lunes, 31 de marzo de 2014

Entre el sentido común y el desvarío

El año pasado, en el abarrotado Salón de Té del teatro Campoamor, Rosa Regás ofreció una charla magistral sobre la situación de las mujeres y las desigualdades que aún padecen, sobre algunos de los motivos por los que hemos llegado hasta este desastre económico en el que nos hallamos, sobre política en general y sobre su propia vida y obra en particular. Alrededor de una hora duró aquella charla, donde las palabras de Rosa destacaban sobre un silencio generalizado y las luces que, procedentes del exterior, anunciaban la llegada de la noche: las luces de las farolas y las del propio teatro que resplandecían sobre las sombras del exterior y sobre el cabello rojo y los ojos vivísimos de una mujer entusiasmada con todo, ávida de conocimiento, con una sabiduría cercana, nada pretenciosa. Previamente, la actriz Charo López había leído un par de artículos recientes de la escritora sobre la injusta situación que sufren algunas mujeres en diferentes lugares del mundo por su condición femenina. Rosa acababa de ganar el Premio Biblioteca Breve con su excelente novela "Música de cámara". Y todos allí, coincidiendo o no con sus ideas políticas y con su manera de entender el mundo, escuchamos muy atentamente la charla y aplaudimos después con fervor sus inteligentes palabras, el coherente discurso. Ahora, justo un año después, publica "Entre el sentido común y el desvarío", una especie de breves memorias sobre los primeros años de su vida. La madre, el padre, los hermanos, los abuelos de un lado y del otro, la República, el exilio, la música, la escritura, las horas de estudio... Todo está apuntado de un modo sencillo pero firme, con la memoria alerta (no en vano, el libro está dedicado a sus nietos porque, según apunta, echar una mirada a su pasado es echarla también al pasado de esos nietos) y la contundencia del pensamiento a pleno rendimiento. Unas memorias breves y deliciosas, pese al exilio y a los aspectos negativos que vinieron después de aquel tiempo que duró la República, aquel sueño que se derrumbó violentamente. Y que lo trastocó todo.   
Declinando ya el domingo, termino de leer las últimas páginas del libro: el afán por la escritura y el fin de la infancia, de ese tiempo de inocencia, que diría Carme Riera en las espléndidas memorias que publicó el año pasado. Y lo hago después de ver "Enemy", la decepcionante película basada en la obra "El hombre duplicado" de José Saramago. Ni las atmósferas son tan inquietantes como el director pretende (la anterior, "Prisioneros", sí era una gran película, donde la historia y la atmósfera alcanzaban los planteamientos que perseguía), ni la historia tiene más sentido que el de ver -eso sí- la buena interpretación de Jake Gyllenhaal en su doble papel. Aunque es evidente que esa buena actuación no salva la película, desgraciadamente. Pienso, sí, que el título de la obra de Regás le viene de perlas a la película: siete palabras que la definen perfectamente. Entre el sentido común (poco) y el desvarío (bastante). Uno ya va sintiéndose mayor para según qué pretenciosos experimentos sin demasiadas explicaciones y con tópicos de lo más recurrentes o directamente absurdos (¡esa asociación madre-mujer con la famosa araña de Louise Bourgeois!), qué le vamos a hacer.
Me quedo, ya oscurecido el cielo por completo, con la prosa sencilla y evocadora de Rosa Regás, con su manera de entender el mundo, con esos recuerdos rescatados para deleite de los que leemos y apreciamos su prosa, su sabiduría, su lucidez. Su ansia por la cultura, por el conocimiento, que, en definitiva, también siguen siendo los nuestros.

miércoles, 26 de marzo de 2014

La taza de Duralex verde

La taza es de Duralex verde. Está ahí, en una de las estanterías más altas de uno de los armarios de la cocina de mi madre, junto a otras tazas y platos de los que se resiste a desprenderse. Siempre hay algo en la cocina de nuestras madres que, aún siendo cocinas nuevas, nos remiten a las cocinas de sus madres. La cojo. La miro. Me preparo un café con leche y me lo tomo en ella, en esa taza de duralex verde, mientras observo impotente cómo este inesperado temporal arrasa con todas las plantas que mi hermana tiene en la terraza. Una taza de la Transición. Una taza en la que se agolpan muchos recuerdos para los que ahora tenemos entre cuarenta y cincuenta años (más o menos). Recuerdos personales, no los que se derivan de esa serie que, a mi juicio, tiene más prestigio del merecido. Los recuerdos propios. Los niños de entonces no sabíamos quién era Adolfo Suárez. Era un señor que salía en la televisión. Un señor al que todo el mundo, en principio, votaba. El presidente del gobierno. El primero de la democracia. Pero eso lo supimos mucho después. Entonces, tomando nuestros Cola-Caos en aquellas tazas de Duralex verde, no sabíamos nada de lo que estaba pasando. La taza conserva el recuerdo de aquellos sabores, el de los Cola-Caos, el de los primeros cafés con más leche que café, no el de lo que hacía aquel señor que salía en la televisión y sonreía mucho, y todo el mundo decía que qué gran político era. Alrededor de la taza también se agolpan las imágenes de aquellos cómicos que lo imitaban exageradamente. De las leyes que cambió tuvimos noticia tiempo después, cuando ya no éramos unos niños. Y aquellas tazas de Duralex verde ya comenzaban a arrinconarse, a ocupar espacio en las estanterías más altas de los armarios. En casa de algunas amigas, en aquel tiempo en el que estábamos descubriendo lo que había hecho aquel señor y tantas otras cosas, los platos que acompañaban a aquellas tazas eran ya utilizados como ceniceros. Aunque los fregases con abundante jabón, la ceniza ya estaba adherida con fuerza en el fondo de aquellos platos y no había modo de deshacerse de ella. Las vajillas, como los tiempos, ya eran otras. Y nadie quería mantener aquellos utensilios que remitían a un pasado en blanco y negro y que parecía casi remoto. Aquellas amigas, como nosotros mismos, aguardábamos un futuro lleno de promesas y esperanza. No sé muy bien en qué momento todo eso se volvió añicos.
Ahora, después de que han transcurrido tantos años y tantas cosas, todo está embarullado. Lo que fuimos, lo que somos. Más que eso: todo está envuelto en una sensación de derrota. Es cierto que no hay que ser negativos y que cada día hay que tratar de recuperar las expectativas (cada cual tendrá las suyas) y todo ese blablablá, sin embargo, echas un vistazo a tu alrededor y todo se vuelve cuesta arriba. Puertas que se cierran, promesas que no se cumplen, ilusiones que se van arrinconando. Las mentiras de los políticos y las mentiras en (casi) todos los ámbitos. Ésa es la verdad. Cada cual tendrá la suya. Y todo eso ocurre cuando tenemos, según dicen los que ya pasaron por ella, la mejor de las edades (entre cuarenta y cincuenta). Habrá que seguir esperando. Sin darse del todo por vencido y teniendo muy presentes esas palabras que Álvaro Pombo escribe en su última y magnífica novela: "La vida es una sucesión de explosiones instantáneas, placenteras o aterradoras, que transcurre sin sentido".
Mientras tanto, mientras la lluvia sigue arrasando con todas las plantas de la terraza, decido que me voy a llevar esa taza a mi casa. La taza de Duralex verde. No como un acto de melancolía, sino como una manera de no perder los recuerdos. Los de aquel tiempo en los que aún no sabíamos de qué iba todo esto.    

lunes, 24 de marzo de 2014

Maneras de huir

Son las diez menos cinco de la mañana. El cielo está despejado y parece que la primavera, aunque sea por unas horas, se ha instalado definitivamente. La primavera que, yendo y viniendo, nos mareará como siempre. Estoy en el parque San Francisco, sentado en un banco, esperando que se decidan a abrir la biblioteca de La Granja, que es la única en toda la ciudad que tiene el último libro de Álvaro Pombo -"La transformación de Johanna Sansíleri"- y que tengo muchas ganas de leer. A pesar de que su anterior libro no me interesó demasiado, considero a Pombo el autor de unas cuantas novelas memorables y no me pierdo ninguna de sus publicaciones. A mis espaldas, oigo la voz de un hombre. Es una voz cantarina, risueña. La voz de un hombre que parece contento. Me doy la vuelta y descubro que es un hombre alrededor de setenta años bien vestido y con el pelo canoso y arreglado. Está hablando con un árbol. Habla y mueve las manos como si estuviese teniendo una conversación con un ser humano. Lo miro con disimulo, intrigado. La retahíla es un poco embarullada y sus palabras no se entienden demasiado bien: como si perdiese el hilo o no hubiese hilo ninguno. Durante unos segundos, pocos, el hombre se calla y se queda mirando fijamente al árbol. Como si estuviese esperando que ese tronco le respondiese algo. Luego, sigue con su discurso, con esa retahíla embarullada que apenas se entiende. Poco a poco, se va alejando de él, del árbol, pero sigue hablando solo, lanzando palabras inconexas al aire, esperando -quién sabe- alguna respuesta. El hombre pasa por delante de mí, hablando y gesticulando, moviendo mucho las manos. No se fija en nada ni en nadie: sólo en sus propias e inconexas palabras. Ensimismado en su absurdo discurso. Algunas de las personas que están en el interior de la sala de lectura levantan las cabezas de sus periódicos y se quedan mirando a ese hombre que camina a pasos lentos y que habla solo. Algunas otras, con las que se cruza, también lo hacen: le miran con cara de perplejidad. Hay algo en quien va hablando solo por la calle que asusta, que echa para atrás. Ahora es bastante frecuente encontrarte con gente que lo hace, aunque no sea de un modo tan exagerado como el de este hombre. ¿Qué mecanismos se enredan en el interior de nuestras cabezas para acabar hablando con un árbol? Más misterios. De hecho, no somos más que eso, un misterio tras otro.
Entro en la biblioteca y, a través del cristal, observo al hombre alejándose, moviendo con exageración las manos, como si estuviese explicando una lección o reprendiendo a un hijo pequeño que acaba de cometer una travesura. Se aleja por los caminos de ese parque en los que, en las noches de otros lejanos tiempos, algunos hombres buscaban sexo con otros hombres. Ah, las historias de los parques. Salgo de la biblioteca. El libro de Pombo ya está en mis manos. Pocas cosas me siguen provocando tanta excitación como la de tener en mi poder el libro que lleva días apeteciéndome leer. Con ese mismo ansia estoy esperando el libro de relatos de Sergi Bellver, "Agua dura", tras leer uno de ellos, "Islandia". Me siento en un banco del parque y empiezo a leer las primeras páginas, el primer capítulo. No puedo evitarlo. Como en aquel tiempo en el que me escapaba de alguna clase para hacer eso mismo, sentarme en algún lugar alejado del mundo y leer. Escaparme de lo que no me gustaba. Inventarme, a través de las palabras de otros, mi propio mundo. Maneras de huir que nunca fallan.   

miércoles, 19 de marzo de 2014

Un vacío sin cuerdas

António Lobo Antunes está en un hospital de Lisboa y yo estoy en el de Oviedo. Su última obra es la que tengo en mis manos, "Sobre los ríos que van": por eso sé que él está en un hospital de Lisboa, enfermo de cáncer, recordando, entre el dolor y el aturdimiento que le provocan los medicamentos, el largo viaje desde la infancia hasta ese momento, aturdido, en el hospital. La persona a la que hoy acompaño entra en la sala donde le han indicado. Y, por unos momentos, mientras levanto la vista del libro y la veo dirigirse a esa sala, descubro la mirada de una mujer. Está al otro lado del cristal, en la calle, bajo la fina lluvia que está cayendo. No es una mujer joven, tampoco demasiado mayor. Parece, como Lobo Antunes, algo aturdida, como si no supiese muy bien dónde se encuentra. Sus ojos me miran, tratando de buscar algo, no sé muy bien el qué. Quizá la respuesta a una pregunta: ¿Qué hago aquí, a este lado del cristal? Buscando otra pregunta, quién sabe cuál. Sonríe por un instante y descubro que no tiene dientes. Pese a ello, su sonrisa no es desagradable. Nada en su rostro lo es. Más bien al contrario, pese al evidente deterioro. A una vejez, digamos, algo prematura. Sí, de eso se trata. Hay algo inquietante en esa mirada que esquiva las miradas del resto de las personas que nos encontramos en esa sala y que se dirige sólo a mí. Una mirada poderosa, inquietante, turbadora. No sé muy bien si seguir con mi mirada el movimiento de la suya o regresar al libro, a la historia que va y viene en el tiempo, la del joven y viejo António, recordando desde ese hospital de Lisboa. Tomo la determinación de apartar la mirada de esa mujer que me mira con descaro, desafiante, y regreso al libro. Pero ya no consigo centrarme en la historia que Lobo Antunes cuenta. Sólo soy capaz de pensar en esa mujer, la que está al otro lado de la ventana, bajo la fina lluvia que no deja de caer. ¿Qué la ha llevado hasta ahí? ¿Por qué está sola? ¿Qué busca? Me planteo todas estas cuestiones, sin apartar los ojos del libro, haciendo como que estoy leyendo. No puedo evitar planteármelas. Esa mujer que deambula sola, sin dientes, algo aturdida, por los alrededores del hospital, a primera hora de la mañana, bajo un cielo plomizo. Levanto la vista del libro (es una tontería que siga mirando para él, continúo sin poder concentrarme) y descubro que ya no está al otro lado del cristal. Ahora está en la misma sala en la que yo me encuentro. Sentada en una de esas incómodas sillas de plástico, al lado de la ventana, esperando. Esperando, ¿qué? Ha dejado de mirarme. O eso creo. Mira a través del cristal, a la calle donde hace pocos instantes se encontraba, la fina lluvia que cae y que posiblemente se transforme en tormenta. Regreso al libro. Pero las cosas que me imagino se superponen a las palabras que leo. Cosas sobre ella, sobre esa mujer. Su equilibrio o su desequilibrio. Su mirada, ajena o centrada en mí. Su viaje, como el de Lobo Antunes, desde la infancia hasta este momento, en este hospital. Algunas veces hay preguntas difíciles que se responden por sí solas. Creo que cuando alguien me pregunte los motivos por los que escribo, contaré esta historia. Sí, por eso escribo. Por esa mirada. La de esa mujer. Las incógnitas que se vislumbran. Y que son más poderosas que cualquier otra cosa. Que cualquier otro enigma. Un inevitable vacío sin cuerdas.             

lunes, 17 de marzo de 2014

El cuarto de las estrellas

No me hace falta tener una conversación con una amiga o leer un libro para que me vengan a la memoria los desaparecidos cines Clarín, tan presentes en estos textos. Pero si lo hago, si tengo esa conversación con una amiga o leo un libro donde el amor por el cine está muy presente, el recuerdo es inmediato. Me ocurre ahora mismo, leyendo "El cuarto de las estrellas", la extraordinaria novela de José Antonio Garriga Vela que obtuvo el último Premio Café Gijón y que Siruela acaba de publicar. La historia de esa familia, la de ese padre cuya máxima ilusión era visitar Nueva York y que tenía un cuarto en la casa donde estaba rodeado de esas estrellas cinematográficas a las que tanto adoraba. "Durante aquellos años no me salvo la vida ninguna pistola, sino el cine", le dice el padre a su hijo. A mí también me ocurrió lo mismo. El cine me salvó la vida. Aquellos cines que estaban al lado de mi casa, los Clarín, suponían algo muy parecido a ese cuarto de las estrellas donde se refugia el padre del protagonista de la (extraordinaria, insisto) novela de Garriga Vela. No importaba la hora o el día: aquellas tres salas constituían un refugio para la soledad de aquel joven que fui. La primera sesión o la última, la de las diez y media de la noche. Las luces se apagaban y lo único que importaba era lo que iba a aparecer en la pantalla. Un lunes, un miércoles, un viernes (el día de los estrenos, primera sesión) o un domingo. Nada malo podía ocurrir allí dentro. Y de hecho, nada malo sucedía. Todo lo contrario. Aunque la película me defraudase, que a veces también pasaba. Allí, en aquellas salas, frente a la pantalla, era el único sitio donde tenías la certeza de que las cosas buenas podían llegar a suceder. Las que tanto deseabas. Ciclos en versión original, películas pequeñas que se estrenaban en la sala tres, el respeto de la gente a la que le interesaba el cine de verdad. El cine como algo esencial y no como un mero entretenimiento. Aquel silencio. Aquel olor. Aquellas butacas. Y el sonido de la película que comenzaba. Puedo percibirlo todo claramente. No me hace falta cerrar los ojos ni soñar despierto. Todo está ahí, en mi cabeza, muy presente. Hay recuerdos difíciles de borrar. Recuerdos que definen tramos de tu propia vida. Los años -esos años que pasan vertiginosamente, aunque en aquellos momentos eso no lo supieras- te descubren la felicidad de la que entonces no eras del todo consciente. Siempre sucede así. Eso también lo vas sabiendo con el paso del tiempo.
Todo se va quedando como en una especie de nebulosa, aunque para ti el recuerdo de tantas cosas sigue aún vigente. Pienso en esto recordando que estos días se cumplen tres años de la muerte de Josefina Aldecoa. Creo que a Josefina le está pasando un poco como a esas otras escritoras que se han muerto en los últimos tiempos -Esther Tusquets, Enriqueta Antolín, Ana María Moix...-: el olvido va cerniéndose sobre su obra. Es prácticamente imposible encontrar libros de Antolín o Moix a no ser en bibliotecas o en librerías de viejo. Con esto, lamentablemente, vamos diciéndolo todo. Muchas de esas obras merecían otra presencia en el fondo de las librerías. La furiosa avalancha de novedades, con títulos más que vergonzosos a la cabeza, puede que tenga buena parte de la culpa. Por eso, creo, es tan importante la labor de los editores a la hora de reeditar y de los libreros de verdad, no los simples vendedores de libros, que son los que más abundan. 
Pero quiero terminar este texto como lo empecé: con el libro de Garriga Vela. Con la historia de esa familia: sus miserias, sus aspiraciones, sus secretos... Con los sueños de un hombre que custodiaba a las estrellas. Y que me han hecho recordar algunos de los míos.

sábado, 15 de marzo de 2014

El vestido plateado

Mi amiga quería un vestido plateado para ponerse el día que se muriese su padre. Me llamó para decírmelo y para pedirme que la acompañara a comprarlo. Me sorprendió su elección porque siempre había sentido adoración por su padre, que últimamente no andaba muy bien de salud. Y se supone que un vestido plateado es para una ocasión especial. Para una cita, para salir a bailar o para celebrar algo importante y no para acudir al cementerio a despedir a un padre. Mi amiga, desde el otro lado del hilo telefónico, notó la sorpresa que sus palabras provocaron en mí y me explicó que un día, muchos años atrás, se había puesto un vestido plateado en una Nochevieja y que su padre le dijo que estaba tan guapa que quería que cuando él muriese se pusiese para despedirlo un vestido así, nada de colores negros ni nada de eso. Un vestido plateado, como el de aquella Nochevieja, ¿te acuerdas? Eso le dijo su padre. Mi amiga se acordaba perfectamente. Aquella noche había despedido el año cenando con sus padres y después había salido a bailar conmigo hasta que el amanecer nos sorprendió en algún tugurio que hoy será una de esas tiendas donde se compra oro o un local vacío, tapiado con maderas cruzadas. Hay muchos locales así, tapiados con maderas cruzadas o recubiertos de polvo, por aquella zona por la que solíamos salir a bailar. Aquellos tiempos que no desaparecerán del todo mientras la memoria sea más fuerte que la crisis. Yo puede que recordase aquella noche en cuestión, pero no recordaba en absoluto aquel vestido plateado del que mi amiga desconocía su paradero. A veces, la memoria va a su aire: tiene su propio ritmo.
Quedamos en un sitio céntrico, tomamos un par de Martinis rojos y nos fuimos a buscar el vestido plateado para guardar en el armario hasta el día que su padre falleciese. Pese a los años transcurridos desde aquellas locas noches de baile y excesos (fueran Nochevieja o no), mi amiga seguía teniendo un buen tipo y no fue difícil encontrarlo. Un vestido plateado. Es increíble lo que uno se puede encontrar en los últimos días de las rebajas. Allí estaba, el vestido plateado. Parecía estar esperándonos. Le sentaba como un guante. ¿Te lo pondrás realmente para despedir a tu padre cuando llegue el momento?, le pregunté, ya sentados en una terraza soleada, delante de otro Martini rojo. Por supuesto, sentenció. La idea de mi padre me parece estupenda. Y, además, pienso respetar su deseo. Guardaré el vestido en el armario y lo pondré ese día, que espero que tarde mucho tiempo en llegar, añadió. Después, entre risas, brindamos y confiamos en que el día que tuviese que ponerse el vestido tardase, como ella decía, en llegar. Y lo hicimos tantas veces que a punto estuvimos de irnos a bailar, como en aquellos lejanos tiempos, tan difíciles de olvidar.

miércoles, 12 de marzo de 2014

La chica del restaurante chino

La chica estaba comiendo en el restaurante donde te ofrecen la mejor cocina china de esta ciudad. El restaurante es el típico restaurante chino, sin ningún tipo de reformas. Como eran en los años noventa, cuando empezaron a proliferar de manera un tanto exagerada. Por otro lado, es de los pocos que ahora quedan abiertos por aquí. Quizá han reducido espacio (hacen muchos pedidos a domicilio), pero la esencia, entre oriental y levemente hortera, sigue siendo la misma. Dragones, terciopelos rojos, fuentes, farolillos: lo clásico. Éramos los únicos en ocupar una de las mesas. Cuando nos empezaron a servir, llegó ella, una chica entre treinta y cuarenta años, y se sentó en una mesa cercana a la que nosotros ocupábamos. Parecía una mujer solitaria. Siempre es difícil definir estos términos, pero había algo en ella -la mirada, la forma de moverse, la manera de dirigirse a la camarera o de darle vueltas a la servilleta- que hacía que imaginaras que no era ése el único domingo que comía sola. Miraba con recelo a su alrededor, como si alguien la estuviese observando o persiguiendo. No ocultaba cierta tensión, cierto nerviosismo, cierto malestar. La tenía justo enfrente: aún así, dado su comportamiento, trataba de que nuestras miradas no se cruzasen, aunque no siempre resultaba posible. Pidió sopa de pollo con setas, arroz tres delicias y algo más que no llegué a oír. Hablaba en voz muy baja, casi en un susurro. Como si temiese que, al hacerlo más alto, alguien pudiese reprenderla. Parecía asustada. Como si tuviese miedo de enfrentarse al mundo. Me recordó a esa etapa de la primera adolescencia en la que la timidez nos vuelve retraídos. Sobre todo, cuando nuestros padres no nos acompañan en lugares públicos. Recordé así aquellas primeras veces de la adolescencia en las que entré solo en un cine: aquellas sensaciones que oscilaban entre el temor y la aventura. Pero la chica no era una adolescente. Se trataba de una mujer hecha y derecha, quizá más cerca de los cuarenta que de los treinta. La tensión se percibía claramente en su rostro, incluso en su manera de comer. Como si alguna sombra la acechase. ¿Qué misterio envolvería esa sombra? ¿Un jefe pesado, un novio del que trataba de huir por algún motivo, unos amigos de los que deseaba esconderse? Quién sabe. Quizá sólo se trataba de una manera de ser, aunque no estoy muy seguro de ello. La mirada la delataba. Pensé por un momento en la protagonista de la película "La herida", pero luego decidí que tampoco conviene exagerar. Podía ser una chica solitaria, un domingo al mediodía, en una ciudad que llenaba las terrazas debido al buen tiempo. Simplemente. Lo demás, todo lo demás, sólo eran conjeturas, meras divagaciones, enigmas por descifrar. La dejamos allí, terminando su comida, con la mirada un poco ausente. Afuera, seguía luciendo el sol. Como en los días más cálidos del verano. De regreso a casa, seguí pensando en ella. Más como si fuera la protagonista de un relato por escribir que la persona real que estaba comiendo a escasos metros de nosotros en el mejor restaurante chino de la ciudad.

martes, 11 de marzo de 2014

Los fantasmas del Roxy

Hay días en que esto de la crisis se hace demasiado cuesta arriba. Cuando descubres -como en estas últimas horas- una nueva librería cerrada, la sensación de que esto no va a remontar nunca (digan lo que digan los políticos de turno) se agudiza de manera alarmante. La sensación de estar atrapado en un sinsentido se apodera de ti sin remedio. La espiral que no cesa. No quiero volver sobre el viejo tema de las descargas ilegales de libros y todo eso porque es un tema que me agota y, por el momento, parece una -otra- batalla perdida. Además, hace unas semanas, Javier Marías lo contó estupendamente en uno de sus artículos dominicales. Lo alarmante es que la gente lo hace y lo comenta sin ningún tipo de rubor. Incluso hay quien, en el colmo de la desfachatez, nos pregunta a los escritores propiamente cómo descargar gratis nuestros libros. No tengo palabras. Si la gente supiera lo que se gana por cada libro... Y más aún, los que publicamos en editoriales pequeñas. Tampoco pienso que les importase demasiado, las cosas como son. Cada uno va a lo suyo. Creo que la crisis, entre otras, ha traído consigo una especie de exagerado y vulgar descaro que, en algunos casos, me parece absolutamente demencial. La cuestión es que tenemos otra librería cerrada en esta provincia. Y ya van... Todo negocio que cierra sus puertas produce tristeza, desde luego, pero el tema de las librerías me toca tan de cerca que no puedo evitar agregarle más tristeza a la tristeza. Ver el local cerrado y vacío, ya sin libros ni estanterías, me provoca desazón y angustia. Tantas expectativas puestas en un nuevo proyecto: todas esas ilusiones que se van al garete en un abrir y cerrar de ojos. Debe ser que uno con los años y las circunstancias que le están tocando vivir se vuelve más sentimental o más gilipollas. Qué sé yo.
Siempre queda refugiarse en las cosas placenteras. Los paseos en las mañanas soleadas, solo o acompañado; los rayos de sol que entran por la ventana  abierta; la lectura de nuevos libros que van llegando; la búsqueda en las librerías de viejo; la relectura de antiguos poemas; la visión de las películas que nos alivian; el sabor de un Martini rojo compartido después de mucho tiempo sin probarlo; las fotografías de las actrices; los recuerdos que nos agradan y que, en definitiva, nos definen... Cada uno busca sus remedios, sus refugios. Su manera de intentar salir a flote de todo este patético embrollo. No queda otra. En todo esto voy pensando de camino a casa de mis padres, cuando paso por delante de donde estaba el cine Roxy, uno de los primeros que cerraron sus puertas en la ciudad. Tengo vagos recuerdos de ese cine. Aún era muy pequeño cuando mis padres me llevaban a ver películas infantiles a aquella sala que estaba en la calle de abajo de nuestra casa. Pero sí me recuerdo perfectamente con seis o siete años allí sentado, en aquellas butacas en las que cualquier niño se hundía un poco, con mi padre a un lado y mi madre al otro, esperando a que diese comienzo la película. Esa sensación que, aún hoy, antes de que comience una película o una obra de teatro, perdura. El cine Roxy. Vértigo da pensar en la cantidad de años que han pasado desde entones. En todo lo sucedido. Pero, de repente, dejo de pensar en todos esos quebraderos de cabeza y me centro en aquel instante: el niño, rodeado de sus padres, esperando a que diese comienzo la película. Pienso en eso, sí, y durante un buen rato ya no quiero pensar en nada más. No es cobardía. Sólo es una cuestión de simple supervivencia.    

viernes, 7 de marzo de 2014

Vidas cruzadas

Un día cualquiera, sentado en una terraza, anotando en el cuaderno lo que voy viendo. Una joven pareja que camina a buen paso, con las mochilas al hombro, convencida de que cualquier mañana es buena para no ir a clase y fumarse una cajetilla de tabaco sentados en un banco alejado de la facultad. El chico de pelo alborotado que, desde la misma esquina de siempre, canta cada poco tangos y boleros clásicos. Dos mujeres que pasan por su lado y evocan los tiempos en los que esas canciones les pertenecían. Una de ellas, la que lleva gafas de sol y va más sencilla vestida (como si viniese de hacer deporte), le deja unas monedas en el plato que el chico de pelo alborotado tiene ante sus pies y que el perro que da saltos a su alrededor, con el pelo tan alborotado como el de su dueño, se apresura a husmear. Justo en la mesa de al lado, un anciano, que lleva su segundo vino en menos de diez minutos (son las diez y media de la mañana, aunque creo que, como ese anciano, pronto dejaré de usar reloj), mueve los dedos al ritmo de una de esas canciones, una versión acústica de "Volver". El camarero, con un gesto brusco, ahuyenta a las palomas que van a picotear las patatas fritas y los cacahuetes que le han puesto al anciano y éste deja de seguir la música con sus dedos hasta que el camarero desaparece por la puerta y las palomas, qué pesadas, regresan a por su botín. Dos chicas mulatas, completamente borrachas, dudan si sentarse a tomar la última copa o meterse ya en la cama. Ríen estruendosamente y, al pasar por mi lado, compruebo que una es claramente la madre de la otra, aunque de lejos pareciesen simplemente amigas o hermanas. Abren sus carteras y, sin parar de reír, deciden que lo mejor será largarse para la cama. ¿Qué hemos hecho con el dinero?, exclama una de ellas, la que, de cerca, es sin lugar a dudas la madre. Y se alejan encendiendo un cigarro cada una. Una de ellas, la hija, tropieza con un banco de madera y está a punto de caerse. Más risas. El guarda jurado de una caja de ahorros o de unos grandes almacenes cercanos las mira con cara de pocos amigos y parece a punto de llamarles la atención, pero se contiene. El anciano que mueve los dedos al ritmo de los tangos y boleros clásicos, decide que su siguiente vino será en otro local. Se levanta con dificultad y en la silla que ocupaba se sienta un travesti y pide un café con leche en la taza más grande que tengan y un bocadillo de tortilla de patatas. Tiene cara de sueño y de cansancio. La barba empieza a asomar por debajo del maquillaje. El camarero, al poner las cosas que ha pedido sobre la mesa, no puede evitar fijarse con descaro en sus enormes pechos y, cuando ella se da cuenta, ahuyenta a las palomas que no abandonan en ningún momento la terraza. Ella se centra en el bocadillo de tortilla de patatas (parece muerta de hambre) y con la punta de su bota de charol blanco espanta a otra de las palomas que se acercan a recoger las migas que vayan cayendo. Hojea el periódico que el anciano ha dejado sobre la mesa, aunque parecen importarle poco las noticias que vienen en él. Las imágenes del mar desbordado por el temporal en primera página. El olor de la tortilla llega hasta mí y me abre el apetito. Miro el reloj, aunque creo que pronto voy a dejar de hacerlo, y decido que es hora de de ir a preparar la comida (una tortilla de patatas, quizá). Y de cerrar, por el momento, el cuaderno.        

lunes, 3 de marzo de 2014

Mujeres bajo la influencia

Hay libros que uno busca y hay otros que llegan a tus manos inesperadamente. Están ahí, en una estantería de la biblioteca o de la librería, esperando que los cojas, que leas las primeras líneas, que te los lleves (o no) a casa tras hacerlo. Una mañana cualquiera, después del largo paseo por los rincones más alejados del centro de la ciudad, me encuentro con uno de esos libros. "La trabajadora", de Elvira Navarro. Lo cojo y leo esas primeras líneas: "Acababa de regresar a Madrid, no existía Internet y tenía que recurrir a los periódicos. Mi deseo se cifraba en que alguien me lamiera el coño con la regla en un día de luna llena". No se trata de una novela erótica, eso es seguro. No es un comienzo que me escandalice en modo alguno. Es un comienzo fascinante que me incita de inmediato a indagar en la vida de esa mujer con ese deseo concreto, a saber lo que hay detrás de ese impulso. Llego a casa con el libro y, a pesar de que tengo pendientes otras tareas, me pongo a leer. Y ya no puedo dejar de hacerlo. La historia es terrible y fascinante. Un viaje al centro de la noche, de los deseos frustrados, de las vidas que no cumplen con sus expectativas, de las enfermedades, del miedo, de las inseguridades, del fracaso, del vértigo, de la lucha por sobrevivir, de los duros tiempos que acechan, de la precariedad económica, de las pastillas para tranquilizarnos, de la ansiedad y sus múltiples manifestaciones. De todas esas brechas que, rasgando la piel y el cerebro, se van haciendo heridas imborrables. "Indefensa frente al acecho de la locura", escribió Juan José Millás hace tiempo y Marisa Paredes, en una película de Almodóvar, la pronunció con su voz más desgarrada. Como antes de que lapropia frase fuese escrita, John Cassavetes la introdujo, en otra película, en la cabeza de Gena Rowlands. Mujeres bajo la influencia. La locura que está ahí, en cualquier esquina, agazapada, aguardando. Como las locas y las mendigas que aullaban por el dolor o la ausencia en las novelas de Marguerite Duras (hoy, precisamente, se cumplen dieciocho años de su muerte: aquel lejano tres de marzo 1996, tan triste). O esas otras, reales, que te encuentras por la calle, a cualquier hora y en cualquier esquina, y que te observan con los ojos muy abiertos y perdidos, detenidamente. Y, a veces, te piden un cigarrillo o una moneda. O ambas cosas.  
La historia de la mujer cuyo deseo era que le lamieran el coño con la regla en un día de luna llena pronto se mezcla con la de otra mujer, la narradora. Y una extraña relación surge entre ellas. Una relación de la que quieres saber más y más cosas, llegar hasta el final. Y lo haces, llegas hasta el final, con el corazón encogido (por así decir), el nudo en la garganta y la sensación de que este viaje, el de la trabajadora del título, no nos resulta tan ajeno como pudiésemos imaginar. Aunque a nadie le guste exhibir sus heridas, ni proclamarlas en forma de aullidos como las mujeres de las novelas de Duras, de intenso dolor como las mujeres de las películas de Cassavetes o de Almodóvar. O de miradas heladoras, como las de esas mujeres que te encuentras por la calle pidiendo un cigarrillo o una moneda.
Una novela fascinante, conmovedora y, a ratos, terrorífica. Como, a ratos, también lo es la propia vida. No hay que asustarse. Hay que leerla. Cuanto antes, mejor.

sábado, 1 de marzo de 2014

Huyendo del invierno

Yo quería hablar aquí de los setenta años que hoy cumple mi padre, de su negativa -como todos los años- a celebrarlo, aunque -también como todos los años- termine por celebrarlo porque en mi casa, excepto él, somos todos de celebrar las cosas que hay que celebrar y setenta años creo que está entre esas cosas, diga lo que diga mi padre. Creo que todo proviene de la austeridad con la que se crió buena parte de su generación. O de una manera de ser determinada por aquel tiempo difícil. Luego, con sus estudios, mi padre tuvo un buen trabajo y nunca le faltó de nada, pero esa manera de ser ya estaba arraigada en él. Los conceptos son diferentes, como si se intercambiasen: nuestros padres (los de mi generación) tuvieron, con sus más o sus menos, una infancia complicada y una vida perfectamente resuelta en el plano laboral. A nosotros (los de mi generación), nos ocurre lo contrario. Y aquí estamos, después de una infancia feliz (a pesar de los curas): emigrando, sorteando la depresión, con trabajos mal pagados, o directamente sin ellos. Supongo que no hay que pensar demasiado en estas cosas, y menos en un día como hoy, el día que mi padre cumple setenta años y lo celebrará, como siempre, a regañadientes, aunque luego le gusten los regalos y las risas y las copas llenas de vino. Y también que todo termine pronto para regresar a sus paseos, a sus dibujos, a sus ensayos de teatro. A su rutina.
Yo quería hablar aquí de todo eso, sí. Sin ponernos trascendentes. Sin recordar su presencia el día de nuestra boda (a los padres de mi generación, a rasgos generales, dada la educación recibida, la homosexualidad les resulta casi siempre un tema ajeno, tabú) para no ponernos demasiado sentimentales. Sin pensar en esas llamadas, a fin de mes, para ver cómo anda nuestra nevera o nuestro ánimo. Quería hablar de sus bien llevados setenta años, de sus ganas de hacer cosas (el dibujo, el teatro). Pero resulta que me levanto y, mientras tomo el primer café de la mañana, me entero de la noticia de la muerte de Ana María Moix, a los sesenta y seis años, tras su lucha contra el cáncer. Otro golpe bajo. Son demasiadas muertes seguidas de tanta gente con talento que ha influido en nuestra manera de comprender el mundo, de hacerlo más habitable con sus palabras y sus libros, con sus músicas y sus silencios, con sus obras de teatro y sus películas. Con su presencia.  
Tengo la sensación de que Ana María, como tantos otros, se ha ido sin el reconocimiento merecido. Es cierto que su obra no es demasiado extensa, pero creo que tiene la entidad necesaria (no hay que olvidar su faceta de traductora y editora) para haber recibido, sin ir más lejos, el Premio Cervantes o el Príncipe de Asturias. Así son las cosas.    
Me emociona, sobremanera, ese empeño que tenía en destacar la obra de su hermano Terenci, de que no quedase en el olvido para las nuevas generaciones. Por encima, incluso, de resaltar la suya propia. Creo que es algo que decía mucho sobre ella y su manera de entender el mundo. De su generosidad. Como lo decía ese posicionamiento tan crítico con la sociedad que estamos viviendo en estos últimos años y del que dejó constancia en su último y magnífico libro "Manifiesto personal". Sincero y desgarrador análisis de lo que está ocurriendo. Creo que -junto a "Todo lo que era sólido", de Antonio Muñoz Molina- es uno de los mejores textos que reflejan la situación actual. De los barros de los que proceden estos lodos. Y los que están por venir.
Hoy será un día largo. Habrá tiempo para la celebración -setenta años no se cumplen todos los días- y para la lectura. Sé que, cuando llegue a casa, cogeré uno de los libros de relatos de Ana María -"De mi vida real nada sé", por ejemplo- y lo volveré a leer antes de que se termine la jornada. Y recordaré, una vez más, a la mujer que me regaló el primer libro que leí de Ana María, y pensaré en esa frase de la propia escritora: "La amistad es una obra". Y no habrá lugar para la melancolía. Marzo ya está aquí, empezamos a huir del invierno.