miércoles, 4 de diciembre de 2013

Frío sol de invierno

Desde el interior del café donde estoy sentado, a primera hora de la mañana, puedo ver el cielo completamente despejado, sin rastro de nubes, de un azul tan intenso que si lo observas detenidamente te hace algo de daño a los ojos. Es el cielo de diciembre, en días sin amenaza de lluvia, que contrasta poderosamente con la gente que pasa por delante del ventanal del café con las manos en los bolsillos, los cuellos de los abrigos levantados, las bufandas anudadas, la nariz y las mejillas completamente rojas. Antes me gustaba el invierno, los días despejados y con mucho frío, abrigarme bien y caminar a buen paso durante toda la mañana sintiendo la helada de las primeras horas en la cara. Ahora, no lo niego, me sigue gustando, pero los huesos se resienten un poco y echan de menos los días calurosos, el sol calentando las rodillas, los brazos, el rostro. Ese sol de la primavera y del verano (y del otoño, con suerte) que calienta y reconforta como el café caliente que estoy tomando ahora mismo, ese sol que te permite desprenderte del abrigo, de la chaqueta, de la bufanda y de la gorra. Que, en días como hoy, pese a la belleza del cielo, se añora. Como se añora a quien no está entre nosotros, por muchos años que hayan pasado desde su marcha. El sol está ahí, en una esquina, un tanto tímido y retraído, convirtiendo en más luminoso aún ese cielo, pero apenas calienta. Frío sol de un invierno que todavía no ha hecho su aparición en el calendario pero que ya está aquí: rotundo y desafiante, enredado en la humedad propia de la tierra, confortablemente instalado. El invierno del norte. El nuestro. Un año más. Quién sabe hasta cuándo durará.
Hojeo los periódicos rápidamente. Me apena mucho la noticia de la muerte de Fernando Argenta, al que tantas veces escuché en sus programas de radio. Aquella voz alegre y vital, con ganas de transmitir a los demás sus conocimientos sobre música clásica sin pedantería ni tontas, rebuscadas o huecas palabras. Me apena su desaparición como la de alguien cercano, muy cercano, que me acompañó durante un buen trecho del camino. Recuerdo, de pronto, otros inviernos y otros otoños que parecían inviernos, ya lejanos, en la casa de mis padres, a primera hora de la tarde, escribiendo (o leyendo) y escuchando su voz, la voz característica y jovial de Fernando Argenta, y la música que programaba en aquella radio de la que cada vez van quedando menos cosas. Aquel sol frío filtrándose por los visillos, el sonido de la máquina de escribir o del primer ordenador, el silencio de la casa tras la comida (el sonido de la máquina de escribir retumbando en aquel silencio, llegando a los oídos de quienes dormían la siesta), la vida por delante. Otras épocas. Otros inviernos. El mismo frío sol que el de esta mañana de primeros de diciembre. En un tiempo que no es invierno y que sí lo es.  
Salgo a la calle, después de terminar mi café y hojear apresuradamente los periódicos. Subo el cuello del abrigo y anudo la bufanda al cuello. Miro a un lado y a otro y. en realidad, me importa poco qué dirección tomar. Pienso que en la incertidumbre, bajo este cielo azul que daña un poco la vista si lo miras con descaro, quizá se encuentre la sorpresa.

1 comentario:

  1. Fernando, si pudieras leer estas letras, estarías feliz de haber dejado tanta huella de tu paso por la radio con Araceli que tiene la risa más franca y hermosa que he oído nunca. Estarías feliz, porque con tu partida todos hemos recordado aquellos buenos ratos que pasamos juntos. Hay personas que aunque desconocidas forman parte de nuestro paisaje más personal. Descanse en paz Fernando Argenta que seguro formará una orquesta con las estrellas.
    La sorpresa está ahí, no lo dudes esperando por ti. Y será buena, lo intuyo

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