viernes, 28 de febrero de 2014

Ritmo lento

El miércoles es el día que suelo acompañar a mi madre al ambulatorio. Es el día de su inyección semanal. Casi siempre solemos encontrarnos con gente conocida. Gente del barrio que acude, como nosotros, por cuestiones relacionadas con sus enfermedades crónicas o por una gripe o una infección de garganta de última hora. También caras nuevas, personas que han ido a vivir hace poco por esa zona y que, semanalmente, se van convirtiendo en rostros familiares. El trajín de los ambulatorios siempre es el mismo: personas que entran y que salen, que hacen cola para pedir cita o para recoger el sobre con sus recetas, que aguardan pacientemente su turno para la consulta con los médicos o los enfermeros. Rostros amables, rostros cansados, rostros con sueño, rostros abatidos, rostros con expresión de dolor o con ganas de terminar con el trámite lo antes posible. Gente que lee el periódico o que no aparta la vista de la puerta de la consulta que le corresponde, impaciente. Como si, al hacerlo, al mirar fijamente hacia la puerta en cuestión, la persona que aún está dentro fuese a salir primero. Personal amable y personal menos amable. Hay de todo. Lo normal. Como siempre. El ritmo, en los ambulatorios, siempre es lento. Con esa lentitud extraña que arrastran esos días en los que esperas que sucedan cosas y no sucede nada.
Suelo llevar un libro en la bolsa -estos días, "Las Inviernas", de Cristina Sánchez-Andrade, que reseñaré para la revista Clarín- para leer algunas páginas mientras mi madre está en la consulta de la enfermera. Casi nunca lo saco de la bolsa. Me gusta observar a la gente que aguarda su turno, que está sentada enfrente de mí. Imaginar las historias que hay detrás de cada una de esas vidas. La luz, a través de los grandes ventanales, apunta sobre esos rostros, realzando el dolor o el sueño o el cansancio o el hartazgo o la resignación. A veces, por cualquier motivo, alguien levanta el tono de voz un poco más de lo apropiado y sus palabras resuenan por todo el pasillo. Siempre hay otros que rechistan y la persona que levantó la voz, la baja inmediatamente. Incluso, llegado el caso, se disculpa. Aunque no siempre ocurre así.
Este miércoles me llamaron poderosamente la atención dos mujeres. Una de ellas, mayor, con las piernas completamente vendadas, caminando muy despacio hacia el ascensor, con mucha dificultad, tras la visita a la consulta del médico. Una mujer desconocida para mí. Iba un tanto desaliñada y, ya en el ascensor, pudimos percibir un intenso olor a vino y de su bolso abierto sobresalía un cartón de L&M recién comprado. Tenía un aire a Lola Gaos, aunque allí nunca llegué a escuchar su voz. Por un momento, dentro de aquel ascensor, sentí la voz cascada y furiosa de la actriz. El olor agrio del vino, impregnado también en la ropa de aquella mujer que se parecía a Lola Gaos, me revolvió el estómago. Las nueve y media de la mañana no son horas para esas cosas.  
La otra mujer sí era una vieja conocida, aunque me costó unos minutos reconocerla. Tenía un negocio no demasiado lejos de ese centro de salud. Solíamos ir allí de vez en cuando a comprar dulces y pan. Era ella, sin duda, pero todo su cuerpo estaba cambiado. Extremadamente delgada, con la cara contraída por el dolor, también andaba con mucha dificultad, apoyándose en una muleta. La enfermedad -cáncer, supongo- la había transformado por completo. Ausente, sólo atendía cuando la mujer que la acompañaba le decía algo en voz baja. Qué despiadada es la vida en ocasiones, pensé, tratando de apartar la mirada de su rostro desfigurado. No conviene hurgar en el dolor ajeno con demasiado descaro.
Salimos de allí. Antes de hacerlo, la mujer que llevaba las piernas vendadas y que se parecía a Lola Gaos no sé qué farfulló cuando alguien le dijo que no podía encender un cigarrillo en la puerta de la entrada, que tenía que alejarse de allí unos cuantos metros para hacerlo. El cielo estaba completamente despejado, pero hacía mucho frío. El ritmo lento del ambulatorio se había quedado atrás, hasta el próximo miércoles.   

martes, 25 de febrero de 2014

Islandia, Estocolmo

Hay lugares -reales y metafóricos-  a los que uno preferiría no ir. Y también hay historias de amor que es mejor no recordar. Luego están las otras historias, las historias de amor que sí quieres recordar, aunque sea la propia historia que uno está viviendo desde hace tiempo. Recordar los comienzos, los buenos momentos, los descubrimientos, las copas, las palabras, los silencios y las últimas carcajadas compartidas. Recordar todos esos momentos y sensaciones, sobrios o borrachos, cualquier noche, bajo las sábanas, mientras el frío y la incertidumbre -como martillos imaginarios que no dejaran de golpear las paredes- siguen amenazando al otro lado de la ventana. Aquella buhardilla de París, los paseos por Central Park o los paseos por cualquier playa solitaria, o los cafés y las librerías de Buenos Aires y de tantos otros lugares (vivir en los cafés): recordar eso también. Y las canciones de Tom Waits, los atardeceres pausados, las noches interminables, los preparativos de los viajes, las horas en vela, el nerviosismo, la descarada emoción, el ajetreo de los metros y las historias que se pueden llegar a inventar viajando en ellos y observando a la gente. Y pensar en los lugares a los que mataríamos por ir, naturalmente. Islandia, por ejemplo. Y Estocolmo, claro. Dos lugares que supongo que no tienen demasiadas cosas en común. Quizá algún día podamos descubrirlo. Sí, los dos. Y al hacerlo, seguramente recordaremos este texto y el relato y la película que le dan título. El relato, "Islandia", de Sergi Bellver, es uno de los mejores relatos que se han escrito últimamente en este país. Lo he leído varias veces y el estremecimiento sigue siendo el mismo. Islandia. No puede dejar indiferente a nadie con el más mínimo sentido de la sensibilidad y el buen gusto por las narraciones. La historia de esos dos hermanos. De uno y de otro. De ese viaje intenso, emocional. Ese viaje a Islandia en el que uno de los hermanos acaba sintiéndose como un pez inútil. Ese viaje a Islandia del relato y no diré más. Hay que leerlo y releerlo. Como hay que viajar a Islandia, sí, y desde allí, probablemente, recordar esa historia, la de los dos hermanos, la del hermano que acaba sintiéndose como un pez inútil. Como tantas veces nos hemos sentido todos, en Islandia o donde fuese. Como peces inútiles.
Y luego está Estocolmo, la (gran) película de Rodrigo Sorogoyen. Buf. Conviene no hablar mucho de su argumento. Sólo diré algo. Toda la historia me remite a "Funny games", la película de Haneke, sobre todo la segunda y terrible parte. Creo que "Stockholm" es una especie de "Funny games" de las relaciones amorosas. Con eso está dicho todo. El antes y el después. El comienzo de la historia y su final. La noche y el amanecer. Blanco y negro. Dos gin-tonics. Palabras envenenadas. Mentiras. Los besos que se convierten en bofetadas. Más mentiras. Y las ilusiones que se atragantan, sin tiempo o espacio para la tregua. Qué miedo recordar, como decía al principio, ciertas historias de amor. Viendo esta película, resulta inevitable. Ah, la fragilidad de la mente humana. No te permite esquivar la memoria. Vuelve el martillo que golpea incesantemente en la pared. Vuelve, pero sólo momentáneamente. Hay cosas que deben cortarse de cuajo, radicalmente. A pesar del mal trago que deja la película. Turbadora y fascinante película.
Islandia y Estocolmo. Un relato y una película. Dos lugares que algún día visitaremos. Sin el sonido de los martillos que golpean, ni la sensación de convertirse en peces inútiles.

sábado, 22 de febrero de 2014

La vida y sus circunstancias

Como si la vida fuese una especie de montaña muy complicada de ascender, y de pronto, sí, todo eso cambiase y se volviese durante unos minutos el terreno más sencillo al que acceder, como un jardín muy cuidado donde siempre luciese el sol, y vuelta a empezar. Y así, sucesivamente. Sin remedio. Sin vuelta atrás. La vida y sus circunstancias. Arriba y abajo. Maneras de decir adiós y maneras de olvidar que has dicho eso, adiós. Nadie señaló que la cosa fuese fácil. Es lo que hay. Lo tomas o lo dejas. Lo tomas y decides seguir adelante, aún a riesgo de pagar los peajes, las consecuencias. No hay demasiadas cosas claras, pero ésa, la de los peajes y las consecuencias, sí lo está. Muy clara. Más aún cuando el tiempo va pasando y los años se echan encima de esa manera en la que un día, extrañado, miras el calendario (o tu imagen en el espejo de la mañana, que casi es peor) y dices: ¿dónde está todo ese tiempo, mi tiempo? Nadie se lo ha llevado, y sin embargo... Sin embargo, sientes que la vida ha sido una especie de estafa. Una monumental estafa. A veces -pocas-, reconoces que te has dejado estafar dulcemente. Y otras -la mayoría-, eres consciente de que los años te han sido arrebatados de un modo casi violento, como si alguien te hubiese atracado sin miramientos en mitad de la noche, bajo una intensa tormenta de nieve, y aquí paz y después gloria. No obstante, pese a eso, a la sensación de estafa, tratas de avanzar como el nadador avanza por la piscina aunque la resaca de la noche anterior le esté reventando la cabeza. Algo así.
Sí, algo así podríamos decir de los diez relatos que conforman el nuevo libro de Eloy Tizón, "Técnicas de iluminación". La vida y sus circunstancias. Él mismo lo dice en uno de los relatos: "Hay que vivir sin estar realmente preparados para la vida, improvisando sobre la marcha, como quien toca de oído, a ver qué sale". ¡Cuántas veces hemos pensado en eso, aunque hubiésemos utilizado otras palabras (o esas mismas: "improvisando sobre la marcha")! Aquí, en estos relatos, las palabras aparecen en toda su crudeza, pese a la sencillez y al cuidadísimo modo de escogerlas. Nada sobra y nada falta: a la manera de los mejores poemas. Cada relato, cada vida -con sus circunstancias detrás: tristes, esperpénticas, luminosas, anodinas...-, es una pieza magistral. Un estudio sobre el alma humana, despojado de aderezos, de cosas superfluas, directo a las entrañas, donde más duele. Porque la vida duele, y mucho, y ellos, los protagonistas de todos estos relatos, lo saben. Lo saben y siguen avanzando. "Hasta que un día". Pero ésa es otra historia. Una historia que sólo está en nuestra imaginación. De momento, hay que aferrarse a esas palabras de Eloy Tizón, tan bien escritas, que reflejan los estados de ánimo, los viajes emocionales, los acontecimientos inexplicables, los tránsitos de las propias vidas que conforman estos soberbios textos. Diez.

jueves, 20 de febrero de 2014

Mi madre y la Duras

He hablado muchas veces en este espacio de Marguerite Duras y muchas otras de mi madre, pero nunca le había hablado a mi madre de ella, de Marguerite Duras. Pienso que hoy puede ser un día tan apropiado como cualquier otro. Hace sol, parece que la primavera se ha adelantado pero sólo es un espejismo: los dos sabemos que dentro de unas horas ya no habrá sol ni cielos despejados. Que el invierno seguirá amenazando con sus brumas y sus tardes heladas y sus incertidumbres. Pero eso vendrá después, mucho más tarde. Aún es por la mañana y estamos sentados en un banco del parque, después del paseo habitual, tan necesario para los huesos de mi madre, para su enfermedad crónica, que va y viene, que nunca se irá. En mi bolsa llevo uno de los pocos libros que me quedaban de la escritora en la casa de mis padres. Antes del paseo, he subido a casa y lo he recuperado. "Los espacios de Marguerite Duras". Unos día atrás, no sé muy bien los motivos, me acordé de él. Quizá porque había leído en algún sitio que este año se cumplen cien años de su nacimiento. Quizá por cualquier otra cosa, no lo recuerdo. En ese libro, que saco de la bolsa para mostrárselo a mi madre, Marguerite habla de sus casas, de la casa en el campo donde rodó todas sus películas. De la necesidad de rodarlas, de estar allí, incluso sin rodarlas, escribiendo, incluso sin escribir (esto ya era más complicado para ella). Bebiendo, incluso sin beber. La casa del campo. Su casa. Rodeada de plantas, de árboles y de gatos, de folios y más folios que su intensa pluma irá llenando. Los folios que luego compondrán los libros (toda clase de libros), su extensa obra. El libro contiene numerosas fotografías. Se las muestro a mi madre, mientras le cuento cosas de su vida, la vida de la Duras, de sus libros. La presencia imponente de la madre, los dos hermanos, la ausencia del padre, las historias de amor, el hijo, la literatura. Le cuento todo eso a mi madre, que escucha atenta, sin perder detalle, contemplando las fotografías en blanco y negro que vienen en el libro. La luz que se posa sobre ellas, resaltándolas. El hermano mayor, tan temido. El pequeño, tan querido. Con ese amor que es una mezcla de amor fraternal y de amor incestuoso. Al menos, sí, en las palabras. En las que dejó escritas siempre que habló sobre él. En "Agatha", por ejemplo, ese pequeño libro tan hermoso, tan seductor, tan turbio. La palabra deseo, más incluso que la palabra amor, es la que define su obra, toda ella. Se ha dicho muchas veces, pero yo nunca se lo había dicho a mi madre. El deseo la acompañó hasta el final, incluso cuando era una anciana y apenas podía ya caminar más que a pasos cortos, siguió hablando del deseo. Sí, incluso hasta entonces. Todo eso le cuento a mi madre. La historia de esta mujer alcohólica, excesiva y genial, que nunca recibió el Nobel (como tantas otras, alcohólicas o no, por desgracia: siempre a vueltas con el dichoso machismo). Que bebió vino hasta perder el sentido y entrar en coma profundo. Que luchó contra el fascismo. Que amó hasta el desgarro. Que tuvo setenta años y, de pronto, a esos setenta años, recordó que también había tenido quince y que su belleza enloquecía a los hombres, que los perturbaba. Los hombres que la deseaban. El amante de la China del Norte y todos lo demás. Libre hasta el final. Ese hombre, el último, Yann Andréa, con el que contactó primeramente a través de unas cartas. Unas cartas que la hicieron llorar como entonces, cuando era una niña y lloraba y no sabía muy bien los motivos de aquellas lágrimas. Él, Yann Andréa, no está en este libro. Pero a mi madre le cuento la historia de amor entre los dos. Las escapadas nocturnas de él, la furia de ella. El alcohol, una vez más. El amor, la dependencia de ambos hasta el final. El final de la escritora. La imagen de aquella mujer anciana, de ojos brillantes, que contrastaba tan poderosamente con aquella otra imagen, la de la muchacha de quince y de dieciocho años, tan hermosa, tan inocente, que recordaría durante toda su vida. Aquella muchacha en cuya vida muy pronto fue demasiado tarde. Que amó, que escribió compulsivamente, que vivió, que bebió y que fumó hasta el límite. Que dejó una huella profunda: con sus palabras, con sus deseos, con sus amores, con sus desgarros, con sus aullidos, con su manera de entender el mundo, con su escritura. Todo esto le cuento a mi madre, y mientras lo hago, inesperadamente, descubro en sus ojos el brillo de Marguerite Duras, aquellos ojos que miraban y no decían nada y lo decían absolutamente todo. En esta mañana de febrero, sentados en un banco del parque, poco antes de reanudar el paseo. La recordamos. La recuerdo y se lo cuento, antes de regresar a casa, de que el sol desaparezca y regresen los cielos encapotados, las brumas, la amenaza de lluvia, el frío, el viento. La incertidumbre.

lunes, 17 de febrero de 2014

Mujeres y memoria

La situación de las mujeres reflejada a través del cine español. Los avances y los retrocesos en sus derechos. Desde la República casi hasta nuestros días. Escenas extraídas de numerosas películas que están ahí, en nuestro recuerdo, muy vivas. Que forman parte de la historia del cine de este país, tan denostada en ocasiones y tan valiosa casi siempre. Eso es lo que ha hecho Diego Galán -ese hombre de cine con el que tanto hemos aprendido- en "Con la pata quebrada", un espléndido y muy necesario documental que refleja, como la vida misma, esa situación, la de las mujeres en unas épocas y otras. Las mujeres de la República, con su derecho al voto y al aborto en algunas ciudades; las del franquismo, con su ausencia de derechos en todos los sentidos; las del destape, con sus ganas de mostrar el cuerpo aunque en ocasiones fuese en situaciones un tanto ridículas, absurdas y fuera de lugar (¡esas llamadas telefónicas al salir de la ducha!); las de la democracia (creo que Carmen Maura, si hubiese que elegir a una sola actriz, podría ser el rostro de esos años, los del comienzo de la democracia: otra manera de entender la situación de la mujer y sus libertades; como Pilar Miró sería, indiscutiblemente, el rostro de esos años de la mujer que se sitúa detrás de una cámara); las luchadoras; las vanguardistas; las monjas de pasado turbio y las otras, las pobres muchachas a las que no le permitieron tenerlo: ni turbio ni de ninguna otra manera; las prostitutas... Están todas. Cada una en su época, bien reflejadas. Un análisis muy certero y emotivo de este viaje de largo recorrido, de las luchas por los derechos y las libertades. No conviene perder la memoria. Ni la perspectiva. Hay cosas que no deberían repetirse. Y punto.
Aquí, en Asturias, no pasó por ninguna sala de cine, lamentablemente. Pero acaba de editarse en deuvedé y por sólo diez euros bien merece la pena emocionarse y repasar lo que es la historia de un país, el nuestro, a través de las escenas de un puñado de películas (unas más valiosas que otras, evidentemente: es muy abundante el material seleccionado). Más aún, si cabe, en estos tiempos en los que la ley del aborto (se aborda en el documental, vista desde la perspectiva de unos años atrás) está como está, en pleno retroceso, gracias al empecinamiento de un ministro ensimismado que ni oye ni quiere oír el clamor de las calles, el grito de mujeres y hombres que no estamos de acuerdo con una ley desfasada que sólo se ha hecho para contentar -una vez más, por parte de este gobierno- al sector más rancio de la Iglesia.  
No, no perdamos la memoria. Este valioso documental trata, sobre todo, de eso. De no perder la memoria. De no hacerlo jamás. En nuestras manos, en las próximas elecciones, estará no permitir tantos pasos atrás que no hacen más que remontarnos a un pasado que jamás debería repetirse ni estar constantemente amenazándonos.

viernes, 14 de febrero de 2014

El amor en círculo

Hay gente que no cree en el amor, que es un asunto que no va con ellos, que mejor vivir libres y a su aire. O eso dicen. Como hay gente que no sabe disfrutar de una copa de buen vino, de los cielos anaranjados de finales de septiembre, del olor de los bosques o de la sensación de bañarse desnudo en el mar. Peor para ellos. Yo sí creo en el amor. Siempre he creído. Me gustan los escritores que hablan de amor. Los escritores para los que el amor y el deseo lo son todo (Marguerite Duras), aunque sean excesivos (también me gusta la gente excesiva). Las canciones de amor (y las de desamor, claro). Y las buenas películas de amor, aunque no siempre terminen bien, qué le vamos a hacer. El final de "El apartamento" es uno de mis finales de cine favoritos. Y el de "La ley del deseo", pese a lo trágico, también. Son sólo dos ejemplos. Podría poner cien más. O doscientos. Me gustan las historias de amor homosexual. Y también las otras, las heterosexuales. De las primeras, aparte del amor en sí mismo, me gusta la capacidad de enfrentarse al mundo en tiempos difíciles que conllevan los protagonistas de algunas de ellas, la mayoría. Aún hoy en día en numerosos lugares del mundo. No conviene olvidarlo. Incluso aquí, en este país, pionero en el derecho de los gays a casarse, hay mucha gente que tiene miedo, que no sale del armario, aunque, como yo, crea en el amor.
Como todo el mundo, he sufrido decepciones y desengaños en el amor. Normal. Lo raro sería lo contrario. Pero, como en las decepciones de la propia vida, no quedaba otra que seguir adelante, seguir creyendo en el amor. El amor dura tres años, decía el escritor francés Frédéric Beigbeder. Como título de aquel libro publicado por Anagrama no estaba mal, pero no es cierto. El amor puede durar tres años, tres meses o toda la vida. Ahí está la historia de amor de mis abuelos para corroborarlo. La familia de mi abuelo Tomás, que poseía dinero y tierras, no quería a mi abuela Virginia, pese a su elegancia y distinción, porque no tenía los mismos posibles. Se escaparon, se casaron en secreto en una ermita y aquel amor duró hasta el final. No hasta que ella murió, sino hasta que, cinco años después, lo hizo él. El abuelo, pese a la ausencia de su esposa, mantuvo vivo aquel amor. La recordó todos los días hasta que él mismo, vencido por la pena, dejó este mundo. Los ojos del abuelo, tras la muerte de la abuela, jamás volvieron a ser los mismos. Reflejaban una tristeza difícil de explicar y muchas veces estaban a punto de llorar. No es la única historia de amor así, pero es la más cercana que tengo. La que más veces recuerdo. La que también a mí, si pienso mucho en ella, me vuelve los ojos brumosos. Aquella historia, la de los abuelos, por diversos motivos que algún día escribiré, tiene más de un punto en común con la nuestra. Los círculos del amor. El amor en círculo.
Hace siete años conocí a la persona de la que estoy enamorado. Nadie en aquel local destacaba como él. Tal es su elegancia y su belleza. La que salta a la vista y la otra, la interior, la que no todo el mundo sabe distinguir. Simplemente, le vi.  El amor no dura tres años, Frédéric, lo siento. Este amor, de momento, va por su séptimo año. Yo sí supe distinguir enseguida aquella belleza, la interior, y desde entonces, ahí estamos. Aquí estamos. Disfrutando de cada instante, imaginando la casa donde vamos a pasar el resto de la vida o esa copa que nos tomaremos en un café de Berlín, de Islandia (como el estupendo relato de Sergi Bellver) o de cualquier otro de esos lugares que aún no conocemos. Quiero que la vida sea larga. Y quiero que él esté en ella. Así, hasta el final. Sólo quiero eso.
Con una voz, la suya, es suficiente. Con esa voz, aún atrapada en el sueño, me basta para enfrentarme al mundo, a las cosas menos buenas, a los días en que el mundo se te desploma y sólo quieres volver para la cama, a las cuentas que no cuadran, a los hipócritas, a los que no te ofrecen trabajo, a los que sólo quieren ponerte zancadillas, a los días rojos, como decía Audrey Hepburn, más sofisticada que nunca, en "Desayuno en Tiffany´s". A los días, en definitiva, en los que uno se siente muy perdido en este mundo. Con una voz, la suya, enredada en mis oídos, es suficiente. Esa voz, aún atrapada por el sueño, que nunca me canso de escuchar y que sabría distinguir entre un millón de voces. "La voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas", escribió e. e. cummings (inevitable, recordando este poema, no acordarse de Barbara Hershey y Michael Caine en "Hannah y sus hermanas", en aquella memorable escena). Pero eso él, Íñigo, ya lo sabe. No porque se lo diga hoy, sino porque se lo digo casi todos los días. 

 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Los silencios del cementerio

Esta mañana hemos estado en el cementerio. Bajo un silencio que sólo se quebraba por el rumor lejano de algún reloj (tal vez sólo un rumor imaginado) y por esas ráfagas de viento que arrastran estos días tejas, plantas, bolsas, bufandas, guantes y zapatos viejos que ya nadie quiere. El cielo estaba tan despejado y azul que, como si se tratase del cielo de los veranos en esas horas del mediodía en las que todo el mundo duerme la siesta, casi hacía daño a la vista. El cementerio de Mieres, donde están enterrados mis abuelos y mis tíos, los dos hermanos de mi madre. Pronto se cumplirán diez años de la muerte del más pequeño. Mi madre no pisa ese cementerio desde entonces. Le resulta imposible. Hay gente a la que le sucede todo lo contrario. A ella, no. Sólo con pensar en la idea de poner un pie allí se pone enferma. Tan grande es la tristeza que la embarga. La idea de la muerte siempre nos asusta, nos paraliza. Cada uno escapamos de ella como podemos. Como sabemos. Como de casi todo lo negativo, por otro lado.
En algunas de las flores que están colocadas sobre las tumbas -flores de plástico y flores naturales-, hay algo parecido a restos de nieve. Una nieve sucia como el agua de los charcos que encontramos a nuestro paso y que nuestras botas no son siempre capaces de esquivar. Se podría escribir una historia con cada uno de los nombres que figuran en las lápidas. Las historias que dejaron atrás, a su paso por esta tierra. Las personas a las que amaron, los hijos que tuvieron (o que no tuvieron), los sueños que persiguieron, las traiciones que sufrieron, los besos que recibieron y los rostros y las bocas que besaron. Gente que se murió a una edad avanzada y gente que lo hizo a una edad temprana. Un cementerio es una especie de mapa que refleja una parcela del pasado. De nuestro pasado. Todos sabemos lo que es perder a alguien definitivamente. A todos nos tocó aprender a vivir con esas ausencias.
Recuerdo, mientras recorremos en silencio los largos pasillos, nuestras visitas a los cementerios de París en busca de las lápidas de escritores y cineastas admirados. Qué extraña excursión, pienso. Y sin embargo, la sensación al acercarte a esas tumbas donde reposaban esos artistas tan admirados era tan íntima como si estuvieses leyendo uno de sus libros o viendo una de sus películas. Un repentino escalofrío recorría tu espalda del mismo modo que lo hace cuando estás delante de la tumba de esos seres que ya no están y a los que quisiste y aún recuerdas casi cada día. De esa gente a la que quisiste, te queda el recuerdo, el reflejo de sus enseñanzas, incluso el olor aunque ya sea imposible percibirlo. De los otros, en las estanterías, te quedan los trabajos por los que los admiras. Otras enseñanzas.
Aún allí, no sé si quiero acercarme al lugar donde está enterrada mi familia. De repente, pienso que no quiero hacerlo y regresamos sobre nuestros pasos. Como si, al hacerlo, huyésemos de la propia muerte. De esa idea que siempre nos atemoriza. El vendaval, como el silencio, permanecía. Y el rumor del reloj -real o imaginado-, también.

lunes, 10 de febrero de 2014

Rendidos ante Terele

Lo primero que llama la atención de Terele Pávez en las últimas entrevistas que le han hecho -aparte de su voz, evidentemente: esa voz única y tan característica- es la vitalidad y el entusiasmo con los que contagia al entrevistador y a los que la escuchamos. Las ganas de vivir. De contar. De hablar. De conocer. De estar en el mundo, en este mundo, y en el suyo propio, el de la interpretación. Ella sabe, como lo sabemos los que ya vamos teniendo una edad, que la vida no siempre es fácil. Y creo que de ahí, precisamente, surge esa vitalidad. No es un contrasentido. Yo me entiendo. Y ella, si me lee, creo que también. Si hoy no ha sucedido algo bueno o algo que esperábamos ansiosamente, démosle la vuelta al asunto, pongamos la risa y mañana será otro día y quién sabe lo que ocurrirá. Lo que ocurrió ayer con ella fue lo más emotivo de la Gala de los Goya: todo el mundo de pie, aplaudiéndola, mientras ella, emocionada, ya con el premio en la mano, seguía buscando la sonrisa de su hijo, Carolo, sentado a su lado, también emocionado. Normal. La imagen conmovía a cualquiera que tuviera sensibilidad y criterio: aquel pedazo de señora, envuelta en su espléndido y llamativo vestido rojo, el pelo negro y tirante, como una adolescente frágil a la que finalmente le habían dado lo que llevaba tiempo mereciendo. Eso no lo dijo ella, que es más bien humilde, en ninguna entrevista. Eso lo digo yo. Y muchos que, como yo, la admiramos y la seguimos: haga lo que haga, por pequeño que pueda ser el papel. Cine, teatro, televisión... No importa: ahí estamos. Como estuvimos ayer, rendidos por completo a sus palabras, a su voz, a su talento. A su fragilidad revestida de mujer de hierro. De mujer tierra, como ha escrito esta misma mañana la fabulosa Natalia Dicenta. Los ojos la delataban. Los ojos de Terele. Esos ojos que tanto saben y que tanto, cuestión de actitud, desean aprender aún.
Lo he escrito ya alguna que otra vez, pero insisto sobre ello porque hay cosas que conviene recordar de vez en cuando. Su interpretación en "El caso de las envenenadas de Valencia", dirigida por Pedro Olea, justifica toda una carrera y debería ser asignatura obligatoria en cualquier escuela de interpretación que se precie. Tal es la fuerza y la transformación que sufre. Terele deja de ser Terele para ser aquella pobre mujer que, con una vida tremenda a sus espaldas, fue condenada a muerte. Hay momentos -miradas, gestos, silencios, desgarros contenidos- tan poderosos en aquella interpretación que no importa las veces que hayas visto la película: siguen provocando el mismo impacto, el mismo escalofrío. Los mismos miedos.
Es sólo un ejemplo. Hay muchos y todos los conocemos. "Los santos inocentes", "Diario de invierno", "La Celestina", "99.9", las pelis con Álex (todas ellas, sin excepción)... Y lo que esté por venir.
El año pasado, cuando presenté a Charo López en los Encuentros Literarios que se celebraron en esta ciudad para que leyese algunos textos de Maruja Torres y Rosa Regás antes de que esta última ofreciera una magistral conferencia sobre su literatura y la situación de las mujeres en el mundo, dije que si Charo hubiese nacido en América tendría varios Tonys, un Oscar y un Emmy, como poco. De Terele, para concluir, puedo decir lo mismo. Incluso, como escribí también en otra ocasión, un teatro con su nombre en pleno corazón de Broadway. Si se lo pusiesen en Madrid, tampoco estaría nada mal. Es sólo una sugerencia.
Enhorabuena, Terele.

domingo, 9 de febrero de 2014

La fragilidad de los padres

La fragilidad de los padres cuando llegan a viejos y, enfermos o a punto de estarlo, dependen de nosotros, sus hijos. La paciencia, el cariño y la comprensión que debemos mostrar con ellos en sus arrebatos, en sus rabietas, en sus preocupaciones, en sus problemas, en sus paranoias si la enfermedad está relacionada con los trastornos de la cabeza y ya se va haciendo presente en sus vidas. Creo que ése es el tema principal de la película "Nebraska", de Alexander Payne. Una película triste, hermosa, profundamente conmovedora. En un acertado blanco y negro que resalta la decadencia de un hombre que está convencido de un sueño -su sueño- y que se adecúa muy bien a la historia que se narra. Sin dramatismos (la contención es básica en la narración: incluso la espléndida June Squibb  -le daría sin dudarlo el Oscar a la mejor actriz de reparto- está contenida en el papel, vamos a decirlo así, más desatado), pero con una honda sensación de tristeza por el tiempo que se ha escapado, por la vida que se ha vivido y por la que no lo ha hecho. Por ese último sueño. Por sus ansias de alcanzarlo. De perseguirlo y de alcanzarlo. La historia de un viaje, en definitiva. El que emprende un hombre -fabuloso Bruce Dern: si de mí dependiese el Oscar también sería suyo, sin desmerecer lo más mínimo a Will Forte, en el papel de su hijo- que está convencido de que ha sido distinguido con un premio que viene en una revista de mala muerte. En ese viaje, aparecerán los miedos, los fantasmas, las inseguridades, las mentiras, las rencillas familiares... Las trampas y las zancadillas y las burlas de algunos que se tenían por amigos (ay) y la avaricia que surge en el resto de la familia cuando se huele un puñado de billetes y se adivina la posibilidad de atraparlos. La vida misma.   
Hay una escena en una de las mejores novelas de Soledad Puértolas, "La señora Berg", que me ha venido a la cabeza tras ver esta película. El argumento de la novela nada tiene que ver con el de la película, desde luego. Pero, casi en el tramo final de la misma, el protagonista -que no es la señora Berg, sino uno de los amigos de sus hijos, siempre fascinado por la propia señora del título-  visita a sus padres, ya enfermos, en la casa familiar. Cada uno está a lo suyo, con sus medicinas y sus cosas, entreteniéndose como mejor puede, esperando una visita o una llamada. Son apenas dos páginas tan extraordinarias que siempre me han conmovido. Reflejan a la perfección la fragilidad de la hablaba al principio, la de los padres cuando ya se han convertido en unos ancianos, cuando se avecina el final, lo inevitable. La propia Soledad reconoció que las había escrito poco antes de morir su madre, tras las visitas que hacía a la casa familiar y la abandonaba con aquella imagen muy viva en su cabeza.
La he recordado, sí, tras salir del cine y dejar a ese hombre en el final de su viaje, aferrado a su camioneta, disfrutando del que quizá sea uno de los últimos paseos, sosteniendo la dignidad, apoyado en su hijo. En esa mirada cómplice y comprensiva, que encierra en sí misma otro viaje.  
 

jueves, 6 de febrero de 2014

Dos palabras

En el suelo, cerca de la mesa de la terraza donde nos encontramos tomando unos cafés, están escritas esas palabras. Dos palabras escritas con tiza y mano temblorosa por la emoción o por el frío o por ambas cosas, que ya sabemos cómo se las trae el temporal estos días. Dos palabras, escritas con tiza de color amarillo: Te quiero. El sol las ilumina con toda la fuerza de la que es capaz. ¿Quién las habrá escrito? Dos palabras, pintadas en el suelo, cerca de una terraza, en la Plaza Miñor. Quizá unos adolescentes, la noche anterior, antes de las diez de la noche, la hora de la retirada a sus casas por imposición paterna. Quizá unos borrachos, de regreso a la cama, esta misma mañana, agotando las últimas cervezas: de ahí el baile tembloroso de las letras. Quién sabe. Ahí están, en el suelo, luminosas, como una incógnita. Otra más.
Las voces de algunos niños jugando hacen que me olvide de esas palabras escritas en el suelo. Las voces de esos niños que se suben a los bancos, que se deslizan por el tobogán, que corretean de un lado a otro hasta llegar a la fuente, me transportan por unos instantes a otra época, en esta misma Plaza. Han pasado más de treinta años y ahí estamos, en mi memoria, mi madre y yo, como esta misma mañana con sol de invierno y temperaturas aceptables (de momento). Mi madre me llevaba a esa Plaza para que, entretenido con el barullo provocado por otros niños, terminase mi merienda. Si eso, el barullo, dejaba de entretenerme, me contaba cuentos, historias, reales o inventadas. Así parecía que la cosa funcionaba. Entre una historia y la siguiente, conseguía que terminase el bocadillo, el plátano, la mandarina o el yogur. Y entonces, concluida ya la merienda, la mayoría de las veces ya no quería ir a jugar con los otros niños: quería que mi madre me siguiese contando historias, reales o inventadas, que a mí eso no me importaba ni alcanzaba a distinguirlo. Mi madre nunca me obligaba a ir con los otros niños y, accediendo a mis peticiones, seguía contando sus historias. No necesito esforzarme demasiado para recordar algunas de ellas. A veces, al hilo de aquellas nuevas historias, mi madre conseguía que también comiese una de las galletas que, envueltas en papel de plata, traía en el bolso.
Es la propia voz de mi madre la que me trae al presente, a esta mañana de febrero que es tan parecida a todas las mañanas de los últimos tiempos. Mi madre dice que tiene frío, que en la silla donde está sentada ya acecha la sombra y el sol apenas calienta. Le duelen las costillas. Estos días a su enfermedad le ha dado por instalarse ahí. Cualquier sitio le parece bueno. Esperemos que pronto desaparezca ese nuevo dolor y tarde en regresar. Nos levantamos. Le cuesta levantarse a causa de ese dolor. Entonces, como el reverso de aquella instantánea de hace más de treinta años, soy yo el que empieza a contar historias para distraer el dolor. Reales o inventadas, qué importa. Los planes que tenemos para el fin de semana, la última película que hemos visto, el libro que acabo de leer o el que quiero comprar, el currículum que acabo de enviar a esa nueva librería-café que han abierto y que tenemos que ir a visitar los dos próximamente, el encuentro con una amiga que hacía mucho tiempo que no veía, una noticia del periódico... Todo vale. El caso es contar una historia, la que sea, ahuyentar el dolor, distraerlo.
Y así, dejamos atrás las voces de aquellos niños, la incógnita de aquellas dos palabras escritas en el suelo. Y seguimos caminando, desafiando las zonas sombrías, buscando el sol, enredados en historias.     

lunes, 3 de febrero de 2014

Lo importante es elegir

 Este domingo ha sido uno de esos días en los que la primavera quiso imponerse sobre las últimas semanas, llenas de frío y bufandas y paraguas y mares embravecidos que lanzaban su furia contra cielos muy azules, dejando en la retina fotografías espectaculares y bellísimas. Paisaje invernal que dicen que regresará. No hay que hacerse demasiadas ilusiones. Pero el domingo, este primer domingo de febrero, bajo un sol que calentaba las pieles, quiso que imaginásemos otra cosa, la llegada de la tan anhelada primavera. Había algunas flores en los parques y las ramas de los árboles no mostraban esa crudeza que ofrecen los días más inhóspitos del invierno. No ha sido un mal domingo. Sentados en un café, la vida -pese a todo- podía parecer apacible. Hay momentos que nos gustaría detener, pero es imposible: ya sólo permanecen en el recuerdo o en un cuantas palabras que escribimos, al hilo de esos recuerdos, en los espacios en blanco.
Cuando llegamos a casa, nos enteramos de la noticia. La muerte de Philip Seymour Hoffman. Lo encontraron en su apartamento de Nueva York. Sobredosis, dicen los periódicos. Pastillas, adicciones y clínicas de rehabilitación. Sabemos de qué va la historia. El mundo del arte está lleno de todo eso. Parece que no hay día perfecto.
Philip Seymour Hoffman era uno de esos actores con los que te irías, si pudieras, a charlar y tomarte un café. O una copa, mejor. Una detrás de otra, quiero imaginar. Uno de esos tipos que, sin ser guapos, poseen el atractivo de la gente normal. Un tipo al que, en las películas, siempre le ocurren muchas cosas. Cosas buenas y menos buenas. Como a todo el mundo. Que va desechando unas y quedándose con otras. Lo importante es elegir. Eso dice Banana Yoshimoto en su última novela, "El lago", que ando leyendo estos días. Dice ella, Banana: "Aunque no quieras crecer, te haces adulta mientras vas eligiendo entre las opciones que te presenta la vida. Lo importante es elegir". Llevo pensando en esas palabras todo el fin de semana. Incluso el domingo, el primero de febrero, donde la falsa primavera mostró sus virtudes y la fotografía, con el mar algo más calmado, seguía siendo muy bella. No sé ni quiero pararme a pensar qué opciones se le presentaron a Philip hasta llegar al triste desenlace que terminó con su vida. La vida es dura, ya lo sabemos. Y competitiva, y todo eso que nos cuentan cada día y a lo que tenemos que enfrentarnos. Todos estamos llenos de miedos e inseguridades. Y pocas veces la mano que nos ofrecen es una mano fiable. No hay domingo perfecto.
Nos quedan sus interpretaciones, evidentemente. Como nos quedan las palabras de Félix Grande, de José Emilio Pacheco, de Juan Gelman y de tantos otros que se han ido antes de tiempo. No hay en su filmografía una sola interpretación mediocre. Philip pertenecía a ese grupo de intérpretes que, aunque la película no esté a su altura, siempre salen airosos. Sobran los adjetivos. Con recordar cómo se convirtió en Truman Capote es suficiente. Quien es capaz de hacer eso, es capaz de hacer todo lo que le pongan por delante.   
Ya nunca podremos tomarnos ese café con Philip. Definitivamente, no hay domingo perfecto.