domingo, 29 de junio de 2014

Como un vendaval

Cuando mi padre empezó a trabajar en Telefónica, su tarea consistía en arreglar las centralitas de diferentes puntos de la provincia cuando se averiaban. Pronto, con su empeño y sus estudios, ascendió y de aquel trabajo en el que se pasaba la mayor parte del tiempo al volante dio paso a otros superiores: más cómodos y mejor pagados. Sin embargo, siempre recuerda con agrado y entusiasmo aquel tiempo, recorriendo Asturias, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, con frío o calor, en coche. Compartía aquel coche y las tareas correspondientes con un compañero, Pepe, que hace unos días se murió. Aunque hacía ya muchos meses que Pepe vivía en otro mundo, el suyo propio, sin apenas pronunciar palabra, encerrado en sí mismo, con la cabeza en otros lugares que ya no eran éste. Esos lugares que para los demás siguen siendo una incógnita. Mi padre iba muchas veces a verle, permanecía un rato allí, en la habitación donde estaba aquel hombre que había sido su compañero de trabajo y que ahora, para él, mi padre era un completo desconocido. Otra persona más de las que entraban allí y que él, Pepe, no sabía distinguir si eran su hijo, su médico, su enfermero, su antiguo compañero de trabajo o uno más que pasaba por allí. A mi padre le dolían aquellas visitas. Le dejaban un sabor muy amargo. Aquel hombre con el que había compartido trabajo y risas y viajes y comidas por Asturias, con frío o calor, sentado allí, en una silla al lado de una ventana, no le conocía. Ni siquiera le decía hola o adiós. Ya no sabía. Ya no podía. Ya no conocía las palabras. Pocas veces la fragilidad del ser humano se muestra con tanta contundencia, con tanto frío, con tanto dolor. La vida, despiadadamente. Así se presenta en ocasiones. Sobre todo, al final. Sin una explicación demasiado precisa. La ley de vida, lo que a todos nos espera, nadie estamos libres... En fin, toda esa palabrería. Todos esos lugares comunes. Tan comunes como ciertos.
Yo apenas tenía relación con el antiguo compañero de mi padre. Pero le recuerdo de aquel tiempo en el que mi padre y él trabajaban juntos, tomando un vino después del trabajo. Era un hombre callado, silencioso. Aunque siempre tenía una palabra amable para aquel crío que era yo por entonces. Forma parte de aquel paisaje, el de mi infancia. Puedo verlo nítidamente. Los dos hombres, mi padre y él, saliendo del coche, tomándose un respiro en el bar de abajo, después del trabajo. Les veía desde la ventana de la habitación de mis padres, al caer la tarde. Aquella camaradería. Dos hombres que eran algo más que compañeros de trabajo, que eran amigos y que tomaban un vino antes de ir a sus respectivas casas, con sus respectivas familias. Pienso en ello y, al hacerlo, puedo pensar en el dolor de mi padre cuando salía de aquella habitación donde Pepe pasó los últimos meses de su vida, encerrado en su mundo, ajeno a todo, incluso a aquel pasado que él y mi padre, en un tiempo en el que ya todo parece muy lejano, compartieron trabajo, amistad y algunos vasos de vino. Pienso en ello y me pongo triste. Supongo que es normal. La vida, que no se detiene. Que, a veces, parece que avanzase como un vendaval. O algo muy parecido.

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