miércoles, 13 de agosto de 2014

Lauren Bacall

Con decir su nombre sería más que suficiente. No habría nada más que añadir. Sin embargo, es imposible no escribir algo sobre la emoción que su presencia en tantas películas inolvidables provocó en nosotros, aquellos adolescentes que amamos el cine sobre casi todas las demás cosas. Aquella presencia poderosa, ya desde muy jovencita, que contrastaba con lo que luego supimos de ella a través de sus memorias: la necesidad de ser amada y protegida constantemente. Para eso estuvo Bogart ahí. Las estrellas de cine, por grandes que fueran, también sentían miedos, carencias, vacíos, ausencias, frustraciones. Pero eso, aquellos adolescentes inquietos y solitarios que devorábamos una película tras otra (¡benditos vídeos VHS y ciclos de la 2!) desde el principio de la noche hasta que el día se abría paso al otro lado de los visillos, aún no lo sabíamos. Lauren Bacall, en aquellas lejanas noches, era una mujer fuerte, que fumaba con estilo, que miraba a los demás con cierto desprecio y a su hombre de manera embelesada porque no podía evitarlo. Y que susurraba (aquellos ciclos de la 2, a las tantas de la madrugada, solían emitir las películas en versión original subtitulada) con aquella voz que el paso del tiempo consiguió hacer aún más ronca y excitante. Aquella voz que era un absoluto placer escuchar en cualquiera de sus últimas películas o entrevistas. A veces, leyendo sus memorias, uno tenía la sensación de estar escuchándola, justo al lado.
Fue elegante hasta el final. No se convirtió en una caricatura de sí misma. Como le pasó, por ejemplo, a Bette Davis en sus últimos años de vida (divina caricatura, por otro lado, porque a Bette se lo permitimos todo, y aquella caricatura final, recogiendo el Premio Donostia en San Sebastián veinte días antes de morir, formará parte imborrable de nuestros recuerdos cinematográficos), a la que soñaba con parecerse en sus comienzos, como también cuenta en esas memorias (y que, finalmente, como sucede tantas veces cuando se admira a alguien de ese modo, la decepcionó como persona). Una cosa es cierta: logró llegar al mismo lugar que ella: el que ocupan las leyendas de verdad. Y pese a lo manoseada que esté esa palabra, leyenda, los que vamos teniendo una edad sabemos bien a lo que nos referimos. Y para nosotros, jamás estará manoseada. Si algunos la utilizan mal, problema suyo. Ser una leyenda es una cosa muy concreta y específica. No puede aplicarse a todo el mundo. Y el que no sepa distinguir eso, debería ponerse a ver unas cuantas películas de aquel cine que está en la Historia por su absoluta genialidad.
¡Cuánto hubiésemos dado algunos por ver a la Bacall interpretar en Broadway el papel que Davis inmortalizó en "All about Eve"! En las primera filas del teatro, con los ojos bien abiertos, escuchando aquella voz que hacía temblar al más plantado. No pudo ser. Pero la imaginamos. Y con eso no es que nos conformemos, sino que volvemos a soñar, que, en el fondo, es de lo que se trata. Lo que cura las heridas y calma la desazón.   
La Bacall, con su cigarrillo y su vaso de whisky, con su elegancia y sus sobrias ropas negras, con la cara de mala hostia que puso cuando Juliette Binoche le arrebató el Oscar y que se merecía por sí misma otro premio, con su mirada única desdeñando al personal y dejándose arrebatar por sus amores, con su valiente militancia política y su desdén por los imbéciles, con aquella voz que escuchamos aunque no se esté proyectando ninguna de sus películas porque es una de las voces que conforman nuestro particular universo.  Así la recordaremos siempre. Así te recordaremos, Bacall. Hasta que pongamos otra vez una de tus películas y todo vuelva a comenzar de nuevo. Como entonces. Como si no hubiésemos perdido la inocencia de aquellas lejanas y solitarias noches de la adolescencia. Como si el tiempo se hubiese quedado detenido allí, en aquellos años, por unas horas.
Adiós, Lauren. O lo dicho: hasta pronto. Hasta cualquiera de estas endemoniadas noches de insomnio.

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