jueves, 10 de octubre de 2013

La herida

Hay películas difíciles de digerir, tan ásperas como hermosas, tan lúcidas y terribles que casi da miedo recordarlas. Hay películas que siguen en tu cabeza hasta pasados unos cuantos días de su visionado. Hay películas que, pese al dolor o la rabia o la angustia que te produce verlas, merecen la pena. Hay películas que reflejan sin tapujos la realidad, que no tratan de embellecerla, porque, entre otras cosas, hay temas que no aceptan ser embellecidos, ni siquiera levemente. Ni siquiera eso. Hay películas arriesgadas y valientes, que en ese riesgo y esa valentía llevan su mérito, su gloria. "La herida", de Fernando Franco, es una de ellas. Donde habita la soledad, el aislamiento y la ausencia total de comunicación, allí instala Fernando Franco a su personaje, Ana. El dolor que provoca todo eso, la peligrosa y delgadísima línea que separa la cordura de la locura, el camino que se recorre hasta llegar a las puertas de la enfermedad, de la autolesión, del grito ahogado. Todo está en esta película: tan bien narrado, tan dolorosamente real. La representación de la fragilidad que puede llegar a apoderarse de nosotros. Las sombras siempre están al acecho. Una radiografía intensa de la incomunicación, de la mente humana y su fragilidad. La de la joven Ana, en este caso.
Para una película así, se necesita una actriz inmensa, que sepa aunar en su rostro el dolor, la fragilidad y los destellos de brutalidad y de rabia que puedan aparecer. De brutalidad y de rabia contra ella misma, básicamente. Marian Álvarez (más que merecida Concha de Plata en el último Festival de San Sebastián) lo consigue: deslumbra. La cámara no deja de enfocarla en ningún momento. Y en ningún momento, pierde el complejísimo hilo de su interpretación. Ese hilo -sutil- que une todos los estados de ánimo por los que pasa. Que la atraviesan, la zarandean, la obsesionan, la machacan. Que nunca le dan tregua. Una mirada que se encuentra en el límite de la desesperación y el dolor. Unas manos que tiemblan y que buscan una cuchilla. Que buscan, simplemente. Sin resultado. La sensación de ahogo es insoportable. De ahogarse en el propio grito. Un grito que nadie parece querer escuchar: todo el mundo va a lo suyo, siempre mirando hacia otro lado, rehuyendo el desequilibrio. Todo el mundo parece estar del otro lado. No es ninguna novedad.  
"La herida" está llena de silencios. De silencios que cortan como el trozo de cristal de una ventana reventada. Silencios que están ahí, a un minúsculo paso, y que retumban en nuestros oídos casi hasta ensordecernos.

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