viernes, 9 de mayo de 2014

Donde impresas se hallan todas las aflicciones

Hace tres años, a las pocas semanas de cerrar la librería donde trabajaba, nos fuimos a pasar un largo fin de semana a Bilbao. No tiene que haber ningún motivo especial para ello. Bilbao es una de esas ciudades donde nos gusta perdernos, donde hemos pasado momentos muy buenos, donde esperamos volver. Sin embargo, en aquella ocasión, sí lo había. Un motivo especial. Nuria Espert representaba en la sala bbk "La violación de Lucrecia". No podía haber mejor disculpa. Fue un viaje, como siempre, intenso, pese al estado de desánimo en el que me encontraba tras haberme quedado inesperadamente sin trabajo. Aún no sabíamos lo que nos esperaba. Disfrutamos de las calles de Bilbao. De ese delicioso callejeo por la zona vieja de la ciudad, siempre acompañado con un vaso de vino en la mano. Pese a estar en febrero, hizo buen tiempo y aquel vino, en plena calle, sabía aún mejor. Me compré algún libro, recorrimos tiendas de segunda mano, dimos largas caminatas. Y llegó la hora de ir al teatro. La sala estaba abarrotada. Nosotros, para no perder las buenas costumbres, muy cerca del escenario. Y entonces, comenzó aquel otro viaje. Un viaje de hora y media. Una mesa, una silla, una cama. Un juego de luces. Un traje negro y una túnica morada. Una mujer sola en un escenario. Una actriz a la que siempre habíamos admirado. Y que aquella noche, milagrosamente, se transformó en todos los personajes creados por Shakespeare. Aquello era mucho más que un monólogo, más que un poema dramático recitado. Estábamos asistiendo a un acontecimiento único. Numerosos cambios de voces y miradas por parte de la actriz. Nuria Espert era una mujer y era un hombre, y cada uno de ellos, mujeres y hombres, tenían su tono particular, su matiz. Marcos Ordóñez, tras su estreno en la sala pequeña del Español, había escrito la frase que define a la perfección este espectáculo que ahora vuelve a representarse en Madrid y que va más allá del bien y del mal: "Algún día diremos, como los que oyeron las campanadas a medianoche, nosotros estábamos allí, vimos a la Espert haciendo La violación de Lucrecia". Nosotros, sí, estábamos allí, aquella noche, en Bilbao, viendo aquel prodigio interpretativo. Una actriz inmensa, cerca de los ochenta años, que podía ser una niña y un viejo, de un momento para otro, en el vertiginoso paso de un minuto al siguiente. Las palabras se quedan cortas. El silencio de la sala, jamás interrumpido por una tos o un carraspeo, daba fe de las palabras que había escrito Ordóñez en el periódico. Todas aquellas personas estábamos allí, escuchando la voz -las voces, las voces-, viendo el rostro de aquella mujer "donde impresas se hallan todas las aflicciones". Todas. Todo el sufrimiento y la pena y la tristeza. Y también la venganza, la rabia, el dolor, la destrucción, la violación, la barbarie, el aullido... Ese cuerpo dulce que se rasga como la túnica morada y el causante de semejante atrocidad. La voz -las voces, las voces- y el grito. Y luego, el silencio.
Nosotros estuvimos allí, sí. En Bilbao. Aquella noche. Sobrecogidos. Mudos. Como los que oyeron las campanadas a medianoche. Y son incapaces de olvidarlo.    

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