sábado, 7 de diciembre de 2013

Dos cafés en Nueva York

Es una mañana muy fría y soleada de este invierno adelantado. Como cada miércoles, acompaño a mi madre al ambulatorio donde le ponen esa inyección para su enfermedad crónica que le dejará el cuerpo machacado durante todo el día. Aún es temprano y, debido a la proximidad del largo puente de diciembre, las calles recuerdan a las calles de los domingos: vacías y solitarias. Como si, de algún modo, ya se hubiese adelantado la sensación de fiesta del largo puente a este miércoles y una presencia fantasmal las atravesara. Hace unas semanas, de camino al ambulatorio, descubrimos un local nuevo: una especie de panadería, donde venden todo tipo de panes y de dulces (casadiellas, rosquillas, bizcochos, magdalenas...) y donde también, si quieres, puedes tomarte un café o un chocolate caliente en una pequeña barra situada enfrente del mostrador. En el escaparate, todos esos dulces resultan apetecibles. Hoy pasamos justo por delante y el olor de los dulces llegó hasta nosotros. El delicioso olor del dulce y el del café recién hecho salían por la puerta y se fundía en ese olor a leña quemándose que pulula siempre por el aire de diciembre -como si cientos de chimeneas estuviesen encendidas al mismo tiempo-, cerca ya del invierno y de la Navidad, y que nos remite a épocas pasadas.
Y de repente, ese olor, el que sale de la panadería, me lleva a Nueva York, a otra mañana soleada y fresca. Una mañana de primavera, de unos tres años y medio atrás. Íbamos caminando por una zona tranquila de la ciudad, el Upper West Side. Nada que ver con los excesos y aglomeraciones del centro. Un lugar donde la gente podía hacer vida de barrio, caminar sin prisa, saludar a los conocidos, olvidarse del estrés. Pequeñas tiendas de comidas, de licores. Alguna minúscula librería y algunos puestos de libros en la propia calle, que irremediablemente nos detuvimos a hojear. La gente caminaba tranquila, relajada. En algunas terrazas, podía verse a varias personas disfrutando de su taza de café y leyendo un libro o un periódico, y no demasiado lejos a sus hijos jugando tranquilamente. Y de repente, como este miércoles de camino al ambulatorio, el olor a dulce al pasar por ese tramo de la calle. Nos detuvimos y leímos el nombre del establecimiento, una pastelería. "Silver Moon". Nos sentamos en una de las mesas que tenían instaladas en el exterior a modo de terraza y pedimos un par de cafés. El mundo se detuvo en ese instante. Y el reloj, también. No había prisas. Todo el tiempo necesario para disfrutar del olor y la visión de aquellos dulces, observar el movimiento de las personas. Como si estuviésemos dentro de una película repleta de silencios o deleitándonos ante un cuadro que ya hubiésemos visto cientos de veces pero que no por ello nos dejase de impresionar del mismo modo. El mundo detenido ahí, ante una taza de café -dos, mejor dicho-, en uno de los rincones más relajados de Nueva York. Tres años y medio atrás.
Pero no importa el tiempo. Podría decir que ese instante, los dos sentados en aquella terraza, sucedió ayer mismo o este propio miércoles, camino del ambulatorio con mi madre. Los dos, mi madre y yo, disfrutando de aquel olor, el del dulce y el del café, que inundaba la calle, pensando en la posibilidad de descubrir si el sabor sería tan delicioso como el olor, recordando aquella mañana en una ciudad tan alejada de la nuestra, cuando el mundo quedó suspendido, después de las larguísimas caminatas, entre tu taza de café y la mía. Si observamos la fotografía que hicimos, de un modo extraño y fascinante, puede sentirse ese instante, el del tiempo suspendido y la ausencia de relojes. Esa especie de tregua que el propio paso de los años -como sucede tantas veces sin que seamos conscientes de ello- se encargaría de indicar que estaba separando una etapa de la vida de la siguiente.

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