que Milena escribe sobre el sexo en su novela: "Que yo sepa, lo único que no da resaca y que disipa momentáneamente la muerte -también la vida- es el sexo. Pero sólo durante unos instantes, o como mucho, si te duermes después, durante un rato". Estoy de acuerdo con sus palabras. Los vecinos de al lado han terminado. Ahora ríen. Volverán en breve a "disipar momentáneamente la muerte". Siempre es igual. Se conceden pocas treguas, sobre todo durante el fin de semana. No me parece mal, quede claro, aunque a veces agradecería un poco más de discreción. Quizá me estoy haciendo mayor. Quién sabe.
Ahora que la casa ha recuperado su silencio, releo algunas frases de la novela de Milena que he señalado durante su lectura. La novela está llena de hallazgos, de esas frases que permanecen en la memoria. "Cuando el mundo empieza a despoblarse de la gente que nos quiere, nos convertimos, poco a poco, al ritmo de las muertes, en desconocidos". Y pienso, como siempre he hecho, que la vida es tan frágil que, aún más según se van cumpliendo años, hay que aprovecharla en todo momento. Disfrutarla. Creo que, pese al dolor que Milena nos narra, ese dolor que el tiempo irá difuminando, es la filosofía que se desprende de esta magnífica novela. Y no es mala filosofía, desde luego.  

lunes, 12 de enero de 2015

La voz del pajarraco

Las tablas del teatro: allí donde al intérprete no se le permiten filtros ni máscaras, donde la verdadera dimensión de su talento aflora. Ahí es donde coloca Alejandro González Iñárritu a su protagonista en "Birdman", un Michael Keaton, que gravita sobre sí mismo y su pasado en el cine comercial, y que, desnudo y con múltiples arrugas, sin complejos, cirugías ni cortapisas, realiza el mejor trabajo de su carrera hasta el momento. Le lloverán (merecidamente) los premios. No hay filtros. No hay medias tintas (como en el resto de la filmografía de Iñárritu). Hay miedos, inseguridades, temblores. Hay pánico, incluso. El actor ante un público exigente, en los míticos teatros de Broadway, a punto de estrenar la adaptación de un cuento de Raymond Carver, uno de aquellos textos donde el escritor se dejaba el talento y el hígado. Como allí, sobre las tablas, estaba el personaje de Gena Rowlands en "Opening night", la gran película de John Cassavetes. También había miedos, inseguridades, temblores. Y pánico, desde luego. El paso del tiempo, el miedo a envejecer, a observar el rostro en el espejo. Ése era el drama. Uno de ellos. Como también lo era en "All about Eve" (Bette Davis arriesgando todo lo que tenía, su inmenso talento, al servicio de un personaje no demasiado alejado de ella, cuando la carrera emprendía su inevitable declive), y, en cierta medida, lo es aquí. El miedo a no estar a la altura. Y la voz del pajarraco que este actor interpretó en el pasado (como el propio Keaton interpretó a "Batman", no lo olvidemos) graznando las verdades que, a punto de estrenarse la obra de teatro, el actor no desea escuchar. Las verdades van aflorando, una detrás de otra, y no sólo las que suelta el pajarraco al que dio vida en el pasado, según se acerca el estreno. Las verdades que salen de la boca de la que fue su mujer, de la boca de su hija (maravillosa Emma Stone), incluso las que suelta la despiadada crítica, una Lindsay Duncan a la que le bastan siete minutos para componer un personaje que no se olvida fácilmente (la sombra de George Sanders, también desde "All about Eve", es alargada).  
A decir verdad, todos los actores están espléndidos en sus respectivos papeles. Pero cuando aparece Edward Norton (sobre el escenario o fuera de él) saltan todas las chispas, ya esté acompañado por el propio Keaton (la cámara nunca deja de seguirle) o por la Stone (¡esas memorables escenas en la azotea del teatro!). No es nuevo el talento de Norton, pero aquí demuestra que los años le están sentando estupendamente.
Intensa, cómica, dramática, vibrante, trepidante, incluso a ratos frenética, "Birdman" supone un paso adelante en la carrera de su director. Y es una de esas películas que hacen que amemos aún más el teatro. A pesar de las crisis, de las ansiedades, de los temblores, de las voces de los múltiples pajarracos, de lo que se esconde entre bastidores. O precisamente por todo ello.

lunes, 5 de enero de 2015

Lentas tardes de verano

Eran tardes lentas de verano. Lentas y calurosas. El calor enredado con la humedad del norte. El ventanal del salón estaba abierto de par en par. La puerta de la terraza, también. La luz entraba a raudales, posándose en cada rincón. Mi hermana tendría unos quince años, cinco menos que yo. Estábamos en aquel salón, en la casa de nuestros padres, viendo películas. Una detrás de otra. Películas clásicas o películas más o menos recientes que alquilábamos en el video-club de la esquina (aún sigue abierto, afortunadamente). Las veíamos todas seguidas -podíamos ver hasta cinco en una de aquellas jornadas-, hasta que la luz desaparecía y una brisa fresca movía ligeramente los visillos. Sólo parábamos para merendar. Bocadillos y helado. Cuando mis padres se acostaban, nosotros continuábamos allí, viendo películas. Y fumando. Las ventanas seguían abiertas para que mis padres no percibiesen el humo. Los primeros cigarrillos. A mí me gustaba deleitarme con su sabor. El contraste del helado (teníamos helado para toda la jornada, de vainilla y de chocolate) con el del cigarrillo. Mi hermana, por el contrario, los devoraba. Dejábamos las películas clásicas para la madrugada, y en casi todas ellas todo el mundo fumaba con estilo y elegancia. De Bette Davis a Bogart. De Lauren Bacall a Richard Burton. De Barbara Stanwyck a Anne Bancroft. Las mujeres de aquel cine, sobre todo ellas. El humo de los cigarrillos, la noche al otro lado del ventanal, aquellas historias geniales. Las horas detenidas en aquel tiempo, el del verano. Nada malo podía pasar. Ni siquiera nos los planteábamos. Nadie sabía lo que vendría después. "Nadie sabe toda la verdad", dice Chéjov en alguna parte. Los vaivenes de la vida, cada cual tiene los suyos. Los veranos eran largos y lentos, propicios para las confidencias entre película y película, también al finalizar aquellas sesiones de cine. Ninguno queríamos irnos para la cama. La noche era nuestro momento. Las noches de verano. Lentas y calurosas. Las charlas no se detenían. A mi hermana le enseñaba aquellos cuentos que ya escribía. Ella los leía con atención y señalaba lo que más le gustaba de ellos. Siempre me animaba a seguir escribiendo historias. Quería leer más y más. Y yo la complacía.
Mi hermana ya no es la misma de entonces. Aquellos quince años. Todos hemos cambiado. Ah, la vida... Sin embargo, hay días que sus ojos (los de la abuela María, la madre de nuestro padre) siguen siendo los de entonces. El tiempo, aunque sólo sea por unos instantes, vuelve a detenerse. Y la inocencia de aquel tiempo regresa. Las tardes se vuelven lentas y calurosas. El futuro vuelve a estar por delante, a nuestros pies. Son destellos que se abren paso a través de las dificultades y los sinsabores que la vida nos va mostrando. Y es entonces cuando recuerdo, como ahora mismo, todas aquellas tardes (y madrugadas), las de los veranos de nuestra juventud, ansiosos por los descubrimientos y la cultura. Aquellas tardes (y madrugadas) que parece que fueron las del último verano y sin embargo... En realidad, ¡qué importan los años transcurridos! Todos ellos conforman nuestro rostro y nuestro presente. Este día de hoy, recién empezado el nuevo año, que marca, como siempre, el final del periplo navideño. El día en que mi hermana cumple treinta y ocho años. Y en el que, a pesar de todo lo que ha cambiado (las arrugas, los vaivenes), pienso que, en el fondo, continuamos siendo los mismos de aquellas tardes (y madrugadas) lentas y calurosas de verano. Hay algo que, pese a todo, aún no se ha perdido. Y a ello, con firmeza, nos agarramos.       

domingo, 4 de enero de 2015

El viaje de Fulgencia

Las novelas románticas han sido en numerosas ocasiones una vía de escape para muchas mujeres. Como librero, bien lo sé. Lectoras de novelas románticas ñoñas o de novelas románticas con alto contenido erótico: de todo hay. Mala literatura, básicamente. Aunque cada cual es muy libre de escoger sus lecturas, ¡faltaría más! Corín Tellado -reivindicada en su momento, no hay que olvidarlo, por el mismísimo Mario Vargas Llosa: reivindicación un tanto absurda, a mi modo de ver-  llenó de pájaros muchas cabezas y, de paso, sus bolsillos con mucho dinero. Lo mismo le ocurrió a la autora de ese engendro cuya adaptación cinematográfica verá la luz en unas semanas y cuyo título me niego a reproducir aquí. Menciono todo esto porque Cristina Monteoliva, que tanto ha escrito sobre libros, acaba de publicar su primera novela, "Corazones en Barbecho", y su protagonista, Fulgencia, es una lectora voraz de novelas románticas. Lo es hasta el punto de que, en cada situación que vive, siempre piensa en alguna escena de las muchas novelas que ha leído (más de trescientas). Una mujer con una vida complicada detrás que emprende un viaje en autobús en busca del amor. A su paso, muy centrada en su propósito, se irá encontrando a una serie de personajes (estupendas las dos chicas policías, con los pies en la tierra, que remiten al Almodóvar más divertido), reflejo de la situación actual de crisis que estamos viviendo, que me parece uno de los aciertos de este texto de Monteoliva. El otro gran acierto es el personaje principal, la inefable Fulgencia, que está más cerca de aquella Shirley Valentine de la obra teatral (Esperanza Roy y Verónica Forqué  dieron vida al personaje sobre las tablas) que luego también fue película (protagonizada por Pauline Collins, con nominación al Oscar incluida) que de cualquier novela romántica (ya sea del tipo ñoño o del erótico-festivo). Algo torpe y alocada, perdida en sus ensoñaciones y sus ramalazos de inocencia, en su rutinaria y dura vida, Fulgencia tiene muy claras sus ideas. Y a por ellas va con todas sus consecuencias, en ese viaje que durará una jornada y que terminará, de regreso en el mismo autobús de que partió, con una entrañable y conmovedora escena.
Cristina Monteoliva ha escrito una novela divertida, casi trepidante, donde las sombras de su personaje (la soledad, la vida familiar a la que se ha visto abocada, los chismes del lugar donde vive, las pocas luces) se difuminan enseguida con las peripecias, la ilusión y el sentido del humor de su personaje, tierno y algo alocado, como he dicho antes. También, añado ahora, demasiado obsesionado por conseguir sus propósitos. Aunque ahí, precisamente, radica la gracia de su viaje y de esta novela corta. Novela que bordea la parodia de esas novelas a las que su protagonista es adicta, y que, en esa parodia, precisamente, encontramos otro de los aciertos. Quizá, junto a  la creación de la protagonista, el más revelador. Las historias (y los viajes) de Fulgencia no han hecho más que comenzar.    

viernes, 2 de enero de 2015

El primer día del año

La primera tarde del año recorremos buena parte de la ciudad. Nos detenemos un rato en el Parque de Invierno; contemplamos el cielo despejado, la luz idónea para las fotografías. Luce el sol y no hace nada de frío. Parece una de esas tardes de comienzos de primavera, donde ya se aventura todo lo que vendrá después. Lo que nos lleva a pensar, una vez más, en la velocidad con la que transcurren los meses. Todo esto del tiempo es una rueda que gira y gira, incansable. Pese a esa velocidad, sabemos que aún quedan muchos días de frío. El invierno es largo por aquí. Todos sabemos que el nuevo curso comienza en septiembre. Sin embargo, este primer día del año tiene algo especial. Ese cúmulo de expectativas con el que despedimos el año anterior sigue presente. Sabemos que se irá diluyendo con el paso de los días, pero, en ese preciso instante, bajo esa luz que parece el complemento perfecto para todas esas expectativas y alguna que otra emoción, aún conservamos las ilusiones. La última noche del año estuvo bien. Hubo risas, copas que se rozaban y deseos compartidos. Todas esas cosas que nos unen a los amigos de verdad. Allí, en la casa de nuestros amigos, recibí varios mensajes. Me hizo especial ilusión el que recibí de Sergi Bellver, desde la otra punta del mundo. Conocerle fue una de esas cosas bonitas que ocurrieron el año pasado. Creo que, aparte de su indiscutible talento literario, posee el talento de disfrutar de las cosas pequeñas de esta vida. Las que cuentan, finalmente. A veces, cuando conocemos personalmente a algunos de los escritores que admiramos, terminan por defraudarnos. No es el caso de Sergi, desde luego, entregado siempre al afecto sincero y los buenos deseos. Como tampoco lo fue en el caso de Lindo y Freixas, cuando compartimos charla y mantel. (Ya se va acercando el 28 de enero, cuando presentaré `La mujer de al lado´ en Madrid, de la mano, precisamente, de Laura Freixas). Ganas tengo de leer su nuevo ensayo, `El silencio de las madres´, que publicará en febrero. Así como los nuevos relatos del propio Sergi, que espero presentar en esta ciudad a lo largo de los próximos meses.
Sigue nuestro paseo. Y, pese a que ya va atardeciendo, no aparece el frío y la luz se resiste a desaparecer. Le cuento a Íñigo el entusiasmo que me produce el libro que estoy leyendo estos días, `La carta cerrada´, de Gustavo Martín Garzo. Pese a que he leído casi todas sus novelas, ésa se me había escapado. Es imposible, por cuestión de tiempo y de dinero, leer todo lo que aparece. Me tiene fascinado la historia de ese hijo que rememora la vida de su madre, con sus luces y sus terribles y alargadas sombras. Voy leyendo poco a poco porque, como me ocurre tantas otras veces, no quiero que la novela se termine. Martín Garzo publicará en unos días su nueva novela, `Donde no estás´. Como ya he dicho más veces, ¡esto de no trabajar en una librería va a terminar volviéndome loco! Tendría que aprender a calmar mi vehemencia, pero creo que soy ya demasiado mayor para ello.
Íñigo me escucha en silencio. Creo que con ese silencio y esa manera de observarme, podría definir todo lo que nos une. Un hombre sabe cuando es afortunado con la que persona que tiene al lado. Y yo lo sé. Por eso, entre otras cosas, me gustaría que el tiempo no corriese de esta manera. Resulta inevitable. Pero yo sigo deseándolo.
Llegamos a casa y sobre la mesa, al lado del libro de Martín Garzo que he sacado de la biblioteca, hay un regalo. No hay nada que me guste más que los regalos inesperados, esos que llegan sin motivo alguno. Un libro, sí, envuelto en papel de colores. ¿Y esto?, pregunto. No sé, dice Íñigo. Se habrán adelantado los Reyes, añade. Lo abro. Se trata de un libro -¡otro!- que tenía muchas ganas de leer: `El jardín´, los nuevos cuentos de Ismael Grasa. Lo cojo, lo huelo, lo hojeo. Doy las gracias. Doy besos. Pocas cosas me siguen emocionando tanto como abrir las páginas de un libro que deseo tener.
Creo que no he empezado nada mal el año. La cosa promete. Habrá que mantenerse alerta.