jueves, 8 de mayo de 2014

Tan largo viaje

Cuando cambio las sábanas de la cama y el olor de la ropa recién sacada del tendal inunda toda la habitación, me acuerdo de todas aquellas veces que nos quedábamos a dormir en casa de los abuelos, en Mieres. El olor a limpio de las sábanas que la abuela Virginia sacaba del armario para hacernos las camas. El acogedor refugio que ella nos preparaba para pasar la noche. Quizá mis padres tenían la boda de algún amigo o familiar y por eso nos quedábamos allí, en la casa de los abuelos. La algarabía ya estaba montada. La abuela nos dejaba acostarnos tarde, nos contaba historias, nos dejaba asomarnos al enorme ventanal de aquella habitación tan luminosa, donde ella tantas horas había pasado cosiendo. Nos permitía comer chocolate después de la cena y a mí, particularmente, me daba vía libre para revolver entre los fogones, que era una de las cosas que más me gustaban. Tortilla de patatas para cenar. Allí aprendí yo todo lo que sé de cocina. La abuela reía y cantaba, y cuando el abuelo le decía que ya era tarde para hacer tanto ruido ella hacía un gesto con los hombros que venía a decir que en realidad qué importaba. Sus nietos estaban allí, con ella, y eso siempre era sinónimo de fiesta. En unos días, pocos, se cumplirán veinticinco años de su muerte. La muerte de la abuela Virginia. Y ni uno solo de esos días, ni siquiera en esos días en los que he sido muy feliz al lado del hombre del que estoy enamorado (a este lado del mundo o al otro, no importa), me he olvidado de ella. La abuela Virginia. Mi abuela. Y yo, su nieto preferido, vais a perdonarme. Tan largo viaje has hecho, abuela. Pero si estoy aquí, a tu lado, me dijiste la otra noche, en un sueño, sentada a los pies de la cama. Y allí, sí, parecías estar. Como entonces. El pelo grisáceo, recién peinado, la sonrisa en los labios y las uñas siempre pintadas de color rosa. Nunca me he ido, añadiste. A veces no son tan extraños los sueños, digan lo que digan. Suceden muchas cosas en veinticinco años. Demasiadas. En el sueño, yo quería hablarte, contarte todo lo que me había sucedido durante todo este tiempo -tan largo viaje-, pero tú sonreíste y dijiste que ya lo sabías. Que lo sabías todo. Y yo no volví a decir a nada porque no hacía falta. Si decías que lo sabías todo, era que lo sabías. Punto. Las abuelas nunca mienten. La mía, al menos. Y ya nadie, en el sueño, dijo nada más. Sólo nos dejamos llevar, me dejé llevar, por tu presencia, tan cercana. La sensación era plácida. Como la que se siente al tomar una copa de vino o un tranquilizante. La habitación en calma. La presencia de alguien que no se había ido, que no había hecho tan largo viaje, que seguía en nuestras vidas, en mi vida. La sensación que uno siente cuando a su lado está quien le quiere, quien sabe que jamás le traicionará. Eso es todo. Y miramos al frente, al otro lado de la ventana, donde las luces de la noche hacía aún más intensa la visión de los copos de nieve que caían. De aquella nieve dispersa con la que, poco a poco, en el interior del sueño, me fui quedando dormido, sabiendo que ella, la abuela Virginia, seguiría ahí, a mi lado, el lugar del que nunca ha desaparecido, a pesar de esos veinticinco años y de todo lo que ha ocurrido en ellos, a pesar de tan largo viaje.

1 comentario:

  1. Me fascinan tus escritos, y siento, a pesar de la lejanía que existe un lazo entre nuestras vidas, al menos ficticio, pienso que una percepción de la vida, similar, quizá tiende un lazo aún más fuerte. Te abrazo Ovidio, desde un punto perdido de la Ciudad de México. Quiero tus libros, a México temo que no llegan. Al menos me queda el recibir a mi correo tus entradas y bueno, sentir cómo cuando hablas de tu madre siento que me hablas a mí, o cuando hablas de tu amor, yo pienso en lo afortunado que eres. Te imagino Ovidio, entre cafés y libros siempre, viendo hacia un claro de cielo en un día nublado a través de unos ventanales.

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