viernes, 30 de mayo de 2014

Fotografiando la realidad

Es una de las mejores fotógrafas del mundo. Siempre trabaja en lugares en conflicto. Matanzas entre pueblos africanos, niños que miran a su alrededor sin comprender nada, mujeres que visten a otras mujeres con explosivos -como si las vistiesen para una boda u otra ceremonia similar- para hacer estallar sus cuerpos en nombre de no sé qué religión. Barbarie. Atrocidades. Guerras permanentes, interminables. Todo eso que está ahí, a un paso de nuestros confortables hogares, y los que deben poner fin a ello no saben o no quieren hacerlo. Nada nuevo, por otro lado. La fotógrafa es Juliette Binoche. La película, "A thousand times goodnight". Ella, Juliette, aporta su mirada (esa mirada profunda que, desde el principio de su carrera, dice más que un montón de palabras), su sabiduría, su belleza sin operaciones. El conflicto de su personaje, más allá de todas esas escenas que fotografía, está en el interior de sí misma. Su familia -su marido, sus dos hijas- quiere que abandone el trabajo en esos lugares tan peligrosos. Ella misma, cuando la atrocidad traspasa ya unos límites insospechados, se derrumba. La cámara se detiene. Hay determinadas cosas que resultan insoportables de fotografiar. Puede que ahí finalice el conflicto, el suyo propio. Y dé comienzo otra vida para ella. Puede ser. Queda la incógnita.
Pienso un rato en la película, en el conflicto que sufre el personaje de Juliette, en las contradicciones del ser humano. Y luego pienso en un relato que acabo de leer estos días. La mujer que fotografía -Juliette- me lleva a él. Se titula "Ciudá" y está incluido en el último libro de Pablo Antón Marín Estrada, "Un palacio enllenu ortigues" (Suburbia Ediciones). El narrador llega a una ciudad, deja sus cosas en el hotel y se sienta en una terraza para tomar una copa de vino. De repente, aparece una mujer mayor y comienza a hacerle fotografías con la cámara que lleva colgada al cuello. Muchas fotografías. Dice estar preparando su proyecto más personal. El narrador se deja fotografiar. Dos extraños en una ciudad extraña. No pasa nada y pasa todo. Un hombre solo tomando una copa de vino, una mujer vieja que prepara un proyecto. Todo la vida puede estar ahí -está ahí, sin duda-, sin que aparentemente pase nada. El reflejo de la soledad, de los sueños por conseguir, el nihilismo... No en vano, dice el narrador: "venimos de la nada, somos nada y después de nós nun hai nada". Es sólo un ejemplo. Un ejemplo de los muchos que nos podemos encontrar en este magnífico libro de relatos. Personajes que el narrador encuentra en sus viajes, como es este caso o el demoledor relato que da título al libro. Fantasmas de carne y hueso, sueños por alcanzar (que no se alcanzarán ya, me temo), paraísos perdidos, palacios llenos de ortigas (vuelvo al título: tan poético, tan descriptivo). Y la mirada del narrador. Ese narrador que observa la vida, que atrapa el detalle (uno de los muchos logros de este libro: de toda la obra de su autor, en realidad), que es consciente de ese nihilismo que antes mencionaba. Que se refugia en esas historias, que nos las brinda con una caricia y un latigazo. Los mismos que impone la vida. Aunque a veces no seamos muy conscientes o hayamos perdido la perspectiva. O se nos haya olvidado momentáneamente.
Historias que contienen un puñado de vidas que no conviene perderse. Y donde nada pasa, nada, excepto eso, la vida, como dejó escrito Marguerite Duras en uno de sus últimos textos.

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