jueves, 21 de noviembre de 2013

Café Dindurra

Un trajín de risas, voces, palabras y olores. El aroma del café recién hecho, del chocolate, de los churros, del bizcocho más jugoso, de la tortilla de patatas recién hecha o de las croquetas o los calamares que se están friendo en el aceite hirviendo. Todo eso percibías de repente, cuando, en un descanso de la función correspondiente, la vieja puerta que comunicaba el café con el teatro se abría y podías fumarte un cigarrillo (otros tiempos) o tomarte un vino rápidamente en la barra, antes de regresar a la butaca para ver el segundo acto. El café, a esas horas, estaba lleno de gente. No importaba que fuese invierno o verano. Y el público era tan variado como siempre. Acodado en la barra, comentando la interpretación de los actores o el desarrollo de la obra, podías comprobarlo. Señoras mayores -peinadas como si acabaran de salir de la peluquería, vestidas de fiesta y con los labios pintados de vistosos colores, cuyo rastro quedaba siempre marcado en la taza si no lo hacían desaparecer rápidamente con un par de servilletas- merendando con sus amigas; jóvenes con la mesa llena de papeles, apuntes y proyectos que nadie sabe dónde terminarían; estudiantes con pocas ganas de irse para casa, sujetando los libros para que no terminasen estampados en el suelo debido a la estrechez propia de las mesas; poetas tratando de atrapar la inspiración o la visión de las piernas o de los pechos de alguna chica que andaba perdida entre el piso de arriba y el de abajo buscando a su amiga o a su novio (otro poeta, quizá); una pareja de gays que parecían iniciar una relación y que probablemente no habían cumplido aún los dieciocho; hombres y mujeres tomándose un respiro después del trabajo y comentando alguna noticia de ese periódico -El Comercio, mayormente- que no habían podido hojear por la mañana. Incluso en una esquina, cerca de la ventana, podías ver a Paco Marsó -si la que estaba actuando en el Jovellanos era su mujer, Concha Velasco: como solía hacer con cada nueva obra- tomándose una copa y fumándose un puro enorme.
Lo dicho: un trajín de risas, voces, palabras y olores. Y silencios. Y miradas que iban y venían, de una mesa a otra, de un piso a otro, formando parte de esa red natural de cuchicheos y comentarios que tienen lugar en los cafés de siempre, donde todos -más o menos- se conocen. Holas y adioses rápidos, gestos con la mano al descubrir a un conocido cerca, movimientos ligeros con la cabeza y los ojos, acaso un ¿qué tal estás? veloz y un poco forzado, una sonora carcajada.  
Son muchas las visitas que hice a ese café. Podría decir que siempre que iba a Gijón, pasaba por allí, aunque quizá sea exagerar un poco (o no tanto). A los diecinueve años, el que quiere ser escritor quiere escribir de todo, y allí estaba yo, con mi amigo Chus, al que había conocido en la universidad, tratando de escribir un guión que, como tantas otras cosas, no llegó a ninguna parte. Pero no importa: lo que cuentan son aquellas tardes de risas y parecida visión de las cosas, de proyectos que nunca llegarían a cumplirse y de esas ilusiones que siempre te mantienen alerta, con ganas de vivir. A los treinta y ocho, un soleado mediodía de abril, me casé en el Ayuntamiento de Gijón, y, al caer la tarde, allí estábamos, en la terraza del Dindurra, con nuestros gin-tonics, Íñigo, mi hermana y yo, esperando que los amigos que habían actuado de testigos terminaran de prepararse para la cena -qué pesados- y celebrar todos juntos lo que había sido el acontecimiento más importante de los últimos meses. Entre medias, todas las obras de teatro que fui capaz de ver y las visitas al café, antes o después o durante la función. O sin función, ya digo. La última vez que estuve en el Dindurra, en un sábado lluvioso y desapacible, fue hace tan solo unos días. Allí nos citamos con Toni Rodero (uno de esos lujos de persona que uno tiene la suerte de conocer en los alrededores de esta profesión) para realizar una entrevista para la TPA. Y nos reímos, hicimos fotos, y compartimos, de nuevo, complicidades. Nunca imaginé allí sentado, contestando a sus preguntas, la cámara grabando a un lado, que iba a ser la última vez que pisaría el emblemático café. De la misma manera que uno nunca imagina que una triste noticia puede aguardarle a la vuelta de cualquier esquina.
Con el cierre del Dindurra, el tiempo de los cafés va apagándose un poco más. Y el nuestro propio, queramos o no, también.

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