martes, 11 de marzo de 2014

Los fantasmas del Roxy

Hay días en que esto de la crisis se hace demasiado cuesta arriba. Cuando descubres -como en estas últimas horas- una nueva librería cerrada, la sensación de que esto no va a remontar nunca (digan lo que digan los políticos de turno) se agudiza de manera alarmante. La sensación de estar atrapado en un sinsentido se apodera de ti sin remedio. La espiral que no cesa. No quiero volver sobre el viejo tema de las descargas ilegales de libros y todo eso porque es un tema que me agota y, por el momento, parece una -otra- batalla perdida. Además, hace unas semanas, Javier Marías lo contó estupendamente en uno de sus artículos dominicales. Lo alarmante es que la gente lo hace y lo comenta sin ningún tipo de rubor. Incluso hay quien, en el colmo de la desfachatez, nos pregunta a los escritores propiamente cómo descargar gratis nuestros libros. No tengo palabras. Si la gente supiera lo que se gana por cada libro... Y más aún, los que publicamos en editoriales pequeñas. Tampoco pienso que les importase demasiado, las cosas como son. Cada uno va a lo suyo. Creo que la crisis, entre otras, ha traído consigo una especie de exagerado y vulgar descaro que, en algunos casos, me parece absolutamente demencial. La cuestión es que tenemos otra librería cerrada en esta provincia. Y ya van... Todo negocio que cierra sus puertas produce tristeza, desde luego, pero el tema de las librerías me toca tan de cerca que no puedo evitar agregarle más tristeza a la tristeza. Ver el local cerrado y vacío, ya sin libros ni estanterías, me provoca desazón y angustia. Tantas expectativas puestas en un nuevo proyecto: todas esas ilusiones que se van al garete en un abrir y cerrar de ojos. Debe ser que uno con los años y las circunstancias que le están tocando vivir se vuelve más sentimental o más gilipollas. Qué sé yo.
Siempre queda refugiarse en las cosas placenteras. Los paseos en las mañanas soleadas, solo o acompañado; los rayos de sol que entran por la ventana  abierta; la lectura de nuevos libros que van llegando; la búsqueda en las librerías de viejo; la relectura de antiguos poemas; la visión de las películas que nos alivian; el sabor de un Martini rojo compartido después de mucho tiempo sin probarlo; las fotografías de las actrices; los recuerdos que nos agradan y que, en definitiva, nos definen... Cada uno busca sus remedios, sus refugios. Su manera de intentar salir a flote de todo este patético embrollo. No queda otra. En todo esto voy pensando de camino a casa de mis padres, cuando paso por delante de donde estaba el cine Roxy, uno de los primeros que cerraron sus puertas en la ciudad. Tengo vagos recuerdos de ese cine. Aún era muy pequeño cuando mis padres me llevaban a ver películas infantiles a aquella sala que estaba en la calle de abajo de nuestra casa. Pero sí me recuerdo perfectamente con seis o siete años allí sentado, en aquellas butacas en las que cualquier niño se hundía un poco, con mi padre a un lado y mi madre al otro, esperando a que diese comienzo la película. Esa sensación que, aún hoy, antes de que comience una película o una obra de teatro, perdura. El cine Roxy. Vértigo da pensar en la cantidad de años que han pasado desde entones. En todo lo sucedido. Pero, de repente, dejo de pensar en todos esos quebraderos de cabeza y me centro en aquel instante: el niño, rodeado de sus padres, esperando a que diese comienzo la película. Pienso en eso, sí, y durante un buen rato ya no quiero pensar en nada más. No es cobardía. Sólo es una cuestión de simple supervivencia.    

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