martes, 24 de septiembre de 2013

Del color de la leche o de la sangre

Hay novelas que, por la intensidad o por la manera en que están escritas, recuerdan a largos poemas. Poemas donde se van enlazando algunos de los temas fundamentales de la existencia humana, comenzando por el aprendizaje y la inocencia. Por ese instante -el de los quince años- donde, con los ojos bien abiertos, todo llama poderosamente la atención y deslumbra, aunque el paisaje que haya alrededor no sea precisamente el más apropiado para los deslumbramientos más amables ni más recomendables. Así, Mary, una chica de quince años que vive en la Inglaterra rural de 1830. Mary, con el pelo del color de la leche y un defecto físico de nacimiento en una pierna, que, por un momento, podría ser la protagonista de un relato de Carson MacCullers (o de Ana María Matute), pero no lo es: es la narradora de este largo poema, que no es poema sino novela (¿y eso, a estas alturas, qué importa?), que se titula "Del color de la leche", editado primorosamente por Sexto Piso. Su autora, inglesa, Nell Leyshon, novelista y dramaturga. Mary vive atrapada en ese mundo rural, pero todo, ante sus ojos, pese a esa circunstancia (y la de ser mujer, y coja), adquiere otra dimensión. La inocencia, ya digo, que puede con todo, que arrasa con todo. Mary observa, guarda silencio, escucha, sabe salir adelante. Y escribe cuando tiene la oportunidad de hacerlo. De hecho, la historia está contada por ella misma: Mary, la chica de quince años ("éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano"). Sabe salir adelante, pero el destino no tiene reservados para ella muchos regalos bonitos. Tampoco sus mejores bazas. Más bien al contrario. La crueldad toma el relevo a la inocencia. Aquí es donde Elías Canetti apuntó aquello de que hay personas que logran escaparse de las cadenas que las atan para, inmediatamente después, quedar sujetas a otras nuevas. Y rastros de esa inocencia con la que Mary observa el mundo se van quedando en el camino, hechos jirones, completamente deshilachados. Nadie dijo que las cosas fueran sencillas, y Mary, la chica de quince años, va aprendiendo con rapidez esa lección. Acaso la que siempre nos enseñan -inevitablemente- del modo más violento, más radical. La inocencia no debe durar demasiado tiempo, parecen querer decir. Y se zanja el asunto. O, en palabras de Marguerite Duras en "El amante", la historia de aquella otra chica de quince años, la suya propia: "Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde". También en la vida de Mary, la chica de quince años, muy pronto en su vida va a ser demasiado tarde. De hecho, ya lo es.
Una novela que es un largo poema, o al revés: ¿a quién le importa dónde están los límites? Un texto deslumbrante, con frases como cuchillos que reflejan en su filo toda la verdad y la miseria, y donde la bondad o los (diminutos) amagos de felicidad no eran más que un mero espejismo. Espejismos que se difuminan como los rostros reflejados en las aguas de un río o de un lago. Luces que se pierden en la frondosidad del bosque o en lo más espeso de la noche. Una vez más. Un texto (con espléndido prólogo de Valeria Luiselli) donde se puede sentir el olor del té recién hecho y el frío cortante del crudo invierno, y la desesperanza. Ese frío de la desesperanza que es más terrible que el frío del más crudo invierno. Ese frío de la desesperanza que es casi como un aullido. Donde la vida se convierte en muerte. La ventana en muro. Y la leche, manchada ya de estiércol (por no decir mierda), en sangre.      

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