sábado, 1 de marzo de 2014

Huyendo del invierno

Yo quería hablar aquí de los setenta años que hoy cumple mi padre, de su negativa -como todos los años- a celebrarlo, aunque -también como todos los años- termine por celebrarlo porque en mi casa, excepto él, somos todos de celebrar las cosas que hay que celebrar y setenta años creo que está entre esas cosas, diga lo que diga mi padre. Creo que todo proviene de la austeridad con la que se crió buena parte de su generación. O de una manera de ser determinada por aquel tiempo difícil. Luego, con sus estudios, mi padre tuvo un buen trabajo y nunca le faltó de nada, pero esa manera de ser ya estaba arraigada en él. Los conceptos son diferentes, como si se intercambiasen: nuestros padres (los de mi generación) tuvieron, con sus más o sus menos, una infancia complicada y una vida perfectamente resuelta en el plano laboral. A nosotros (los de mi generación), nos ocurre lo contrario. Y aquí estamos, después de una infancia feliz (a pesar de los curas): emigrando, sorteando la depresión, con trabajos mal pagados, o directamente sin ellos. Supongo que no hay que pensar demasiado en estas cosas, y menos en un día como hoy, el día que mi padre cumple setenta años y lo celebrará, como siempre, a regañadientes, aunque luego le gusten los regalos y las risas y las copas llenas de vino. Y también que todo termine pronto para regresar a sus paseos, a sus dibujos, a sus ensayos de teatro. A su rutina.
Yo quería hablar aquí de todo eso, sí. Sin ponernos trascendentes. Sin recordar su presencia el día de nuestra boda (a los padres de mi generación, a rasgos generales, dada la educación recibida, la homosexualidad les resulta casi siempre un tema ajeno, tabú) para no ponernos demasiado sentimentales. Sin pensar en esas llamadas, a fin de mes, para ver cómo anda nuestra nevera o nuestro ánimo. Quería hablar de sus bien llevados setenta años, de sus ganas de hacer cosas (el dibujo, el teatro). Pero resulta que me levanto y, mientras tomo el primer café de la mañana, me entero de la noticia de la muerte de Ana María Moix, a los sesenta y seis años, tras su lucha contra el cáncer. Otro golpe bajo. Son demasiadas muertes seguidas de tanta gente con talento que ha influido en nuestra manera de comprender el mundo, de hacerlo más habitable con sus palabras y sus libros, con sus músicas y sus silencios, con sus obras de teatro y sus películas. Con su presencia.  
Tengo la sensación de que Ana María, como tantos otros, se ha ido sin el reconocimiento merecido. Es cierto que su obra no es demasiado extensa, pero creo que tiene la entidad necesaria (no hay que olvidar su faceta de traductora y editora) para haber recibido, sin ir más lejos, el Premio Cervantes o el Príncipe de Asturias. Así son las cosas.    
Me emociona, sobremanera, ese empeño que tenía en destacar la obra de su hermano Terenci, de que no quedase en el olvido para las nuevas generaciones. Por encima, incluso, de resaltar la suya propia. Creo que es algo que decía mucho sobre ella y su manera de entender el mundo. De su generosidad. Como lo decía ese posicionamiento tan crítico con la sociedad que estamos viviendo en estos últimos años y del que dejó constancia en su último y magnífico libro "Manifiesto personal". Sincero y desgarrador análisis de lo que está ocurriendo. Creo que -junto a "Todo lo que era sólido", de Antonio Muñoz Molina- es uno de los mejores textos que reflejan la situación actual. De los barros de los que proceden estos lodos. Y los que están por venir.
Hoy será un día largo. Habrá tiempo para la celebración -setenta años no se cumplen todos los días- y para la lectura. Sé que, cuando llegue a casa, cogeré uno de los libros de relatos de Ana María -"De mi vida real nada sé", por ejemplo- y lo volveré a leer antes de que se termine la jornada. Y recordaré, una vez más, a la mujer que me regaló el primer libro que leí de Ana María, y pensaré en esa frase de la propia escritora: "La amistad es una obra". Y no habrá lugar para la melancolía. Marzo ya está aquí, empezamos a huir del invierno.

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