lunes, 10 de noviembre de 2014

Mujeres inteligentes

Me gustan las mujeres inteligentes. Me gusta observar sus movimientos, hablar con ellas, leer lo que escriben (si son escritoras), escucharlas (si son cantantes, actrices o periodistas, o buenas conversadoras, independientemente de su profesión). Hay muchas mujeres que me gustan. El mundo está lleno de mujeres inteligentes. Muchas están entre las líneas de este blog (cinco años ya escribiendo en él). Podría hablar de muchas de ellas, numerosas veces. Por fortuna, conozco a bastantes. Mi biblioteca está llena de libros de mujeres inteligentes. Y mi agenda de teléfonos, también. Soy un hombre afortunado en ese aspecto. Me gustan las mujeres inteligentes porque no dan rodeos, no marean la perdiz, saben que el tiempo es oro y que las pamplinas, a estas alturas, no tienen demasiado sentido. Me gustan esas mujeres que, si hay un problema (siempre hay problemas, qué le vamos a hacer), intentan solucionarlo. Me gustan las mujeres que no crean problemas porque eso, a estas alturas, es un signo de inteligencia. Me gustan las mujeres que dicen lo que piensan y que lo dicen de un modo educado, con elegancia y respeto. Que, de ese mismo modo, con educación, elegancia y respeto, defienden aquello en lo que piensan, en lo que creen. Con contundencia. Me gustan esas mujeres. Me gusta María Luengo. Hace unos días, en la presentación de mi nueva novela, se lo dije públicamente. María es una mujer muy bella físicamente, pero lo que más destaca de ella, pese a ser lo primero que salta a la vista, no es eso: es su inteligencia. La manera que tiene de observar y luego de hablar sobre lo que piensa. Eso es lo que realmente la hace bella. La manera de mirar, de reflexionar, de expresar sosegadamente y con firmeza esas reflexiones con palabras. La manera de callar (¡qué importantes los silencios!), cuando corresponde. De batallar por las luchas en las que cree. Porque ella cree que no todo está perdido. Y, de hecho, aunque a veces nos lo parezca dada la situación que atravesamos (los dos estamos sin trabajo), no lo está. No todo está perdido. Vamos a repetirlo varias veces por si alguna vez se nos olvida o las circunstancias hacen que perdamos pie, que a ratos uno está a punto de perderlo.
La otra tarde nos encontramos por la calle. Era viernes y hacía frío. El frío se ha instalado definitivamente, casi de un día para otro, ya iba siendo hora. El viento revolvía sus cabellos. María estaba guapa, pero no me refiero a esa belleza evidente que te asalta nada más verla. Era otra clase de belleza. La interior: ya lo he dicho. Lo repito. No es un tópico, aunque lo parezca. Es un hecho. Esa belleza que dice mucho más que la otra. A mí, al menos, así me ocurre. Ella hablaba y yo la escuchaba. Ella callaba y yo captaba su silencio. Y el viento, erre que erre, seguía revolviendo sus cabellos. El viento, ya lo sabemos, siempre hace lo que le da la gana.    

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