jueves, 12 de diciembre de 2013

El abuelo Tomás

De aquel día, sólo recuerdo la imagen del abuelo, ya sin vida, tumbado sobre una camilla y cubierto con una sábana blanca (los bordes de haber estado doblada en algún armario o carrito metálico, aún impecables), un médico moviendo negativamente la cabeza de un lado a otro y el rostro de mi madre, desencajado, en mi hombro y en el de mi padre. El abuelo Tomás se acababa de morir. Un ataque al corazón fulminante: nada se pudo hacer, lo siento. Mi padre, mi madre y yo, y el largo pasillo del hospital frente a nuestros ojos. El silencio. Recuerdo eso, sí, y también recuerdo el frío. El intenso frío de diciembre, de hace diecinueve años, ¡cómo olvidarlo! El mismo que el de este diciembre. La nieve, picoteando los arbustos, al otro lado de los ventanales. El calor intenso de los hospitales. El olor a desinfectante, a medicamento, a esa comida sin grasa y sin sal que casi parece de plástico. Los quejidos de los enfermos, las voces de otros familiares, las estridentes risas de esas visitas inoportunas. No recuerdo qué hora era. Creo que eso tiene menos importancia. Se lo preguntaré, no obstante, a mi madre un día de éstos. Recuerdo el día, el diecinueve. Diecinueve de diciembre de 1994. El abuelo se moría cinco años más tarde que su mujer, la abuela Virginia. Cinco años en los que solía repetir -tampoco demasiado a menudo, ya que no era una persona de quejas ni lamentos- lo mucho que le dolía el corazón. No se trataba de algo metafórico, ni literario, aunque pudiese ser ambas cosas. Le dolía el corazón, allí donde la ausencia de la abuela, su gran amor, se hacía más evidente. Allí donde la sentía. Se tocaba el pecho y decía eso: me duele el corazón. Era su manera de expresar la pérdida de su mujer, la ausencia, la soledad, el infortunio, los caprichos del destino. La idea de la muerte.
Nunca he conocido una pareja tan enamorada como aquélla, la que formaban mis abuelos maternos. Pero esa historia, la suya, ya la conté en mi primera novela, "El tiempo que vendrá". Hoy quiero recordar al abuelo de otro modo. Aquellos últimos años, ya sin ella, su mujer, la abuela. Los sábados por la tarde, cuando íbamos a visitarle. La imagen de aquel hombre solo, enfermo de reuma, levemente cojo, que seguía haciendo muchas cosas para ocupar las horas -pasear, leer el periódico, hablar con las vecinas, cortar leña...-, para entretener aquel tiempo que para él ya no era un buen tiempo desde que ella, la abuela, su mujer, se había ido. Cinco años antes, ya lo he dicho. No quiero imaginarme cómo serían las noches de aquellos cinco años para él: el silencio espeso de las interminables madrugadas, los recuerdos, el sonido de la radio desde aquella mesita donde también había una lámpara que mi madre le había regalado y una caja de medicamentos.
Le recuerdo sentado a la mesa de la cocina, los sábados por la tarde, siguiendo el hilo de la conversación que mi madre y mi padre le daban, recordando a veces a la abuela. De lo que ella diría sobre esto o lo otro. A veces, sin pensarlo, le decía a mi madre: anda, si hoy no he comprado fruta para tu madre, y enseguida se daba cuenta de que ya no hacía falta fruta para la madre de mi madre, y se hacía un silencio incómodo y el abuelo miraba para otro lado para que no le viésemos llorar, pero yo siempre le veía. Pendiente en todo momento de que no nos faltara nada de lo que a mi hermana y a mí nos gustaba para merendar, y de tener algo de dinero en el bolsillo de su pantalón para darnos cuando caía la noche y regresábamos a nuestra casa. Ah, sin olvidar su obsesión por el chocolate, que siempre hubiese chocolate con almendras en uno de los cajones del mueble donde estaba la televisión, aquella televisión que ya sólo se encendía cuando nosotros íbamos a verle o a la hora del telediario ("el parte", decía él), que era el chocolate favorito de mi hermana. El abuelo Tomás.
Aquel hombre que, en sus años mozos, se parecía a Gary Cooper, aunque él quizá no supiese quien era aquel actor. O quizá sí lo sabía porque la abuela le había contado que Sara Montiel había hecho una película con él, en América, fíjate tú. El caso es que el abuelo Tomás se parecía a Gary Cooper, antes de que Gary Cooper se fuera a los cielos, según Pilar Miró. No es exageración o debilidad. Mi madre conserva aún la fotografía que lo demuestra y que hoy, ocasionalmente, está aquí, en nuestra casa, mientras escribo estas palabras. Es una foto pequeña, en color sepia, pero conserva toda la fuerza que el abuelo tenía. Aquella fuerza que se derrumbó cuando se fue su mujer. En la foto, aparte de su atractivo, de su parecido a Gary Cooper, es lo que destaca poderosamente: la fuerza. Conmueve, al observarla, cómo el abuelo fue perdiéndola. Desde ese momento, en el que fue tomada, tantísimos años atrás, hasta aquel otro momento en el que, sentado en la cocina, decía aquello tan triste y tan poético de que le dolía el corazón. Y se ponía la mano en el pecho, como, si al hacerlo, pudiese aplacar aquel dolor, el ritmo acelerado, la ausencia de la abuela. La idea de la muerte. Su punzante aguijón.

3 comentarios:

  1. Para los que de niños tuvimos la suerte de compartir tiempo con aquellos maravillosos abuelos, que lo eran, los míos, los tuyos, estas palabras hoy sólo pueden conseguir desbordar un río de lágrimas. Bufff, yo recuerdo cuando murió mi abuelo y como durante añosssss le recordaba cada mañana, en un ejercicio, el del recuerdo, que no he hecho nunca más con ninguna otra. Un beso.

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  2. Recordar y no olvidar, con el tiempo se nos van los rostros, pero los abuelos son nuestra historia y muchos somos como somos gracias a ellos

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  3. Se me acaban de saltar las lágrimas recordando contigo a tu abuelo, a quien sin conocer ya admiro gracias a tus palabras. Los abuelos no deberían dejarnos nunca, y es evidente que en tu caso, y a pesar de todo, no lo han hecho.

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