martes, 12 de agosto de 2014

El grito

Ese grito que aparece en muchos textos de Marguerite Duras. El grito de la mujer que ha perdido la cabeza, la razón. Ese grito que proviene inesperadamente de un lugar muy profundo y que asusta. Ayer lo sentí, muy temprano, a mis espaldas, en esta misma ciudad. Ambos esperábamos a que cambiase la luz del semáforo, del rojo al verde. Nos separaba muy poca distancia, apenas unos metros. La conozco de vista desde hace tiempo. Aunque hacía mucho que no la veía. Tiempo atrás, la encontraba muy a menudo sentada en una terraza de la zona antigua, tomando un café o una cerveza, leyendo el periódico o algún libro de la biblioteca pública. Siempre sola. Con ropas de verano (aunque estuviésemos en invierno) y muchas pulseras de colores a lo largo del brazo. Ahora está muy avejentada. No con la vejez que otorgan los años, no se trata de eso. Es algo que va más allá: el sufrimiento, el dolor, el miedo. Determinados sufrimientos, dolores y miedos. Lo que los demás sólo podemos intuir. Ese mundo desconocido en el que habitan los que han traspasado la raya. La frágil distancia que separa un mundo de otro. La cordura y la locura. ¿Cuál es el camino que conduce a traspasar esa raya? ¿La soledad? ¿La muerte de los seres queridos? ¿La huida de algún amor? Quién sabe. Ahí estaba, a mi lado, con el pelo completamente blanco y el rostro devastado, hablando sola, esperando que cambiase la luz del semáforo, del rojo al verde. Cuando lo hizo, cuando cambió aquella luz, del rojo al verde, mis pasos se adelantaron a los suyos, y fue ahí, precisamente en ese instante, cuando lanzó el grito. Un grito que recorrió toda la calle. La calle prácticamente vacía a esas horas. Ese grito que brota cuando la mente imagina algún horror. Un grito cargado de miedo, de espanto. Un grito parecido al que surge de nuestras bocas cuando nos alcanza alguna pesadilla en mitad de la noche, algún sueño terrible y oscuro. Un grito salvaje. Como el de un animal herido. Como el del niño que ha perdido el brazo de su madre. Como el de cualquiera que no encuentra sentido a nada de esto y sus pies rozan el abismo, el vacío. O ya se han hundido por completo en todo eso.
Seguí caminando a buen paso. La dejé atrás, con su pelo completamente blanco y el rostro devastado. El grito continuó dentro de mi cabeza durante un largo rato. Es difícil olvidar un grito así. Es difícil explicar su procedencia. El grito de esa mujer. El grito de la mendiga que aparece en los textos de la Duras. La mujer que golpea las verjas de las mansiones. La mujer que está y ya no está, que ha perdido la cabeza (no importan los motivos ya). La mujer que camina por las calles de esta ciudad, cuando acaba de amanecer, cuando ya no cuenta que sea de día o de noche. Cuando la tiniebla es tan espesa y contundente como el propio grito. Aún no he conseguido sacarlo de la cabeza.

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