domingo, 29 de junio de 2014

Como un vendaval

Cuando mi padre empezó a trabajar en Telefónica, su tarea consistía en arreglar las centralitas de diferentes puntos de la provincia cuando se averiaban. Pronto, con su empeño y sus estudios, ascendió y de aquel trabajo en el que se pasaba la mayor parte del tiempo al volante dio paso a otros superiores: más cómodos y mejor pagados. Sin embargo, siempre recuerda con agrado y entusiasmo aquel tiempo, recorriendo Asturias, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, con frío o calor, en coche. Compartía aquel coche y las tareas correspondientes con un compañero, Pepe, que hace unos días se murió. Aunque hacía ya muchos meses que Pepe vivía en otro mundo, el suyo propio, sin apenas pronunciar palabra, encerrado en sí mismo, con la cabeza en otros lugares que ya no eran éste. Esos lugares que para los demás siguen siendo una incógnita. Mi padre iba muchas veces a verle, permanecía un rato allí, en la habitación donde estaba aquel hombre que había sido su compañero de trabajo y que ahora, para él, mi padre era un completo desconocido. Otra persona más de las que entraban allí y que él, Pepe, no sabía distinguir si eran su hijo, su médico, su enfermero, su antiguo compañero de trabajo o uno más que pasaba por allí. A mi padre le dolían aquellas visitas. Le dejaban un sabor muy amargo. Aquel hombre con el que había compartido trabajo y risas y viajes y comidas por Asturias, con frío o calor, sentado allí, en una silla al lado de una ventana, no le conocía. Ni siquiera le decía hola o adiós. Ya no sabía. Ya no podía. Ya no conocía las palabras. Pocas veces la fragilidad del ser humano se muestra con tanta contundencia, con tanto frío, con tanto dolor. La vida, despiadadamente. Así se presenta en ocasiones. Sobre todo, al final. Sin una explicación demasiado precisa. La ley de vida, lo que a todos nos espera, nadie estamos libres... En fin, toda esa palabrería. Todos esos lugares comunes. Tan comunes como ciertos.
Yo apenas tenía relación con el antiguo compañero de mi padre. Pero le recuerdo de aquel tiempo en el que mi padre y él trabajaban juntos, tomando un vino después del trabajo. Era un hombre callado, silencioso. Aunque siempre tenía una palabra amable para aquel crío que era yo por entonces. Forma parte de aquel paisaje, el de mi infancia. Puedo verlo nítidamente. Los dos hombres, mi padre y él, saliendo del coche, tomándose un respiro en el bar de abajo, después del trabajo. Les veía desde la ventana de la habitación de mis padres, al caer la tarde. Aquella camaradería. Dos hombres que eran algo más que compañeros de trabajo, que eran amigos y que tomaban un vino antes de ir a sus respectivas casas, con sus respectivas familias. Pienso en ello y, al hacerlo, puedo pensar en el dolor de mi padre cuando salía de aquella habitación donde Pepe pasó los últimos meses de su vida, encerrado en su mundo, ajeno a todo, incluso a aquel pasado que él y mi padre, en un tiempo en el que ya todo parece muy lejano, compartieron trabajo, amistad y algunos vasos de vino. Pienso en ello y me pongo triste. Supongo que es normal. La vida, que no se detiene. Que, a veces, parece que avanzase como un vendaval. O algo muy parecido.

martes, 24 de junio de 2014

El hombre que leía a Delibes

El hombre estaba sentado en un banco del Parque de Invierno, alrededor de las once de la mañana, leyendo "El hereje", el último libro publicado por Miguel Delibes. Es normal encontrarte en ese lugar con mujeres de parecida edad a la de aquel hombre -entre setenta y ochenta años, quizá más cerca de estos últimos- leyendo libros, pero no es habitual ver a hombres de esa edad con libros en las manos. Con un periódico, normalmente deportivo, a lo sumo. (También es habitual, más aún en estos tiempos crispados, encontrártelos en ese Parque o en cualquier otro, enzarzados en cualquiera de esas discusiones sobre política que terminan subiendo la tensión arterial y que no llevan a ninguna parte). Lo mismo que ocurría cuando trabajaba como librero. Algunas de aquellas mujeres de esa edad que venían por la librería, con la vista ya muy mermada, solían reclamar libros con la letra muy grande. "¿Por qué se empeñarán en hacer libros con la letra tan apretada?", se quejaban. Me hacía gracia aquella expresión, "letra apretada". Me recordaba a uno de aquellos hallazgos lingüísticos de Carmen Martín Gaite. Quizá ella lo utilizó en alguno de sus libros. Puede ser. Y seguía buscando títulos por la librería que tuviesen la letra grande para aquellas mujeres. Siempre había alguno que aún no habían leído.
El hombre que leía a Delibes estaba muy concentrado y no levantaba la cabeza de libro ni un solo momento, a pesar de que, debido al buen tiempo, había bastante gente rondando por allí. El grupo de mujeres que salen siempre a esa hora con sus pequeños e inquietos perros; los jóvenes (y no tan jóvenes) sin trabajo que quedan para correr; los adolescentes que fuman sus primeros cigarrillos o los que aprovechan el descanso de las clases para tomarse un bocadillo y una Coca-Cola helada (por un euro con setenta puedes comprar ambas cosas en un bar cercano: alguna mañana resacosa o difícil de llevar, he caído en la tentación); los que vamos paseando y pensando en nuestras cosas, sin perder detalle de lo que nos rodea... A esas horas, solemos ser siempre los mismos. Ahora, si el tiempo es bueno como el de estos días, ya hay gente tomando el sol en bañador sobre la hierba.
Hace tiempo que no me encuentro con uno de mis personajes favoritos de estos paseos. Se trata de una chica joven, un tanto extraña, que padece, con toda probabilidad, algún tipo de enfermedad nerviosa. Cuando pasas por su lado, pese al amplio espacio que hay, se detiene para que pases, no quiere hacerlo al mismo tiempo que los demás. También, si hay una franja de baldosas de diferente color, las esquiva, saltándolas con sus pequeñas piernas. Desde que acabó el invierno, dejé de verla. Tal vez vaya a otra hora, pero, incluso, esos días, los que también hago ese mismo paseo a otra hora, no la he visto. Me llamaba la atención la ligereza de un bolso grande -demasiado grande para su estatura- que siempre llevaba en la mano. El viento lo movía fácilmente de un lado a otro, como si no llevase nada dentro. Acaso, quién sabe, una llave o un pañuelo o una moneda o un móvil de esos ligeros y desfasados. Sólo eso. Ella lo agarraba con fuerza. Posiblemente, aquel gesto la ayudaba a vencer algunos de sus miedos. El bolso la remitía a su casa, a su refugio. Lo inhóspito, por así decir, era todo los demás. Éramos todos los demás.
A veces, ese pequeño gesto, el de agarrar con fuerza el bolso que te pertenece -como leer un libro de Delibes o de quien sea-, es lo que te ayuda a mantener la cordura. Y ahuyentar lo inhóspito.

jueves, 19 de junio de 2014

Kathleen Turner

Resulta todo un espectáculo -un tanto morboso, si se quiere- ver las fotografías de Kathleen Turner a lo largo de todos estos años. Puede que aquellos carteles promocionales de "La gata sobre el tejado de zinc caliente", la obra de Tennesse Williams con la que cosechó un gran éxito de público y crítica en Broadway a principios de los noventa, fueran los últimos vestigios de aquel esplendor que deslumbró a todo el mundo con su primera película, "Fuego en el cuerpo", casi una década atrás. Kathleen, con la melena rubia, los labios rojos, las largas piernas y la combinación que Tennesse ideó para su personaje femenino, estaba apoteósica. La sensualidad en estado puro. Pero Kathleen era mucho más que un físico rotundo y una voz arrolladora y muy seductora. Era una actriz con verdadero talento. Aquella primera película de Lawrence Kasdan (¿qué ha sido de ti, amigo Kasdan?) lo dejaba bien claro. Su interpretación ya forma parte de la historia del cine. Fue en aquella década, la de los ochenta, la de sus interpretaciones memorables en cine. De la mano de John Huston, Francis Ford Coppola o Danny DeVito consiguió grandes composiciones que nunca fueron premiadas por la Academia. Sólo obtuvo una nominación a los Oscar, con la película de Coppola, "Peggy Sue se casó", donde, ciertamente, estaba espléndida. (Marlee Martin, aquella chica que hacía de sí misma en "Hijos de un dios menor" y de la que nunca más se supo, le arrebató con todo descaro e injusticia el premio: no era la primera vez ni sería la última que pasaban cosas así). Como también lo estaba en "El honor de los Prizzi" o en "La guerra de los Rose", donde, pese a la brutalidad del tema que se trataba -la destrucción de su matrimonio con Michael Douglas, después de sus exitosas aventuras en la jungla-, exhibía unas dotes para la comedia que pocos supieron explotar como es debido. Ah, los eternos encasillamientos.
Poco después de aquel éxito en Broadway de la mano del señor Williams, se le diagnosticó una dolorosa enfermedad reumática que, junto a la adicción al alcohol a la que todo aquello la abocó, terminó con la espectacularidad de aquel físico. No con su talento, evidentemente. Ni con su voz aguardentosa, como la voluptuosa Jessica Rabbit sabe y en alguna sobremesa televisiva nos recuerda. Supo reírse de sí misma (gran comedianta, ya lo apunté más arriba) en "Los asesinatos de mamá", de John Waters. Y haciendo de (inolvidable) transexual en aquella ñoñería de serie llamada "Friends" (nunca entendí su éxito, la verdad). Y, chica lista, fue buscando más papeles destacados en el teatro. Como anillo al dedo le venía el personaje de Tallulah Bankhead, aquella mujer de lengua viperina y mirada sarcástica que le sirvió a Bette Davis para componer uno de sus memorables papeles -¿el más memorable de toda aquella galería de memorables?-, la Margo Channing de "Eva al desnudo", Joseph Leo Mankiewicz mediante. Entre gloriosas lobas andaba el juego. Como debe ser.
En teatro interpretó a una monja y a la famosa señora Robinson de "El graduado", con discreto desnudo incluido. Y soberbia, dicen quienes tuvieron oportunidad de verla, fue su composición de Martha, el personaje central de "¿Quién teme a Virginia Woolf?", la demoledora obra de Edward Albee, convertida ya en un clásico del teatro contemporáneo. Kathleen era perfecta para ese papel. Algo que no siempre se puede decir de todas las actrices que lo llevan a las tablas. No sólo se necesita ser una gran actriz para interpretarlo, se necesita algo más: un dolor personal que se transmita al personaje, haber vivido ciertas experiencias vitales, mostrar esas cicatrices sin pudor, incluso con rabia.
Kathleen cumple hoy sesenta años. Y lo hace sobre las tablas de un teatro de Londres. No es mal plan, desde luego. Alguna vez ya lo escribí: Kathleen, como tantas otras grandes actrices, necesita un Scorsese o un Almodóvar (por decir) que le hagan ganar ese Premio de la Academia, antes de que sea, como el de la Bacall y algún que otro mito, un Premio Honorífico. Ella, Kathleen, todavía puede. Confiemos. Y confiemos también en que le den el Donostia antes que a cualquier niñata que venga a presentar su película a San Sebastián. Pocas como ella se lo merecen.

 

miércoles, 18 de junio de 2014

El refugio de la memoria

Y de repente, vuelvo a tener ocho, nueve, diez años. Y estoy ahí, en esa playa donde íbamos a pasar todo el mes de julio, leyendo el libro que mi madre me acaba de comprar en una tienda donde los libros se mezclan con los periódicos, con los bronceadores, con las alpargatas, con las botellas de agua, con los flotadores de goma y los balones para el agua. Estábamos a finales de los setenta, a principios de los ochenta. Aquel pueblo donde veraneábamos, San Juan, está situado a cinco kilómetros de Alicante. Era un sitio pequeño, donde las casas bajas compartían paisaje con aquellos altos apartamentos que estaban empezando a construir. En uno de ellos, nos instalábamos nosotros durante aquel mes, el de las vacaciones de mi padre. Me gustaba asomarme a la terraza, contemplarlo todo desde aquella altura. Tengo ocho, nueve o diez años, y estoy ahí, en esa terraza, también leyendo, mientras mi madre termina de preparar la comida. Estoy contento ese día: mis padres me van a llevar esa noche al único cine que hay en el pueblo. Un cine al aire libre. No recuerdo muy bien qué película vimos, pero sí la sensación de estar allí, sentado en aquellas sillas de color azul, frente a una pantalla enorme y un cielo estrellado, rodeado de gente. Y la sensación de querer volver a ese cine cuanto antes. Hacía calor, como siempre. Un calor sin humedad, muy distinto al de mi ciudad. Como lo hace hoy, en este mismo pueblo, San Juan, al que he vuelto después de tantos años. No reconozco nada de aquel pequeño pueblo que era entonces. Todo ha cambiado muchísimo. Sólo la playa sigue igual. Inmensa, de arena blanquísima y mar en absoluta calma. Íñigo me hace muchas fotos, pero ninguna de ellas capta lo que va pasando por mi interior (llevo gafas de sol, disimulo). Ese cúmulo de emociones. El vertiginoso paso del tiempo. El miedo. Sí, el miedo: a la vida y a su contrario. De pronto, tienes ocho, nueve, diez años, y, en un abrir y cerrar de ojos, ya has pasado de los cuarenta. Recuerdas muchas cosas: el paseo del apartamento a la playa, la visita a aquella librería donde todo tenía cabida, la sensación de entrar en las aguas templadas del Mediterráneo, la Coca-Cola que te tomabas con tu padre a la vuelta de la playa, los helados de la tarde, los granizados en aquellas terrazas, las visitas al cine, los paseos al anochecer... Todo aparece nítidamente en tu cabeza y remueve muchas cosas, muchos sentimientos. Vuelves a pensar que has tenido unos buenos padres, que aún los tienes. Y piensas, ay, que, en aquella época, ellos eran más jóvenes de lo que tú eres a día de hoy. El vértigo regresa. Y la boca de tu estómago se transforma en una especie de remolino que no para. Es irremediable. No es nostalgia. No es melancolía. Es otra cosa. Placentera y dolorosa. Una sensación única. Ves toda aquella parte de tu pasado de un modo muy nítido, y eso es el motivo del placer y del dolor. El placer que te proporciona saber que has estado ahí y que ahí has sido feliz. Y el dolor, inevitable, por el paso del tiempo. Y todo lo que eso conlleva. El miedo, otra vez. Íñigo me pregunta si quiero tomar algo en una terraza, sentarnos en un banco frente al mar. Pero le digo que no. Mejor cogemos el coche y nos vamos, le digo. Y ya dentro del coche, soy consciente de que esta puede que sea la última vez que regrese a este pueblo. Y también lo soy de que la memoria me permitirá hacerlo tantas veces como quiera. En su refugio, el de la memoria, conserva intacto aquel paraíso, definitivamente desaparecido más allá de sus contornos.  

domingo, 15 de junio de 2014

Desde el balcón, sin ira

A orillas del Mediterráneo, alrededor de las seis de la mañana, ya hay luz suficiente para poder leer. Allí me encontraba yo, en la terraza del lugar donde estuvimos una semana instalados, todas las mañanas. No se podía ver el mar, pero su presencia se intuía y su olor era tan intenso que llegaba con la misma facilidad con la que, si levantabas la cabeza, podías ver la transformación de los colores del cielo. Acercaba la silla al balcón como la protagonista del libro que me disponía a leer llevaba haciendo toda su vida: buscando la luz, la vida que palpitaba lejos de los interiores. Ella, Maruja Torres. La niña que había nacido en el Raval y que ahora, en el momento en que comenzaba el libro, acababa de ser despedida del periódico en el que llevaba trabajando treinta años. Puede que sea un magnífico y significativo comienzo (lo es), pero todo lo que viene después, todos esos viajes en el tiempo tan bien estructurados que explican todas las reinvenciones de nuestra protagonista, es lo realmente interesante de "Diez veces siete". Hay mucha vida en estas páginas que conmueven y emocionan. Muchos sinsabores, muchas risas, muchas complicidades (sobre todo, con el lector, con los lectores). Mucho trabajo. Y muchas ganas de seguir en pie, cumplidos ya los setenta, echando la vista atrás, sí, pero sin dejar de otear -con esperanza, pese a todo- el horizonte. De vivir este día, el de hoy, que es el que realmente cuenta, acoplándose a él, pactando con él. El paso del tiempo, el pasado que nos conforma, el sentido del humor que nos alivia, la literatura y el cine que nos salvan, los brazos que nos sirven de cobijo, las ciudades que nos encandilan... La resistencia. Y las ganas de seguir escribiendo, en un sitio u otro, adaptándose a los tiempos, a las circunstancias. Lo que viene siendo el hecho de vivir, en definitiva. Y también las pérdidas, las de los seres a los que quisimos, están ahí, en estas páginas de buena literatura, dejando un sabor agridulce, con el dolor por la desaparición física y el recuerdo de los momentos vividos pululando por la memoria. Esas sombras que siguen reconfortando. Y que lo harán hasta que la memoria alcance. Que esperemos que alcance un buen rato más.
Maruja Torres ha escrito mucho a lo largo de todos estos años. Artículos, reportajes, novelas, memorias... Con ternura. Con rabia. Con indignación (sobre todo, en los artículos: siempre sublevándose contra las injusticias y quienes las propician). Es difícil escoger entre tanto material. Por abreviar, señalaré tres títulos: "Un calor tan cercano", "Esperadme en el cielo" y los artículos que están recogidos en "Como una gota" (un libro que necesita una reedición urgentemente) y otros tantos que lo están en nuestra memoria. Sin embargo, es fácil decir que este nuevo libro, "Diez veces siete", se encuentra entre lo mejor de sus escritos.
Volveré a leerlo, a abrirlo por cualquiera de sus páginas, ya lejos del Mediterráneo, como el que se reencuentra con un viejo amigo del que necesita saber. Volveré a percibir, como en aquellas mañanas en las que sentía  tan cerca la presencia y el olor del Mediterráneo, cómo Maruja sigue acercando la mesa al balcón, cómo sigue buscando la luz. Y sabremos que mientras prosiga la búsqueda, la de la luz y todas las demás, todo irá bien.

 

viernes, 13 de junio de 2014

Todo empieza hoy

Todo empieza con un llanto, un niño amoratado y una secuencia donde la sangre y el sudor de la madre y del hijo se confunden. Aunque tú, como es natural, eso no lo recuerdes. Forma parte de la historia que ellos, los padres, sobre todo la madre, nos irán contando a lo largo de los años. El nacimiento. Todo el camino recorrido por la madre, tan joven, hasta llegar ahí, a la mesa helada de una sala de partos, lejos de las ventanas de aquel hospital desde las que, años más tarde -cinco y medio, concretamente-, cuando nazca tu hermana, la verás a ella, a tu madre, con aquella niña diminuta en los brazos que ya antes de nacer tenía un nombre, el de su abuela paterna, muerta antes de cumplir los cuarenta. Ella, la madre, allí, tras los cristales de la habitación, con el bebé en los brazos, y tú, en la calle, de la mano de tu padre y de tu abuela, saludando -un poco triste por la distancia, todo hay que decirlo-, mirando hacia lo alto, deseando que la madre regrese a casa, que se restablezca el orden cuanto antes. El orden -vamos a llamarlo así- que ella misma creó desde el momento en que decidió traerte al mundo. Ella ya conocía lo inhóspito del mundo, a pesar de su juventud. Tú, evidentemente, aún no. Aún faltaba un tiempo para que lo supieras. No demasiado. A pesar de su protección. A pesar de sus intentos.
Por mucho empeño que pongan las madres, los hijos siempre terminan conociendo ese tiempo inhóspito. Ese tiempo que va y viene, que fluctúa. Nada es del todo blanco ni del todo negro, aunque a veces no lo veamos así. En el tiempo inhóspito, ese que va y viene, que fluctúa, la madre siempre estará ahí. No podrá hacer mucho para que el destino cambie su rumbo, si la época en cuestión no es demasiado buena, pero ella, la madre -repito-, siempre estará ahí. Escuchando en silencio, ahuyentando con palabras esos aspectos negativos que la vida con una obstinación y perseverancia inigualables se empeña en ofrecernos, haciendo el camino más agradable, más llevadero. Su presencia, con eso basta. Casi todas las madres son así. O igual me equivoco porque la mía siempre está y eso, quizá, me puede confundir. No lo sé.
La vida avanza a gran velocidad, y aunque no queramos mirar hacia atrás hay un día en que el orden que establecen las madres cuando traen sus hijos a este mundo empieza a dar lentamente la vuelta, y ahora eres tú, el hijo, el que debe hacerse cargo de él, del orden (vamos a seguir llamándolo así). Como si de una especie de relevo se tratase. Sobre todo, si aparece alguna enfermedad. Los años pasan y, pese a esa velocidad, a ese vértigo, eso sigue siendo un acontecimiento para celebrar. Estamos aquí, seguimos aquí. Lo demás, todo lo demás, es accesorio. Los años, que tantas cosas te arrebatan, si estás atento -conviene estarlo, conviene no despistarse-, te enseñan todo eso.
En este día de junio mi madre cumple sesenta y cinco años. Hoy, por fortuna, estamos aquí. El orden (lo llamaremos así, definitivamente), de un lado o del otro, en unas manos u otras, prosigue su ciclo. Hoy, casi a punto de empezar el verano. Hoy. Lo que cuenta. No quiero mirar hacia ningún otro tiempo, hacia ningún otro lado. Este día que ahora comienza es lo único que me importa. Y lo que ha contribuido para que los dos, madre e hijo, hayamos llegado hasta aquí, salvando todas esas trampas que siempre proceden del exterior. Hoy. Cuando, de alguna manera, todo empieza de nuevo.

jueves, 12 de junio de 2014

Dos mujeres

Dos mujeres -hermanas, huérfanas, un tanto extrañas, estrafalarias y soñadoras-, las Inviernas, en un mundo inhóspito, en un tiempo cruel (Galicia, años cincuenta), regresando de un pasado del que habían tenido que huir. Regresando a la casa familiar, donde vivían con el abuelo y donde la frondosa higuera fue extendiendo sus ramas, sus hojas, por las ventanas sin cristales, a su aire. Dos mujeres y el frío. Diferentes clases de frío: el físico y el de las ausencias, el físico y el de los deseos no cumplidos. Dos mujeres y algún secreto que quizá es mejor no desvelar. En realidad, varios. Varios secretos, sí. Y también algunos anhelos y algunos sueños silenciados, encerrados bajo llave (o no tanto, después de todo). No es una leyenda, aunque podría serlo. Es un trozo de historia, la suya propia, la de las dos mujeres protagonistas, hermanas, huérfanas, las Inviernas, en aquella Galicia, en aquellos años, los cincuenta, cuando Ava Gardner vino a España a rodar "Pandora y el holandés errante", dejando su glamour y su leyenda (la que ya estaba empezando a forjarse por entonces: las noches, las fiestas, las copas, los hombres, los excesos...) en el tiempo gris que vivía por entonces este país. Un glamour al que una de las hermanas desea acercarse y la otra hermana... Dos mujeres que dependen una de la otra, que cosen en la Singer y escuchan emocionadas la novela en la radio, que cocinan, que atienden el campo, la huerta, a las gallinas, a las ovejas, a la vaca... Que todos en el resto del pueblo se preguntan para qué han regresado y les reclaman unos papeles que tienen que ver con una de las partes más surrealistas de la trama. Ah, los esperpentos de aquella España (quizá no tan lejanos como pudiesen parecer). Ellas, a lo suyo, pasando "como el susurro de un avispón, más rápidas que un instante". Las Inviernas, esas hermanas, Dolores y Saladina. Dos mujeres peculiares. Que regresan, sí, sorteando peligros y fantasmas, recuerdos y destinos marcados, mentiras y el pozo negro de la muerte; dejándose llevar por las ensoñaciones de las que nunca podrán formar parte. Que -¿por qué no?- aguardan un futuro mejor. Ahí, en cualquier desliz del destino. Si fuese posible.
Como una especie de cuento algo perverso, de fábula despiadada, de esa leyenda que no es pero que podría ser, "Las Inviernas" nos atrapa, nos envuelve, nos seduce como el susurro de una voz que nos estuviese contando la historia de estas dos mujeres. Todo ese universo mágico y, a ratos, misterioso. Salvaje y feroz. Y cruel. Como lo es la propia tierra que habitan. Y algunos de sus habitantes. Esos que componen una galería de personajes con historia y voz propias, inolvidables. Mención aparte para el personaje del dentista que atiende a una de las hermanas. Su lado oscuro. Su "inapropiado" comportamiento para aquel tiempo. Su descaro, pese a todo, frente al mundo, a la sociedad cerrada en la que vive. Parece un personaje sacado de alguna de las mejores películas de Vicente Aranda o Mario Camus sobre la posguerra.
Y hablando de cine, creo que en esta magnífica novela de Cristina Sánchez-Andrade hay material más que suficiente para una adaptación cinematográfica. Puedo verlo claramente, sin lugar a dudas. Pero antes corresponde leerla, dejarse envolver por ese lirismo y esa crueldad: por las ensoñaciones de esas dos hermanas, por sus vidas, por su destino. Como si alguien nos lo estuviese narrando al oído, rescatando de un pasado lejano (o no tanto), cualquier noche de estas.       

jueves, 5 de junio de 2014

Diane Arbus en la playa

La playa, a esas tempranas horas, es un lugar muy tranquilo. Es una playa grande, abierta. La recorro de un lado a otro, varias veces. Me gusta hundir los pies en la arena mojada, sentir el agua rompiéndose contra mis tobillos. Es una sensación que hace que me olvide de casi todo. Mientras la recorro, voy observando a toda la gente que pasa por mi lado. A las mujeres, sobre todo. Voy buscando en ellas el rostro de Liv, esa actriz mediocre que se parece a Catherine Deneuve de joven y que protagoniza una de las novelas que estoy leyendo, pero no la encuentro. Aún no se si está viva o muerta, Liv. Tengo que seguir leyendo, aunque no quiero que se termine la intriga. "La oscuridad", de Ignacio Ferrando. La dosifico. 
Me encuentro con otras mujeres. Algunas de ellas me llaman la atención. Esa de ahí, por ejemplo. Lleva un bañador negro y sobre el pecho, algo quemado por el sol, un collar de perlas doradas. Rondará los sesenta años y parece sacada de una fotografía de Diane Arbus. Una de aquellas mujeres que tuvieron dinero y posición social, y que de repente dejaron de tener ambas cosas, quién sabe los motivos. No se resignaban a ello y trataban de mantener aquella parte decididamente exagerada que la fotógrafa neoyorquina tan bien supo captar. El paisaje es idílico, azul por todas partes, relajante. Sin embargo, siguen siendo esos personajes un tanto estrambóticos y decadentes los que más me llaman la atención. Lo que se esconde detrás, lo que las condujo a este día, a esta playa, caminando por la orilla con un bañador negro y un collar de perlas doradas sobre ese pecho algo quemado por el sol. La mujer sigue su camino y yo, en dirección contraria, el mío, pero no puedo evitar seguir pensando en ella, en su historia. Y ya no me acuerdo de Liv, la actriz mediocre que se parece a Catherine Deneuve de joven. Mis pensamientos se centran en la vida de esta mujer que me acabo de encontrar. Sintiendo -posiblemente- aquella misma fascinación que condujo a Diane Arbus a retratar a todas aquellas mujeres. Fumadoras, con grandes sombreros, sonrisas sarcásticas y una copa vacía en la mano, siempre reclamando la siguiente. Pensando en esos finísimos hilos que separan la vida real de la vida que uno, imaginariamente, quiere vivir.