jueves, 30 de enero de 2014

La tregua

Coger el tren, temprano, a esa hora en la que la gente que trabaja camina apresurada por la estación, con el sueño aún pegado a los ojos, con la fatiga inevitable de los últimos días de la semana. Coger el tren, sin prisa, como el que inicia una aventura, aunque el trayecto sea corto, apenas media hora de viaje. Cambiar de ciudad, en el tren, sólo por unas horas, como tantas otras veces. Una mañana, a finales de enero. Combatiendo el viento (ese viento que dobla paraguas y los rompe con una facilidad impresionante) y la lluvia y el frío. Y la amenaza de la nieve. Esa nieve que se ve, desde la ventanilla del tren, sobre algunos campos, sobre algunos tejados de los que sale un humo muy negro y espeso. La nieve, aquí y allá, dispersa. Inevitable paisaje de invierno. La gente, en el vagón, va escuchando música por los auriculares, leyendo el periódico, dormitando o haciendo planes para el fin de semana con los ojos cerrados. Vivir no es fácil con los ojos cerrados (vamos a contradecir a David Trueba). Ni con ellos abiertos, dicho sea de paso. Sólo una chica lleva un libro entre las manos, cuyo título -pese a mis esfuerzos- no alcanzo a distinguir. Casi nadie habla entre sí. Hay un silencio extraño, reconfortante. Como una especie de homenaje improvisado a los grandes poetas que estos días se han muerto. El cielo va cambiando poco a poco de color, siempre manteniéndose en las tonalidades grises propias del temporal que acecha y amenaza. La cosa, al parecer, va para largo. O eso dicen.  
Coger el tren, cambiar de ciudad por unas horas, y preferir ver el paisaje que se distingue a través de la ventanilla que sacar el libro que va en el interior de la bolsa, aunque se trate de una lectura apasionante, sobresaliente ("Limónov", de Emmanuel Carrère). Mirar ese paisaje, detener la mirada en esas casas cuyas luces ya están encendidas, imaginar quién las habita, qué tipo de vida llevan esas personas, que le ha dicho su mujer (una figura femenina a la puerta de una casa) a ese hombre que, muy abrigado y con un cigarrillo entre los labios, se dirige al huerto que tiene en la parte de atrás de la vivienda. Siempre hay historias al otro lado de las ventanillas del tren, aunque la velocidad nos impida detenernos en los rostros, en los pequeños detalles que se nos escapan y que se van quedando atrás, difuminados entre la niebla y las ramas de los árboles que son agitadas fuertemente por violentas ráfagas de viento. Las mismas ráfagas violentas que luego agitarán el mar de la ciudad a la que te diriges. El tiempo va administrando sabiamente la luz y, de repente, pese a las inevitables tonalidades oscuras del exterior, ya es de día. Un día cualquiera, terminando la semana, de finales de enero. Ya casi ha pasado un mes desde que comenzó el nuevo año.      
Uno coge un tren para viajar o para huir de cosas en las que no quiere detenerse a pensar demasiado. Cosas con importancia a las que cada día hay que aprender a quitársela. En eso consiste el juego. El aprendizaje es lento y pesado. Como todo aprendizaje. Ahí estamos.
Ahí, en el aprendizaje, y en el tren, en ese tren que ahora se detiene y del que desciendes, a diferencia de los otros viajeros, sin prisas, lentamente. Sigue lloviendo, pero no importa. Que el viento doble y rompa el paraguas, si quiere. La mañana seguirá siendo, con paraguas o sin él, una especie de tregua.  

martes, 28 de enero de 2014

Los mapas del bosque y la escritura

El bosque como metáfora, como refugio, como incógnita. En los bosques canadienses, de joven, se adentraba Margaret Atwood. Y también cerca de él, de algún bosque francés, en su casa de madera un tanto desvencijada, Marguerite Duras, sobria o borracha, escribió algunos de sus mejores novelas y guiones cinematográficos. También, en esa casa de madera, la Duras nunca dejó de recordar, de amar, de desear, de escribir cartas, de abrir botellas de vino y de acariciar a los gatos. Y de sentir las voces del vicecónsul y de las mujeres solas y de las mendigas, que casi siempre tenían su propia voz. Las dos escritoras me han venido a la cabeza leyendo este magnífico libro, "Pregúntale al bosque", de Blanca Riestra. Hermoso e intenso como un largo y doloroso y catártico poema. ¿Escribir? Sí, escribir. Y también vivir. Aceptar la vida según vaya llegando, o rebelarse contra ella. (Y escribirla, en ambos casos: "Escribir siempre y en todo lugar", sentenció la propia Duras). Ahí está el dilema, el quid de la cuestión, el meollo de todo este asunto. La trama que se va conformando con palabras y silencios, con enigmas y desvelos, con ausencias y preguntas, con secuencias y misterios. Ahora ya sólo queda el modo de resolver las incógnitas, todas ellas. Incluso las del bosque. Sobre todo, las del bosque. A bandazos, yendo y viniendo, entre golpes y caricias, entre complicidades y traiciones, entre el viaje y la vida sedentaria. "Pero el camino estaba lleno de emboscadas, calles ciegas". Siempre habrá un lugar para el sosiego, para la calma, aunque a ratos no lo parezca. Si no fuese así, pobres de nosotros. No está mal recordar que hay que levantarse detrás de cada caída. No queda otra opción. El viaje continúa, sí, aunque los amores o los amantes o las letras de las viejas canciones  hayan quedado atrás, muy atrás, difuminados todos entre la niebla y los recuerdos, entre el mar y el viento que lo agita despiadadamente cuando le viene en gana. En medio de una nada que equivale a todo un pasado. Que equivale a todo, y punto. Así. Más o menos.
Blanca Riestra, en apenas ciento cincuenta páginas, ha trazado con belleza y dolor y rabia y esperanza (sí, esperanza) el mapa de una vida, la suya probablemente (eso qué importa). Y al hacerlo, como el espejo que refleja los pasos del caminante a lo largo del sendero, de la sombra que somos y que seremos, posiblemente sin pretenderlo, ha trazado el de toda una generación. O, al menos, de una parte. Gente que tenía sueños y que los sueños se le hicieron añicos, y volvieron a crearlos, los sueños, ya convertidos en otras personas, ya con otro cansancio (más cansancio acumulado), irremediablemente renovados, heridos pero no desangrados. Respirando. Volando. Pese al cansancio (y también al otro, al acumulado, todo hay que decirlo). Conservando la dignidad. Ahuyentando la decadencia. Escribiendo. Siempre y en todo lugar, como dijo la Duras en uno de sus últimos libros, en el penúltimo, "Escribir", esa pequeña joya tan manoseada. Peleando contras las voces y las intromisiones, contra el miedo y los peligros, contra el rugido del mar y el viento que lo agita a su modo. Hilvanando pensamientos y heridas. Respirando, sí. Podemos sentir nítidamente ese latido, tan cercano. Casi como si fuera el nuestro.  

 

lunes, 27 de enero de 2014

La mujer que no respetaba los libros

La mujer estaba a mi lado, revolviendo entre los libros de uno de los puestos del Fontán. Rondaría los cincuenta años, ropa cara y moderna, pelo desordenadamente estudiado y bien teñido, olor a perfume exquisito. Observando libros parecía saber lo que se traía entre manos. Tenía cuatro en la mano, con toda la intención de comprarlos. Pero insistía en la búsqueda: como si supiese que por allí había algo más para ella. Eran títulos relativamente recientes, algunos de ellos con calidad literaria. De repente, como si le hubiese entrado la prisa o se hubiese acordado de que alguien la estaba esperando para tomar el vermú en una terraza aprovechando la primaveral mañana de domingo, le dijo al chico que regentaba el puesto: Me llevo estos cuatro por diez euros. El chico le dijo: No, no, uno de ellos lo vendo por cinco, no puede ser. Hizo un rápido cálculo mental y dijo: Se los dejo por doce euros. Ella movió negativamente la cabeza, refunfuñó y siguió buscando sin soltar los libros que tenía en la mano y mirando el reloj de su muñeca. Yo ya había hojeado todo el puesto, pero disimulé y decidí quedarme a ver cuál era el desenlace de la situación. No me decepcionó en su descaro. Al poco rato, cogió otro de los libros que estaban sobre la mesa y dijo: Vale, me llevo los cuatro por doces euros y, de paso, me regalas éste. El chico me miró, lo miré, hundió los hombros, esbozó una tímida y escueta sonrisa y cogió los doce euros de la mujer en cuestión, que se alejó rápidamente de allí colocándose las gafas de marca que llevaba sujetas en la cabeza y el bolso, también de marca, en su hombro.
Me la imaginé después, en la terraza de algún café, reuniéndose con una amiga o con su marido, haciendo alarde de gran lectora y de mejor compradora. De lo lista que era sacándole a aquel pobre chaval lo que quería, regateando sin disimulo, sin importarle quién la estaba escuchando y observando sus movimientos y, lo que es decididamente peor, sin importarle lo más mínimo el trabajo de aquel joven: llegar temprano con la mercancía, colocarla, desear que no lloviese, pagar los correspondientes impuestos por el tenderete, etcétera, etcétera. Qué le importaba todo ello a aquella mujer.
Es cierto que me hubiese gustado decirle varias cosas, aún a riesgo de que me subiese la tensión, pero no lo hice: hay que mantener la calma, pensé. Ella se irá con sus libros y tu irritación durará media mañana. Tres cosas me hubiese gustado decirle. La primera es que si ella cuando entraba (si es que entraba) en cualquier librería o cualquier otro establecimiento (pongamos una charcutería: llevo doscientos gramos de jamón y me regalas cien de pavo, podría ser su pedido, siguiendo sus propias directrices) hacía aquello que acababa de hacer. La segunda es que si quería leer gratis tenía a pocos metros una estupenda biblioteca, sólo le hacía falta el DNI para sacar el carné. Y la tercera, que tenía más cara que espalda.
Pero, ya digo, no lo hice. Y no sé por qué, la verdad, porque ya sentía que la tensión se había disparado lo suyo. Qué mundo. Y qué paciencia.

viernes, 24 de enero de 2014

Las huellas dispersas

La sensación de que los libros me buscan no ha dejado de acompañarme. La frase no es mía, sino de Javier Marías, pero a veces yo mismo he tenido la misma sensación. Es cierto que hay otros muchos sobre los que soy yo el que se abalanza, incluso antes de tiempo. Pero quiero detenerme hoy en esos otros, los que me buscan. Algunos de Javier Marías (y de tantos otros escritores), sin ir más lejos. Estos días ha llegado a mis manos "Ciclo de Oxford", un recopilatorio del propio Marías en cuidadísima edición de bolsillo. Lo componen "Todas las almas", "Negra espalda del tiempo", "Tu rostro mañana" y "Las huellas dispersas". Las tres primeras, como todo lector sabe, son novelas. Novelas donde todo el mundo ha señalado ciertos apuntes biográficos del autor. El último título, el que da nombre a este texto, es una recopilación de artículos de Marías (se publica uno inédito) relacionados con las novelas anteriores, con aquel tiempo en Oxford, con la construcción o el acercamiento a estas obras. Aunque fui leyendo las novelas según se fueron publicando, estoy leyendo de nuevo "Tu rostro mañana", los tres volúmenes que agrupados conforman las más de mil páginas de lectura. Es cierto que la perspectiva del tiempo -los años vividos, las circunstancias personales, las lecturas añadidas, las diversas travesías- siempre da un vuelco, mayor o menor, a las cosas, a su visión. En aquel tiempo, ya un poco lejano, me parecieron novelas muy interesantes, en cierta medida originales, diferentes. Hoy, mientras estoy sumergido de nuevo en su lectura, creo que se trata de una obra monumental. No sé si la obra cumbre de su autor (es difícil escoger entre tanto excelente material, y el que -esperemos- nos aguarde), pero sí, desde luego, una de las más importantes de nuestra literatura reciente. Una obra apabullante. Una de esas narraciones que -estoy convencido- en cada nueva lectura uno halla enfoques diferentes, detalles que se escapan, hilos que se dispersan, leves huellas cuya pista podemos llegar a perder si no estamos muy atentos.
Una obra que se merece una relectura, sí. La que estoy llevando a cabo estos días. Días, por cierto, en los que Íñigo y yo celebramos seis años de convivencia en esta casa. De ahí, el regalo. (Creo que, en estos tiempos, los regalos son más necesarios que nunca: tiempos en los que se aprecian mucho más que hace algunos años). Recuerdo que "Corazón tan blanco" fue de los primeros títulos que vinieron conmigo desde la casa de mis padres. La lectura de aquel libro me cautivó de un modo especialísimo, como también lo hicieron "El Sur", "El jinete polaco", "Nubosidad variable", "Una vida inesperada", "Donde las mujeres" o, más recientemente, "Lo que me queda por vivir", por centrarnos en los autores españoles. Creo que siguen siendo algunas de las mejores novelas publicadas en este país en los últimos veinticinco o treinta años.
Los años, en esta casa, han pasado veloces, casi silenciosamente, sin hacer mucho ruido, dejando huellas dispersas por cada rincón. Huellas -de palabras y sentimientos- siempre positivas. Las negativas, por diferentes razones, siempre han llegado del exterior. Y hemos procurado que se quedasen ahí, en el exterior: que no atravesasen la puerta de esta casa. Y en ella, en la casa, en esta casa, juntos, es donde hemos hallado el refugio, las risas, las ilusiones, el cobijo, el consuelo, el silencio al que le sobran palabras para que dos personas se entiendan, el ofrecimiento de algo parecido a la serenidad (la serenidad compartida, tan difícil de alcanzar), que, con los años, vas sabiendo que es lo más parecido a la felicidad que la vida piensa ofrecerte.
 

miércoles, 22 de enero de 2014

La chica que se parece a Janis Joplin

La chica se parece un poco a Janis Joplin. Los ojos, el rostro, el pelo largo y enmarañado recuerdan a los de la desaparecida cantante. Y las mismas ropas y botas y pulseras desgastadas. El aire salvaje de aquella chica que se comió la vida a bocados, que se la bebió de un solo trago y que nos dejó un puñado de canciones extraordinarias que perdurarán en el tiempo. Está sentada en diferentes rincones de la ciudad, pidiendo. A veces, a la puerta de unos grandes almacenes, a la entrada de una sala de juegos clausurada o en las escaleras de uno de los numerosos negocios que hay cerrados por toda la ciudad. Siempre tiene un cuaderno entre las manos. No hace falta demasiada observación para darse cuenta de que el cuaderno está lleno de pequeños dibujos. Hechos a bolígrafo: con un Bic azul clásico. Suelo estar muy concentrada en ellos, en su elaboración. Apenas levanta la vista de su trabajo. Como si el exterior le produjese una sensación extraña, quizá una especie de mareo, de repulsa o algo así. Como si no le interesase lo más mínimo. Está concentrada en su propio mundo: el cuaderno y el bolígrafo. Los dibujos. Sus dibujos. Parece como si quisiese huir de este áspero mundo y habitar en el otro, en el que ella misma crea laboriosamente. Sí, ésa es la sensación que produce. Se encuentre sentada donde se encuentre, en un rincón u otro de la ciudad.
Ayer, a media mañana, sentada en las escaleras de uno de esos negocios que han cerrado y que siempre tienen algo de fantasmal (los restos interminables de este naufragio), no dibujaba. Estaba leyendo lo que ella misma (supuse) había escrito en otro cuaderno, una especie de grueso diario. La letra menuda y apretada, el Bic clásico azul hundiéndose en la fragilidad del papel, rasgándolo levemente en algunos casos. ¿Qué historia habría allí escrita? ¿Algo real o algo inventado? ¿Un sueño, un anhelo, un recuerdo, una fantasía? Quién sabe. Apenas podía distinguirse ninguna palabra entre aquel amasijo de letras diminutas y azules que se pisaban unas a las otras en una manera encomiable de ahorrar papel, de alargar la vida de aquel cuaderno de tapas duras y grises. Su propia vida, quizá, descrita en aquel cuaderno. Un cuaderno con el que huir de lo que la rodea, de lo que nos rodea. Un cuaderno y un bolígrafo para huir. Con eso es suficiente.  
El mundo parecía detenido en aquellas manos algo hinchadas que pasaban las hojas con cuidado, en aquellos ojos un poco diabólicos que leían aquella letra menuda, azul y muy apretada. En el negocio -de lencería y ropa interior femenina, creo recordar- que estaba a sus espaldas, cerrado desde hace meses. Desde lejos, todo ello, la chica y el negocio cerrado, parecía sacado de alguna película, de alguna obra de teatro, de algún escenario imaginario. Como si, de algún modo, no se tratase de algo real. Como si fuera de otro tiempo.

lunes, 20 de enero de 2014

Soy homosexual. Soy hipertenso.

Las ganas de polemizar, de llamar la atención, de atraer a sus seguidores más radicales, de convertirse en una estrella nada más llegar a su nuevo puesto de trabajo. "La homosexualidad es deficiente y se puede normalizar con tratamiento". Ésas son las palabras del cardenal Fernando Sebastián. O sea, no cortarse un pelo. ¿Para qué? No respetar cuando ellos, con las iglesias cada vez más vacías, están reclamado respeto constantemente. Lo de siempre: un dios para mí y otro para todos los demás que no piensan como yo. ¿Por qué hay que aguantar todo esto, día tras día, en un estado aconfesional? Levantarte, leer los periódicos y hallar declaraciones de tipos así. El nuevo cardenal quiere entrar por la puerta grande, convertirse en estrella nada más llegar del modo que sea, incluso del modo más sucio, rastrero y lamentable. Tal y como ha hecho. Pero eso no le convierte en estrella ni le convierte en nada. Bueno, sí, en un ser con muy poca vergüenza. ¿Estas son las directrices del nuevo Papa? Apaga y vámonos, que ya nos las sabíamos por mucho que el hombre pusiese su cara más amable, contuviese sus opiniones y engañase a cuatro ingenuos. A mí, personalmente, nunca me engañó. Sabía, como sabíamos muchos, por dónde iban a ir los tiros. Detrás de esa apariencia bonachona y entregada se escondía la verdadera cara: la cara de siempre, la de todos sus predecesores. Sólo era cuestión de tiempo que se quitara la máscara. Aquí están, fuera máscaras, las declaraciones del nuevo cardenal, amigo del propio Papa Francisco. Retrógradas e insultantes. Más de lo mismo. Hartazgo infinito. Cansancio sobre el cansancio acumulado.
Cansancio, sí, porque son ya demasiados años aguantando esta clase de declaraciones cuando su historial está repleto de grandes manchas sobre las que ni quieren oír hablar y cuando la homosexualidad aún está tan perseguida en muchos lugares. La doble moral ya no tiene límite para ellos. Ahora están crecidos, claro, con la ayuda de Gallardón y su ley sobre el aborto (criticada desde todos los rincones civilizados del planeta), que es lo que ellos querían, y aún les debe saber a poco. Mariano, como siempre, guardará silencio. Nos sabemos la película, por mala que sea, de memoria. Y eso hace que el asco sea aún mayor. La falta de sensibilidad no conoce límite con ellos. Por eso, no contento con lo expresado anteriormente, prosigue, refiriéndose a sus palabras: "No es ofensa, es estima". Y luego se embarulla con la hipertensión que él padece y que no se enfada porque alguien le diga que debe corregirla. ¡Hay que tener cara!
Siempre que escucho a este tipo de personajes arremeter con el tema que no les deja dormir, la (homo) sexualidad, me acuerdo de aquel cura que tuve en el colegio y al que todos se referían como homosexual (no era la palabra utilizada, por cierto, pero vamos a dejarlo ahí). Daba clases de religión y cuando no le apetecía abrir el libro y ponerse a explicar, dedicaba la clase a la sexualidad. Imaginaros, cuarenta chicos de trece o catorce años, preguntando sobre el tema, animados por aquel cura que tampoco se cortaba lo más mínimo, que se le encendía la cara con cada nueva y grosera pregunta. Algunos chicos -los repetidores, sobre todo- preguntaban, y él se relamía de gusto. Contestaba abiertamente a todo. Con una grosería aún mayor que la del chico que preguntaba. Con todo tipo de detalles. Sin cortarse. No entraré aquí en aquellos detalles.
Ahora -quiero imaginar- aquello sería ilegal, denunciable. Eran otros tiempos, principios de los años 80, en un colegio que -como ya he escrito más veces- parecía una cárcel. Pero... las palabras del nuevo cardenal, ¿no lo son? ¿Ilegales, denunciables?
Me parece que ya estamos consintiendo demasiado. Todo tiene un límite. O debería de tenerlo.
Parafraseando a Truman Capote, y para finalizar quitándole un poco de hierro a todo esto, que luego me sube la tensión, podría decir: "Soy homosexual. Soy hipertenso". Lo primero es algo tan natural como el color de mis ojos o de mi pelo, y punto, señor Sebastián. Lo segundo, herencia familiar, lo llevo con cierta resignación.

domingo, 19 de enero de 2014

A propósito de algunos perdedores

Pocas sensaciones hay más placenteras que salir del cine después de haber disfrutado de una buena película. Ir comentándola de regreso a casa, protegiéndote del frío que ha vuelto. Que no es el mismo frío de ese Nueva York de los 60 que acabas de ver en esa película, la última de los hermanos Coen, pero casi. La euforia con la que comentas una escena u otra, el periplo de ese perdedor que se busca la vida, que quiere ganársela como músico. Un perdedor de mirada triste, de resistencia contra la resignación, de bonita voz y bonitas canciones. Llewyn Davis. Los propios Coen dicen que la historia de este músico no está basada en ningún personaje real. Es un apunte y lo agradecemos, pero, en realidad, qué importa. El mundo del cine está repleto de perdedores. Y el de la literatura. Y no digamos ya el mundo real. Gente con talento que se pudre en las esquinas: de eso está el mundo lleno. Quizá Nueva York, donde todo se magnifica, sea la ciudad donde mejor pueda comprobarse eso, aunque tampoco hace falta irse tan lejos. Más aún en los tiempos que corren. Puedes encontrarte perdedores con talento en numerosas esquinas de tu propia ciudad. No hay más que ser un poco observador y mantenerte alerta.
Hay autores -los Coen pertenecen a este grupo- a los que mucha gente les reclama que cada nueva película suya sea una obra maestra. Y no es eso. No es algo justo, desde luego. Los Coen, como Woody Allen (por ejemplo), tienen películas grandes de verdad (pienso, claro, en "Fargo", en "Muerte entre las flores", en ·El gran Lebowski" ) y otras películas que sin ser obras maestras son películas deliciosas, de esas que te dejan un buen sabor de boca y unas ganas tremendas de comentar lo que has visto al salir del cine, de combatir el frío del exterior (real y metafórico) con ideas y sensaciones que has percibido durante las dos horas de proyección. Es el caso de su última película, "A propósito de Llewyn Davis". Aquella frase de Baudelaire que decía que hay que ser sublime sin interrupción suena muy bien, pero no es real. Qué le vamos a hacer. Ni siquiera Umbral, que tantas veces la utilizó en sus textos, lo fue. Aunque haya sido un autor excepcional al que siempre hay que volver.  
Llewyn Davis deambula por las heladas calles de Nueva York en busca de una oportunidad, de alguien que le permita cantar en su garito para que un pez gordo tenga la oportunidad de escucharle y descubrir su talento. Creo que es uno de los personajes más tiernos de los muchos que han creado los Coen. Oscar Isaac, el actor que se pone en la piel de ese personaje, le otorga credibilidad, sensibilidad, unos ojos tristes y desvalidos que se adecúan perfectamente a lo que intenta reflejar su personaje, y la bonita voz de la que antes hablaba. Carey Mulligan, pese a lo desagradable de su personaje (está perpetuamente rabiada), ofrece el carisma de siempre. Y qué decir de John Goodman y de F.  Murray Abraham, que aprovechan sus breves y jugosas interpretaciones con la maestría habitual.
Cada vez hace más frío. Algunos copos de nieve revolotean entre las luces de las farolas. En esa especie de pequeño parque que hay detrás de San Julián de los Prados y que ahora atravesamos -casi en penumbra- de regreso a casa, un par de jóvenes, desafiando al frío y a esos primeros copos de nieve que revolotean alrededor de la luz, rasgan una guitarra y cantan un clásico de Dylan, "The times they are a-changin". A veces, casi de un modo mágico, el cine y la realidad tienden a fundirse. Pienso que mientras alguien siga cantando esa canción no todo estará perdido.

sábado, 18 de enero de 2014

El robo de las gafas

Las gafas, sí. Me han robado las gafas. Un domingo cualquiera. Uno de estos domingos en los que el sol intenta hacerse un hueco y trata de disfrazar el invierno de primavera. En vano, claro. Aún queda mucho invierno por delante. Salimos de casa, como todos los domingos, alrededor de las once, en dirección a los mercadillos del Fontán. Y las gafas, dentro de su funda, iban en el interior de mi bolsa. Una bolsa negra, estupenda, sin cremallera, que me regaló mi amiga Toña hace algunos meses. Me detuve en todos los puestos de libros, pero, a diferencia de lo que sucede habitualmente, ninguno llamó mi atención y no tuve que sacar las gafas de la bolsa para leer unas líneas de alguno de esos libros que venden a buen precio. No había demasiada gente. La hora justa. La hora que nos gusta para repetir cada domingo el mismo ritual. Sin demasiado barullo ni aglomeraciones. Hay costumbres que conviene mantener, que le dan cierto sentido a la monotonía. El sentido, en este caso, del posible hallazgo. La búsqueda y el hallazgo. Lo que le da un poco de criterio a esta existencia.
Aquel domingo, pese a la búsqueda, no hubo hallazgo. No todos los días son días de fiesta, ya se sabe. Tras el recorrido por los puestos del Fontán y una buena caminata, llegamos a la casa de mis padres. Íñigo, desde el sofá donde se encuentra leyendo el periódico, me dice que me acerque y que lea no sé qué. Salgo de la cocina, donde estoy ultimando lo que vamos a comer, y busco mis gafas en la bolsa para leerlo. Las gafas no están. Miro una y otra vez, desparramo por el sofá todo el contenido de la bolsa, y nada. Ahí es cuando me doy cuenta de que me las han robado, de que alguien, mientras hojeaba algún libro, introdujo la mano en la bolsa y cogió lo primero que encontró. La indignación, la rabia, la impotencia. Conviene no perder la calma. Me sirvo una copa de vino. El mal humor alcanza mi pulso y derramo una gota por el mantel. Regreso a la cocina con ganas de gritar.
Han pasado varios días. Estoy utilizando unas gafas viejas que tenía guardadas en el fondo de un cajón porque me daba pena tirarlas (demasiados años acompañándome). Desde entonces, desde el domingo en que se produjo el robo, he llamado con insistencia a Objetos perdidos (la esperanza es lo último que se pierde, ¿no?), sin éxito alguno. El hombre que contesta al teléfono con voz ronca y corrección siempre dice lo mismo: no han llegado ningunas gafas. Y yo siempre respondo lo mismo: volveré a llamar. Pero llega un día en el que decido no llamar más. Hay que enfrentarse a la situación. Ir al oculista, comprar otras gafas. Y lo hago.  
Ahora tengo dos gafas. Unas para lejos y otras para cerca. Decía García Márquez que no le había ocurrido nada interesante después de los ocho años. Por un momento, tengo menos de ocho años y puedo ver las dos gafas, para lejos y para cerca, que tenía la abuela Virginia en la mesa donde colocaba sus cosas, cerca de la ventana y de la máquina de coser. Con menos de ocho años, aquello me llama poderosamente la atención. Dos gafas. Qué cosas más extrañas hace la gente mayor, pienso. Algunas veces, con menos de ocho años, me pongo las gafas de la abuela. Tanto ella como mi madre me dicen que me las quite inmediatamente, que eso es malo para mis ojos. El mundo, a través de esas gafas, se ve desproporcionado, distorsionado. Quizá un poco de distorsión no le venga mal al mundo. Eso lo pienso después, claro, cuando ya no tengo ocho años.
Han pasado casi cuarenta años desde entonces. Ahora soy yo el que tiene dos gafas, como la gente mayor. O como la gente que, a mis ocho años, yo consideraba mayor. Entre otras cosas, la vista cansada. Eso dijo la oculista. Tengo dos gafas, para lejos y para cerca, y una bolsa con cremallera que mi mano agarra con fuerza cuando salgo a la calle. Hay cosas que uno está seguro de que nunca le volverán a suceder.  

jueves, 16 de enero de 2014

Una forma de resistencia

Tras enterarme de la muerte de Juan Gelman, el poeta de los ojos tristes como tan acertadamente han recordado en las últimas horas, salí a la calle. Fue un gesto instintivo, apresurado. Como si en ese momento no quisiese o no pudiese coger uno de sus libros y leer, a ráfagas apresuradas, algunos de sus poemas. No era el momento para ello. Tampoco para escribir sobre él. Era el momento de salir de casa, de airearse. Me puse apresuradamente el abrigo, colgué la bolsa al hombro y cerré la puerta. La mañana, fresca y nublada. La lluvia, una amenaza constante. Y el aire del invierno tenía una tristeza que acentuaba aún más la tristeza por esa condenada muerte (otra más). Caminando por el parque San Francisco, en dirección a la biblioteca, pisando las hojas secas que crujían bajo mis zapatos, recordé aquellas tardes en las que mi amiga María y yo empezábamos a leer a Gelman, a César Vallejo, a Lorca, a Miguel Hernández, a Sam Shepard y a tantos otros. Aún andábamos por los veinte años. Tardes ociosas en los cafés más recónditos de la ciudad (todos cerrados desde hace tiempo). Tardes de aprendizaje, bebiendo un café detrás de otro, o un vino malo detrás de otro, mientras la luz y el tiempo se iban escapando de los cristales y del horizonte. Leyendo poemas que encontrábamos en libros de segunda mano. Libros amarilleados por el paso del tiempo y que aún conservaban alguna página doblada por su anterior propietario. Los poemas que venían en esas hojas eran los primeros que leíamos. Nos gustaba imaginar los motivos por los que habían señalado aquellos poemas concretos. Un amor, un desamor, una pérdida, una ausencia, un exilio... La melancolía de aquellas palabras nos conmovía de esa manera tan especial que uno siente cuando empieza a comprender de verdad las cosas de la vida, ya me entendéis. Esa manera de comprender la vida y sus cosas que ya no se te olvidará jamás. De Gelman, aparte de su poesía, nos fascinaba el hombre: su dignidad, su dolor, su posición política. La búsqueda de la palabra exacta que define un sentimiento, un estado de ánimo. La búsqueda, siempre al alcance. Como un faro -acaso el único- que alumbra y ayuda a no echarse a perder. Qué difícil travesía ésa, la de no echarse a perder. La búsqueda que ayuda a sostener la dignidad, las palabras que llegan, el refugio de la noche. Que ayudan a combatir los zarpazos de la vida, que nunca son pocos. Lamentablemente.  
Pocos tiempos como estos que ahora corren para entender la poesía como él lo hacía: como una forma de resistencia. Ahora, tristemente, cobran aún más sentido esas palabras. Sus palabras. Ahora que todo anda patas arriba, que el mundo parece a punto de derrumbarse, que los malos siempre ganan las batallas, que la mierda se esconde sin disimulo debajo de las alfombras, que las injusticias se llevan todos los premios, que los políticos desmontan a su antojo leyes imprescindibles para los ciudadanos, que las alcaldesas más torpes confunden las peras con las manzanas, que las princesas se sientan en los banquillos, que los que apenas saben leer son los que más libros venden, que cualquiera se entrega al mejor postor por un miserable puñado de euros, que la palabra que algunos te ofrecen vale menos que nada, que las máscaras de algunos otros han dejado ver su verdadero y desagradable rostro, ahora, digo, es cuando las palabras, esas palabras de Juan Gelman, cobran más sentido. La poesía, una forma de resistencia. A ella nos agarramos con toda la fuerza de la que somos capaces.
Que la búsqueda continúe. Seguiremos leyendo a Gelman, evidentemente. Resistiremos. O seguiremos intentándolo, cada día, que tampoco es poca cosa.

 

miércoles, 15 de enero de 2014

¿Quién teme a la madre feroz?

La madre de la obra teatral "Agosto", Violet Weston, es un personaje complejísimo. Una mujer enferma, dolida, irascible, deslenguada, atiborrada de pastillas, de vuelta de todo, al borde siempre de la crispación y del precipicio, en constante lucha con los demás y consigo misma. Un regalo para una gran actriz. Han sido varias ya las que, sobre las tablas, lo interpretaron. Tuve la suerte de ver en Buenos Aires, hace cuatro años, a Norma Aleandro representando el papel y me pareció un acercamiento al personaje muy acertado. Siempre al borde, pero nunca pasando a la sobreactuación, que sería lo más fácil con la bomba que la actriz se traía entre manos. Una mujer desequilibrada (una mujer bajo la influencia, por citar a John Cassavetes y su memorable película) por las circunstancias, pero no sobreactuada, chillona o histérica. Hay una línea muy sutil entre unos conceptos y otros. Norma Aleandro no la traspasaba. Cuando salí de aquel teatro de Buenos Aires, completamente hechizado por las más de tres horas de función, por aquellos conflictos familiares que remitían a los que Tennesse Williams (es inevitable la referencia) trató en su teatro, pensé en qué actriz española podía llevar a buen puerto este trabajo. Y pensé, inmediatamente, en Lola Herrera para el papel de la madre y en Natalia Dicenta para el de la hija. Ambas, bien dirigidas (esta obra necesita una buena dirección que amarre bien todos los flecos, los desmelenes, que no son pocos: que sostenga el texto y, sobre todo, a las actrices), podrían estar soberbias. De eso hablamos mientras cenábamos en un restaurante italiano cercano al teatro Lola Membrives, donde se representaba la función. Las veía, a Lola y a Natalia, claramente. Me imaginé que cualquier productor avispado tendría la misma visión que yo. No sucedió así y los papeles fueron a parar a manos de Amparo Baró y Carmen Machi. No tuve la fortuna de ver esa versión, pero las críticas fueron espléndidas, sobre todo para Amparo, tan grande como Lola o como Norma, desde luego.
Vamos a la película. He de reconocer que cuando me enteré de que Meryl Streep era la encargada de protagonizarla, me eché a temblar. Me hubiese gustado ver a Shirley MacLaine o a Jessica Lange en el papel de esa madre tremenda. Meryl es capaz de lo mejor y, también, de lo peor. Su tendencia a la sobreactuación y sus ganas de querer siempre ser la más en todo, me daban bastante miedo con un personaje como éste. No es, como saben bien los lectores de estas columnas, una de mis actrices favoritas. Me gusta su trabajo en "Las horas" y algún otro: siempre que se muestre contenida y que no quiera ponerse la medalla de mejor actriz de su generación (por así decir). Me sorprende pocas veces porque es una de esas actrices a las que ves venir de lejos. Sabes qué gesto va a hacer antes de que lo haga, qué mohín o qué mirada va a dirigir a su oponente. Es una actriz bastante previsible, que es lo que les pasa a muchas (grandes) actrices cuando no están bien dirigidas, cuando van a su aire, cuando se creen imprescindibles. La película había que verla. Era inevitable. Y como película, en fin, no deja de ser un telefilme de lujo de esos que ponen a la hora de la siesta. Un telefilme de lujo con buenas interpretaciones, lo reconozco.
Meryl Streep, pese a un par de deslices hacia la sobreactuación que rápidamente corrige, está espléndida. Administra con sabiduría los vaivenes de su personaje y realmente ves al personaje, no a la actriz queriendo ganar otro Oscar, como ocurre tantas veces con ella. A su lado, todo el elenco está bien (chirría un poco Juliette Lewis). Sobre todo, Margo Martindale, en el personaje más "tennessewilliams" de todos, y Julia Roberts, que muestra una serenidad y una sabiduría realmente encomiables. No hay duda de que la madurez, si sabe escoger bien sus papeles, le sentará estupendamente.  
La obra seguirá representándose porque tiene todos los aires de convertirse en un clásico del teatro contemporáneo, si no lo es ya. Y seguiremos viéndola, confiando en que alguna de nuestras actrices favoritas se haga con tan jugoso regalo.   
 
 

lunes, 13 de enero de 2014

Volviendo a la juventud

De repente, casi al final de la tarde, vuelves a poner la mirada en la juventud. No estaba planeado. Ella lo hace posible. La mujer que se parecía a Amparo Muñoz. Está ahí, cruzando de acera, justo enfrente del café donde estamos sentados. Han pasado los años, pero sigue siendo igual de espectacular que entonces, cuando venía a comprar periódicos y tabaco a aquel quiosco en el que trabajaste durante el verano que precedió al comienzo de la universidad. Fue un verano largo, húmedo y caluroso. Aún estaban abiertas las heridas del primer amor. Aquel chico no estaba preparado para desafiar lo establecido y tú no estabas preparado para recibir aquellas heridas. Querías huir de ellas, hacer muchas cosas, mantener la mente ocupada, cansarte, llegar agotado a la noche: por eso, cuando surgió la posibilidad, decidiste trabajar durante el verano. Ella venía a comprar el periódico y un paquete de tabaco todos los días, a pesar de que tenía un estanco justo al lado. Me imagino que la gente que por entonces trabajaba en aquel estanco no era de su agrado. A muchas personas les pasaba lo mismo, y lo decían abiertamente. Cuando pensaba en ella, no pensaba en él (vamos a llamarlo Iván). Era una mujer bellísima, espectacular. De pocas palabras, de gestos sensuales. De voz turbia y manos grandes. Tenía algo en los ojos que dejaba claro que no era feliz del todo. Otra chica sin suerte. El mismo desamparo que Amparo Muñoz tenía en los suyos, en aquellos ojos tan hermosos y tan tristes, desvalidos. Movía el pelo como ella, como Amparo, en un gesto natural, nada forzado. A veces, venía con el pelo mojado, como si acabase de salir de la ducha. ¿Qué vida se escondería detrás de aquella figura? Cuando pensaba en ella, en aquella vida, no pensaba en Iván. No pensar en Iván era mi cometido. Y sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Ella venía todas las mañanas, alrededor de las doce, siempre a comprar una cajetilla de tabaco rubio y el periódico del día. Decían que era camarera. La gente siempre dice muchas cosas y siempre habla más de la cuenta. Yo estaba deseando que viniera cada mañana. Me fascinaba verla. Imaginar su vida. Olvidarme de Iván. Ver cómo le quitaba el papel al paquete de tabaco y se llevaba un cigarrillo con ansiedad a los labios antes de abandonar el quiosco. Cómo los labios apretaban el cigarrillo. Cómo anhelaban aspirar aquel sabor. ¿Tienes por ahí un mechero?, me preguntaba. En algún sitio, habrá un cuaderno donde esté escrito todo eso.
Ahora está ahí, cruzando la acera, con cara de cansancio, con un cigarrillo entre los dedos. El pelo algo enmarañado (tan largo como entonces, tan largo como el que luce Amparo en casi todas las fotografías), los pantalones pitillo, el top ajustado y los tacones altos. Tan esbelta como siempre. Tan rotunda. Los años han pasado, sí, pero sigue conservando el mismo misterio, el mismo desamparo. La vida no pasa sin dejar constancia de su absoluto poder. Ahora trabaja en una pastelería. La que está enfrente del café donde estamos sentados, al final de la tarde. Me imagino que habrá terminado su turno por hoy. Un par de hombres se vuelven para mirarla. Pero ella sigue su camino. Supongo que sólo deseará alcanzar la cama para descansar un rato, tomarse una copa, relajarse. Al fin y al cabo, es sábado. Y los sábados por la noche, hayan pasado los años que hayan pasado, las mujeres como ella nunca suelen quedarse en casa. Pese a todo, aún confían en que ese halo de desamparo desaparezca definitivamente de sus ojos.

sábado, 11 de enero de 2014

Casiopea o nada

Era un apartamento pequeño, lleno de luz, con una espléndida terraza donde siempre daba el sol. Mi hermana y yo estábamos allí, en aquella terraza, charlando y sintiendo el sol en nuestras pieles. Tomando Martini, fumando cigarrillos rubios, escuchando música. Esperando la llegada de los amigos que por entonces frecuentaban con asiduidad aquel apartamento en el que vivía mi hermana. De vez en cuando, regresábamos a la cocina para atender lo que se estaba preparando en el fuego, para descansar un poco de aquel intenso sol de verano, para rellenar la copa. ¿Quién dijo que los veranos en la ciudad son aburridos? En aquel tiempo, al menos, no lo eran en absoluto. No había demasiadas cosas que celebrar -o sí, ya no lo recuerdo bien-, pero nosotros las celebrábamos. Éramos jóvenes y estábamos allí. ¿Quién pensaba demasiado en el futuro? Con aquello, la juventud y el sol, era suficiente. El presente era nuestro plan más inmediato.  
Mientras charlábamos, tomábamos el sol y el Martini, y esperábamos la llegada de nuestros amigos para la cena, Casiopea caminaba torpemente de un lado a otro de la terraza. A veces, cuando el calor era demasiado intenso, se detenía un buen rato cerca de nuestros pies desnudos o de alguna esquina donde había un poco de sombra. Las tortugas son un poco extrañas, sí, pero no son tontas. Y recordábamos el día que había llegado a la casa de nuestros padres.   
Aquel día, cuando llegó a casa de nuestros padres, Casiopea era casi del tamaño de una canica y cabía perfectamente en la palma de la mano. Si lo hacías, si la ponías en la palma de la mano, podías sentir una especie de cosquillas cuando movía sus diminutas patas. La rugosidad de su piel. La textura de su caparazón al deslizar un dedo por él. Las ganas que tenía de irse de allí, de la palma de la mano, de regresar a su acuario. Ayer, casi veinte años después,  murió. Casiopea era el único animal que mis padres le permitieron a mi hermana llevar a casa. Las cosas siempre pueden ser de otra manera, pero, en realidad, son como son. Muchos niños quieren perros o gatos, y sus padres no los consideran apropiados para los pisos, ya sean grandes o pequeños. Los animales, dicen, son para las casas de los pueblos. La historia se repite constantemente. Es algo cíclico. Mi hermana lo intentó de todas las maneras posibles, pero no pudo ser. Mi padre se mostró tajante, inflexible. Casiopea o nada. Casiopea, por supuesto. Como la famosa constelación.
No sé si se la compró ella misma, si se la regaló mi madre o algún novio: no recuerdo nada de eso. Sólo recuerdo -como la recordaba en aquella terraza llena de luz, la de aquel pequeño apartamento- la sonrisa de mi hermana cuando la tortuga apareció por casa. Y aquel diminuto animal en la palma de nuestras manos, deseando regresar a su acuario. De unas manos a otras, y luego, siempre, a las de mi hermana, que veía en aquel animal todos los que no había podido tener. Perros, gatos, pájaros, etcétera. Los peces, decía, son más aburridos.
Veinte años son muchos años, aunque hayan pasado volando. Muchos años para una tortuga y para cualquiera. Hemos dejado muchas cosas en el camino y adquirido otras. Lo normal en viajes tan largos. No conviene hacerse demasiados planteamientos. Y menos aún en estos tiempos. Sólo recuperar aquel momento, en aquella terraza, el sol calentando nuestras pieles y el Martini nuestras gargantas. El futuro era una incógnita (como lo es hoy). Aún quedaba mucho verano por delante. Y Casiopea caminando de un lado a otro de la terraza, protegiéndose del sol.
Casiopea -como la famosa constelación- o nada. 

miércoles, 8 de enero de 2014

Un día sin paseo

Después de la gran resaca que suponen siempre las jornadas navideñas -demasiadas celebraciones en apenas quince días: demasiado de todo en muy corto espacio de tiempo- decido quedarme un día entero en casa, cosa bastante inusual en mí. Un día en pijama. Un día sin paseo. Como el día después de Reyes, antes de empezar de nuevo al colegio (aquel infierno con olor a cura viejo y represión), cuando era pequeño. Aprovecho para continuar un relato que tenía pendiente desde el mes pasado, para leer un poco de este libro y de aquel otro, para ver una entrevista que le acaban de hacer a Charo López en la televisión argentina a propósito de la obra teatral que estos días estrena allí, "En la lagua dorada", con Pepe Soriano. (La misma obra que estos días representan por nuestro país Lola Herrera y Héctor Alterio y que dio origen a la película que protagonizaron en su día Katherine Hepburn y Henry Fonda y por la que ambos recibieron el Oscar). La entrevista dura algo menos de una hora y en ella se hace un repaso por la trayectoria vital y profesional de la actriz. Habla de esto y de lo otro. La ciudad donde nació (Salamanca), los tiempos del franquismo, los comienzos como actriz, el encuentro con Gonzalo Suárez, el parecido con Ava Gardner (está harta de la comparación), los papeles dramáticos que le ofrecían por su físico, las palabras que cruzo con Buñuel para la película en la que estuvo a punto de participar, "La vía láctea" ("quiero una virgen puta", le espetó don Luis), la gloriosa participación en "Los gozos y las sombras", la crisis por la que atraviesa nuestro país, la falta de trabajo para los actores y para todos en general, la obra que estrena, la adoración que siente por Argentina... Y la muerte. La muerte que dice obsesionarla y que salpica inesperadamente toda la entrevista. Charo acaba de cumplir setenta años. Y da la sensación por sus palabras (y por otras, también recientes, que leí en otra entrevista en la que reconocía que el año pasado, tras la muerte de su madre y la falta de trabajo, no había sido el mejor de los años) que siente que la cuenta atrás, de algún modo, ha comenzado. Supongo que es una sensación extraña, aunque todos, tengamos la edad que tengamos, estamos expuestos a los designios de la muerte, del destino que nos aguarda.
No es un tema nuevo, desde luego. Aunque la intensidad (y el humor: ay, esa carcajada suya...) con que Charo lo cuenta hace aún más evidente el asunto. ¿Quién no ha pensado alguna vez en la muerte de sus seres más cercanos, ahora que ya empiezan a rondar la edad de la propia Charo? Supongo que todo el mundo. Uno piensa en ello durante unos minutos y deja inmediatamente de hacerlo. Como si apagara violentamente un aparato donde estuviese sonando una música que le repele a los oídos. Borra el pensamiento, aniquila la posibilidad de recrearse en tan complejo y triste tema, se pone a limpiar, sale a la calle. Pero hoy, en contra de lo habitual, no es día de salir a la calle. Ni siquiera la posibilidad de encontrar un libro o un deuvedé interesante en el barullo de las rebajas hace que cambie de idea. Ya habrá más días.
No salgo de casa, pero quiero huir de ese pensamiento que obsesiona a Charo, la idea de la muerte, tan presente, por otro lado, en muchos de los personajes de Woody Allen. No es día para cosas transcendentales. Un día sin paseo no es para eso.
De repente, descubro que han nominado a los Goya a Terele Pávez. Su quinta nominación. Pese a que me gustan mucho las otras actrices nominadas (que alguien le brinde un protagonista a Susi Sánchez, por favor), espero que este año se lo den a ella de una vez por todas. Hablar de Terele, de su voz, de su inmenso talento, de su trabajo en "El caso de las envenenadas de Valencia" (que debería de ser asignatura obligatoria en cualquier escuela de interpretación que se precie). Ése será un buen tema para otro día sin paseo. O para cualquier día, en realidad.      

domingo, 5 de enero de 2014

Las horas previas

 Desde la perspectiva que otorga el paso del tiempo, aparte de nuestra propia inocencia, lo que más enternece de aquellas lejanas Noches de Reyes en las que la gran mentira aún estaba por descubrir era toda la parafernalia que organizaban nuestros padres para que no nos enterásemos de nada. Envolver los regalos, sacarlos de su escondite, colocarlos en la mesa de la cocina o debajo del árbol, ya sin el esplendor inicial de días anteriores. Todo en silencio. Con sumo cuidado. Sin levantar la más mínima sospecha. Conmueve pensar en toda esa organización, en todo ese despliegue. Personalmente, aún me conmueve más teniendo en cuenta que aquellas noches, las de Reyes, apenas podía conciliar el sueño. (Lo mismo que me ocurre ahora cada vez que emprendemos un viaje, da igual el número de ellos que hayamos hecho ni al lugar al que nos dirijamos: la noche anterior jamás consigo dormir más de tres horas). ¿Cómo podían llevar a cabo nuestros padres todo aquel teatro? ¿Cómo era incapaz de escuchar nada, ningún movimiento, por mucho silencio que aplicasen en el esfuerzo? Una parte más de la magia. Supongo que algo de eso había.  
Pronto cambiaron las cosas. Tengo la sensación de que los niños de antes descubríamos antes la verdad. O quizá sea que los niños de ahora, aún sabiéndola, guardan silencio, intentan prorrogar a su manera la historia. Se hacen los locos, en definitiva. Antes, descubrirlo todo, era una manera de decir lo listos que éramos. Una manera de dar un paso hacia delante, de sentirnos un poco más mayores. Pobres ingenuos.
La magia nunca volvió a ser la misma, evidentemente. A pesar de ello, algo de aquella magia perduraba. Siempre se esperaba por algo, lo que fuese,  no vamos a negarlo. Por libros y discos, en mi caso, concretamente, qué le vamos a hacer. He de decir que siempre llegaban todos los solicitados. Los Reyes que ya no eran los Reyes nunca fallaron. Siguen sin hacerlo.
Hoy en día, más que la propia Noche de Reyes, me gusta el día que la precede. Salir a la calle, observar a la gente, perderme entre el bullicio. Se pueden descubrir muchos comportamientos, muchas reacciones, muchas actitudes, como siempre. La gente que compra por obligación, la que lo hace con afecto: la que coge cualquier cosa, la que se esmera por regalar aquello que la persona en cuestión anhela. Trabajando en una librería (en cualquier tienda, en realidad), enseguida te das cuenta de todo eso. Paseando por las calles, como esta mañana hicimos, también. Lo previsible e imprevisible del género humano.
No sé qué sorpresas me esperarán mañana. La primera llegó esta mañana, inesperadamente, paseando entre los puestos del Fontán, como todos los domingos. "Enigmas con jardín", de José Luis García Martín. Aunque ya lo había leído en su momento, no lo tenía en la biblioteca. Me hice con él. En estas horas previas, mientras ya va oscureciendo, abro el libro al azar y leo: "Después del continuo ajetreo del oleaje, que he seguido sintiendo en sueños, me despierta una rara sensación de calma. Ya ha amanecido. Qué deslumbrante maravilla. El sol y el cielo tienen exactamente el mismo límpido azul del primer día de la creación". Cierro el libro. Seguimos aguardando.

sábado, 4 de enero de 2014

Sobran las palabras

Eran tardes calurosas, con el verano ya confortablemente instalado en la ciudad y la cartelera cinematográfica no pasaba -como siempre ocurre en esas fechas o en las navideñas- por sus momentos más gloriosos. Pese a ello, mi amiga María y yo teníamos ganas de entrar en una sala de cine, de ver una película (tampoco cualquier cosa, ninguna de esas vulgaridades que estrenan en los meses estivales), no tenía que tratarse tampoco de una obra maestra. Nos bastaba con que fuese una película amable, entretenida, bien interpretada. Una de esa películas que narran la historia de personas normales y corrientes, como usted y como yo, que ríen y sufren y aman y se ilusionan para volver a desilusionarse. Una película que narrase un pequeño tramo de esas vidas. Siempre había alguna. Aún estábamos en los tiempos en los que en Oviedo había cines y la oferta era más amplia, más interesante. Y, por supuesto, siempre nos quedaba el refugio de los cines Clarín -una especie de segunda casa: de día y de noche, en cualquier época del año-, que rescataba por esas fechas algún título interesante que no había llegado a proyectarse por aquí en su momento por la avalancha de estrenos o el escaso número de copias que habían salido en el momento de su estreno. Alguna película menor o independiente (cuando esa palabra no estaba tan trillada y/o devaluada), con personajes cuyos conflictos nos interesaban: el amor, el desamor, la amistad, las ilusiones o las desilusiones, los trabajos, las expectativas... Ya digo: siempre había alguna oferta para aquellos largos veranos en la ciudad. Una película para ver y que comentar después largamente en la terraza de algún café.
He pensado en todo esto el otro día, viendo una de esas películas menores pero interesantes, la penúltima -aún queda otra por estrenar- que protagonizó el malogrado y estupendo James Galdonfini, "Sobran las palabras". Una película amable, entretenida, decididamente menor, pero con gancho, con encanto. Una historia con personajes que ya han traspasado con creces los cuarenta, que están de vuelta de casi todo, que -pese a los golpes recibidos, a las desilusiones, a las frustraciones, a los miedos- quieren volver a intentar ser felices, aunque sea por un rato. El que les permitan, que ahí, por mucho empeño que le ponga, uno no tiene nunca la última palabra. Y te das cuenta, viendo a esos personajes hablar y deambular de un lado a otro, de que el ser humano sigue cayendo en los mismos errores. En errores muy parecidos a los anteriores. Lo de tropezar dos veces en la misma piedra y todo eso. Y sin embargo... Ahí está la vida, sí, para levantarse y volver a intentarlo. Los conflictos vuelven a quedarse atrás y cederán su espacio a otros nuevos. Así es la historia. La vida que muestran estas películas que son el reflejo del día a día. Pura esencia de lo cotidiano. Espejos donde encontrar algún reflejo. Un lugar común. O varios.
Está Galdonfini, claro. Haciendo un personaje entrañable. Y están todos los demás -todas las demás, básicamente- realizando unas estupendas composiciones. Destacaría a la gran Catherine Keener en el papel de una escritora necesitada de los masajes que imparte la protagonista de la cinta, Julia Luis-Dreyfus (nominada al Globo de Oro de este año). Una Catherine Keener tan espléndida como siempre. Qué pena que por aquí no podamos escuchar su bella voz enronquecida. Otra de sus fascinantes cualidades.
Es una de esas películas de las que te apetece hablar al salir del cine. Entrar en un bar, pedir un par de vinos y comentarla, divagar sobre el futuro de esos personajes que has dejado en la sala, sentados en el césped, un poco a la deriva (como todos), hablando también... Como en los viejos tiempos, en aquellos lejanos veranos que, de cuando en cuando, vienen a la memoria.  

jueves, 2 de enero de 2014

En busca del enigma

La historia de los Modlin no es una novela de misterio, pero podría serlo. A la gran Ruth Rendell, sin ir más lejos, le hubiesen apasionado estas vidas. Tres personajes -un matrimonio y su único hijo: Margaret, Elmer y Nelson- abandonan América y se instalan en nuestro país, en Madrid, a comienzos de los años setenta. No son los años setenta americanos ni los del resto de Europa: son los años setenta donde está confortablemente asentada una dictadura, la del general Franco. La mujer es pintora, el marido actor secundario -muy secundario: su brevísima aparición en "La semilla del diablo", en la famosa escena en la que el personaje de Mia Farrow descubre la verdadera identidad de su hijo, determinará en cierto modo su destino- y cree, sobre todas las cosas, en la genialidad de su mujer. Quieren que su hijo se convierta en una estrella de cine. Los tres son muy guapos, cada uno en su estilo. La mujer tiene una belleza como de actriz antigua, el marido cierto aire de galán clásico y el hijo, quizá el más guapo de los tres, hubiera hecho las delicias de Andy Warhol para una de sus películas. Llevan una vida extraña, pasan la mayor parte del tiempo encerrados en casa, se hacen fotografías aún más extrañas, se concentran en la obra de la mujer, muy influenciada por el surrealismo. El enigma está dentro de lo que ocurre detrás de la puerta de su casa. El enigma puede ser diabólico, retorcido. Quién sabe.
Muchos años más tarde, en la misma calle madrileña donde vivieron, aparecen un montón de fotografías, enseres  y pertenencias de la familia. Los tres están muertos. Y alguien ha tirado a la basura todo ese material que un hombre, Paco Gómez, fotógrafo, recoge y examina con atención. Ahí comienza la búsqueda del enigma. La obsesión por averiguar cosas y más cosas de aquella pintoresca familia. ¿Dónde está la obra de la mujer? ¿Qué hacían detrás la puerta de su casa? ¿A qué venían todas aquellas fotografías? ¿Quién se deshizo de ellas? La indagación es larga y, en ocasiones, complicada. Una puerta abre la siguiente, y así sucesivamente. No siempre las puertas son fáciles de abrir. Paco escribe un libro con todo ello. Un libro que no es una novela de misterio, pero que lo parece. La búsqueda del enigma es apasionante y el modo de narrar minuciosamente la historia, también. Los hilos van trenzando el argumento. Las piezas encajan poco a poco en un monumental puzle. El enigma aún continúa. Incluso después de acabar de leer el libro, el enigma continuará. Sólo se hubiese podido descifrar por completo -creo-, si hubiésemos podido estar allí, en la casa, con ellos.
Confieso que a mí también me hubiese gustado estar allí, en aquella casa, como un fantasma, como un testigo silencioso, observando los movimientos de aquella familia, sus reacciones, sus extraños comportamientos. Observando sin ser visto, claro. Como un voayer que mira detrás de la cortina. Descifrando los motivos que les llevaban a perseguir sin descanso su único objetivo: ser famosos, ser reconocidos por su talento. No pudo ser. Lógicamente, nadie pudo estar allí, salvo algunas personas que sí pudieron y lo recuerdan en el libro. Tampoco llegó el reconocimiento, la ansiada fama que se empeñaban en conseguir. La mala suerte, estar en el lugar equivocado, el destino, o vaya usted a saber... Parte de esa gloria llegó después de su muerte, tras el descubrimiento de aquel montón de fotografías desparramadas en el suelo de una calle madrileña.
El texto es espléndido y va acompañado de numerosas fotografías de los personajes y de la obra de Margaret. Es un certero acercamiento a la vida de esas tres personas, a la complejidad del ser humano. A los miedos, a los anhelos, a las frustraciones. A lo que mostramos y a lo que ocultamos. A lo que somos y a lo que queremos llegar a ser. Aquí, en este libro, está contado. Puede que no todo esté contado porque -quizá- no pueda contarse. Por eso algunas cosas las imaginamos. Siempre está bien leer entre líneas. Esas palabras que no se escriben pero que se intuyen entre las otras, las escritas. La vida es demasiado compleja. Y la de los Modlin no era una excepción. Todo lo contrario. Desde esas fotografías que estaban tiradas en la calle y que ahora aparecen en el libro, podemos intuirlo.
Se ha desvelado parte del enigma. La otra parte aún pulula por ahí, sabiendo que no llegará a ser descubierta jamás. Como si ellos, al desaparecer, se lo hubiesen llevado consigo. Aunque su presencia -tan poderosa- podamos intuirla cercana. Como la de esos fantasmas que se resisten a abandonar el castillo y cuya apasionante leyenda les precede.