martes, 11 de noviembre de 2014

La Santa, en mi memoria

Entrábamos en La Santa, cada viernes, como si entrásemos en un lugar que sabíamos que iba a hacer historia. Entrábamos en La Santa sabiendo que allí nadie nos iba a juzgar, aunque llevásemos el pelo largo, los ojos pintados, pañuelos de colores o nos besáramos con el hombre del fondo de la barra. Bailábamos como si no hubiera un mañana, pero éramos jóvenes, muy jóvenes, y había un mañana, el sábado, naturalmente, donde volvíamos a entrar como yo supongo que entraba Liza Minnelli en Studio 54: buscando complicidades y diversión, esperando que la noche no tuviese fin. Ah, y el beso del hombre del fondo de la barra, que, aunque no siempre era el mismo, nunca dejaba de mirar. La Santa era eso: Studio 54, el punk, Nueva York (que aún no conocíamos), eran las rancheras de la Dúrcal, los himnos de Alaska, las canciones de los 70, el espectro de Divine, Andy Warhol, Elizabeth Taylor pidiendo a gritos otra ginebra cuando ya estaba a punto de derrumbarse o Sammy Davis Jr. incitándonos a bailar como malditos. Dance, dance, dance... Allí nos empezamos a enterar de que algunos de aquellos conocidos con los que habíamos compartido pista de baile estaban cayendo por aquella maldita enfermedad que no voy a nombrar o que Marianne Faithfull, a quien escuchábamos sin cesar, deambulada por las calles de Londres borracha y sin casa de discos. Pero no importaba: siempre había una poesía que nos salvaba de aquellas noticias. La que alguien escribía en una servilleta de papel o la que alguien recitaba cuando el whisky había vencido su timidez, que ya sabemos que (algunos) poetas son muy tímidos. Yolanda, desde su taburete, lo observaba todo, como la perfecta anfitriona de ese lugar donde la fiesta se impone sobre todo lo demás. Cada uno teníamos nuestras penas o nuestros problemas, pero todos quedaban a la puerta. Ella, Yolanda, no dejaba que entrases con ellos. Así son las mujeres inteligentes con bufandas moradas alrededor de sus cuellos. Pon ahí un chupito de whisky, decía, encendiendo un cigarrillo (siempre tenía uno entre los dedos), que es mi cumpleaños, aunque no lo fuera. A veces, para ocultar aquella pena que arrastrabas y que se había colado por la puerta, le decía al camarero que sirviese otro chupito de whisky, que pagaba la casa. Y la vida, por perra que fuese, volvía a brillar como aquella bola plateada que daba vueltas y vueltas en el techo, Donna Summer que estás en los cielos (que entonces aún no estabas), last dance, y todo lo demás... Allen Ginsberg hubiese aullado desde cualquier rincón del local. La verdadera libertad siempre te provoca hacerlo.
El amor estaba en la pista de baile, y la risa, y las copas, y el temblor de las pieles al rozarse. Allá cada cual con sus gustos. Nadie se iba hasta que se encendieran las luces y en el exterior las otras luces, las de la mañana, mostraban todo su fulgor. Encendías un cigarrillo, evitabas los espejos y mañana sería otro día. Y allí, en aquella pista de baile, volverías a encontrarte con aquella tribu que sabías que era la tuya, aunque fueran apareciendo las primeras bajas y los poetas ya no escribiesen largos poemas. Como uno sabe quién es el amor de su vida cuando te dice las primeras frases, te da el primer beso, y el chico del fondo de la barra deja de interesarte lo más mínimo.
Dice Yolanda que se va, que con treinta años ya es suficiente. Se irá, no lo dudo. El merecido descanso siempre es necesario para todos. Se irá, pero su nombre siempre estará asociado al de alguien que hizo mucho por esta ciudad. Algún día se lo agradecerán como se merece. Yo lo hago desde entonces, desde la primera vez que entré en aquel local y supe que otros mundos también podían existir en esta ciudad. Y, de hecho, existieron. Los que estuvimos allí lo sabemos. Vaya si lo sabemos. A tu salud, amiga. Brindo por ella, brindo por ti. Como lo hacen todas esas borrachas gloriosas a las que adoramos. Hemos vivido y sobrevivido. No es poca cosa, querida.

1 comentario:

  1. Que tiempos tan lejanos y sin embargo tan cercanos. Yo tambien brindo, desde los muchos km que he recorrido desde entonces, y me separan de mi Oviedo querido. Brindo por Yolanda y por Carmen, alla donde quiera que este. Gracias Ovidio por tu legado escrito.

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