lunes, 3 de marzo de 2014

Mujeres bajo la influencia

Hay libros que uno busca y hay otros que llegan a tus manos inesperadamente. Están ahí, en una estantería de la biblioteca o de la librería, esperando que los cojas, que leas las primeras líneas, que te los lleves (o no) a casa tras hacerlo. Una mañana cualquiera, después del largo paseo por los rincones más alejados del centro de la ciudad, me encuentro con uno de esos libros. "La trabajadora", de Elvira Navarro. Lo cojo y leo esas primeras líneas: "Acababa de regresar a Madrid, no existía Internet y tenía que recurrir a los periódicos. Mi deseo se cifraba en que alguien me lamiera el coño con la regla en un día de luna llena". No se trata de una novela erótica, eso es seguro. No es un comienzo que me escandalice en modo alguno. Es un comienzo fascinante que me incita de inmediato a indagar en la vida de esa mujer con ese deseo concreto, a saber lo que hay detrás de ese impulso. Llego a casa con el libro y, a pesar de que tengo pendientes otras tareas, me pongo a leer. Y ya no puedo dejar de hacerlo. La historia es terrible y fascinante. Un viaje al centro de la noche, de los deseos frustrados, de las vidas que no cumplen con sus expectativas, de las enfermedades, del miedo, de las inseguridades, del fracaso, del vértigo, de la lucha por sobrevivir, de los duros tiempos que acechan, de la precariedad económica, de las pastillas para tranquilizarnos, de la ansiedad y sus múltiples manifestaciones. De todas esas brechas que, rasgando la piel y el cerebro, se van haciendo heridas imborrables. "Indefensa frente al acecho de la locura", escribió Juan José Millás hace tiempo y Marisa Paredes, en una película de Almodóvar, la pronunció con su voz más desgarrada. Como antes de que lapropia frase fuese escrita, John Cassavetes la introdujo, en otra película, en la cabeza de Gena Rowlands. Mujeres bajo la influencia. La locura que está ahí, en cualquier esquina, agazapada, aguardando. Como las locas y las mendigas que aullaban por el dolor o la ausencia en las novelas de Marguerite Duras (hoy, precisamente, se cumplen dieciocho años de su muerte: aquel lejano tres de marzo 1996, tan triste). O esas otras, reales, que te encuentras por la calle, a cualquier hora y en cualquier esquina, y que te observan con los ojos muy abiertos y perdidos, detenidamente. Y, a veces, te piden un cigarrillo o una moneda. O ambas cosas.  
La historia de la mujer cuyo deseo era que le lamieran el coño con la regla en un día de luna llena pronto se mezcla con la de otra mujer, la narradora. Y una extraña relación surge entre ellas. Una relación de la que quieres saber más y más cosas, llegar hasta el final. Y lo haces, llegas hasta el final, con el corazón encogido (por así decir), el nudo en la garganta y la sensación de que este viaje, el de la trabajadora del título, no nos resulta tan ajeno como pudiésemos imaginar. Aunque a nadie le guste exhibir sus heridas, ni proclamarlas en forma de aullidos como las mujeres de las novelas de Duras, de intenso dolor como las mujeres de las películas de Cassavetes o de Almodóvar. O de miradas heladoras, como las de esas mujeres que te encuentras por la calle pidiendo un cigarrillo o una moneda.
Una novela fascinante, conmovedora y, a ratos, terrorífica. Como, a ratos, también lo es la propia vida. No hay que asustarse. Hay que leerla. Cuanto antes, mejor.

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