sábado, 28 de septiembre de 2013

Sin ti

Tengo una especial predilección por los libros que hablan de la muerte de algún ser querido, que con su prosa intentan atrapar en un puñado de páginas a ese ser amado que se fue, que evocan pasajes de su vida, que intentan buscar una respuesta, atrapar una luz que les permita agarrarse y continuar hacia delante. Un hijo, una madre, un marido... Es difícil conseguir el tono, no caer en el sentimentalismo barato o la lágrima fácil. Es complicado mantener tensa esa cuerda donde se sostienen las palabras que evocan recuerdos, situaciones, sensaciones y sentimientos. "Mortal y rosa", de Francisco Umbral y "Con mi madre", de Soledad Puértolas son mis dos libros favoritos sobre estos temas. En el primero, Umbral evoca la figura de su hijo muerto, tratando de recomponer la ruina en que esa muerte ha dejado al escritor. Y en el segundo, con una prosa muy contenida, Puértolas hace lo propio tras la desaparición de su madre, tan presente, por otro lado, en casi toda su obra literaria. Últimamente, "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero (del que ya hablé en este blog hace unos meses), me ha conmovido especialmente. No es propiamente una evocación, la de su marido muerto, sino una reflexión sobre la pérdida, sobre el que debe proseguir el camino en solitario, con los diarios de Marie Curie como soporte, quizá para ahuyentar un poco el dolor o para aunar dolores y espantar rotundamente esa posible sensiblería de la que antes hablaba. Es uno de los libros más conmovedores que se han publicado este año.
Ahora llega a mis manos "Lo que no tiene nombre", de Piedad Bonnett, donde la autora colombiana intenta buscar algo a lo que agarrarse tras el suicidio de su hijo Daniel. Es un relato tremendo y hermoso por su desnudez y por su sinceridad. Por la serenidad que, pese al intenso dolor, recorre sus páginas. Una madre que busca consuelo y no lo halla. Que busca explicaciones, que busca palabras en otros libros, que las escribe -con determinación, para que no desaparezca de su memoria- ella misma. Una mujer que busca un sentido. Apenas poco más de cien espléndidas páginas son suficientes para que nos pongamos en la piel de esta mujer: en sus dudas, en sus miedos, en sus reflexiones, en su manera de tambalearse tras la brutal pérdida. El tiempo, escribe, parece ahora definitivamente estancado. Pero no se estanca: el tiempo avanza, avanza, avanza... Y hay que recomponer la vida para que todo siga su curso. Ahí es nada. La tarea más complicada. Y en cierta medida, absurda. Pero no queda otro remedio. Avanzar, sí, es la palabra. Con extrañeza, con dolor, con rabia. En silencio. En silencios compartidos, cómplices, necesarios. Dolorosos.
Leo el libro de un tirón y quiero volver a leerlo. Por su poesía, por su serenidad, por su valentía, por su pudor. Porque hace unas semanas soñé que mi padre se moría y viví varios días sumido en una profunda angustia. Y porque seguimos necesitando encontrarle un sentido a todo esto. Aceptar que la vida es un ciclo, que las trampas o los dulces momentos (según el día, según la noche) no nos van a impedir llegar a ese punto sin retorno del que huimos como de la peor de nuestras pesadillas o del más dañino de nuestros enemigos, la muerte. Aceptarla debe ser el reto. Es el reto. Sí, lo sabemos. Sabemos que está ahí, que nos aguarda y que aguarda a los seres a los que amamos. Aunque no queramos pensar demasiado en ello. Aunque prefiramos huir de ese pensamiento todo el tiempo. Como yo mismo, la otra mañana, cuando me desperté tras soñar que había muerto mi padre y llamé a su casa para escuchar su voz. Sólo para eso. Y al escucharla -la voz aún soñolienta de mi padre-, respiré aliviado. Y ya no quise pensar en nada más.

jueves, 26 de septiembre de 2013

El olor de las mandarinas

Mi madre viene a vernos y llega, como siempre, con una bolsa repleta de exquisiteces culinarias. Entre ellas, una bolsa con mandarinas. Las primeras de la temporada. Mis preferidas: con ese punto ácido que te deja en la boca y ese escalofrío que, como una especie de rayo intenso y veloz, rechina en los dientes, los de arriba y los de abajo. Las que vienen después, mucho más dulces, ya no me gustan. Su olor, al abrir la bolsa, se extiende por toda la sala. Incluso Francesca, que siempre tiene que ser la primera en descubrir todo lo que entra en esta casa, husmea extrañada el aire donde permanece durante un buen rato el olor de esa fruta que remite a otras épocas, a otros otoños. Coge dos mandarinas para el recreo, solía decir mi madre antes de que saliese de casa en dirección al colegio. Dos mandarinas, tan saludables -al parecer- para prevenir las constantes infecciones de garganta que padecía. Aún recuerdo el olor de mis manos después de pelarlas. Aquel olor que no desaparecía aunque te lavases las manos varias veces con el agua helada que salía de los grifos de aquel colegio de curas. Tampoco el rastro anaranjado que dejaba en la piel. No era desagradable aquel olor en las manos. Podías percibirlo, entremezclado ya con el de los lápices o las gomas de borrar, mientras el profesor explicaba la lección o, subido al estrado, se la recitabas tú a él. Las primeras mandarinas de la temporada, las primeras clases del nuevo curso. Incluso, al llegar a casa al mediodía, aquel olor, el de las primeras mandarinas, seguía allí, en mis manos. Con toda su intensidad. Ni siquiera el jabón y el -ahora sí- agua caliente podía con él. Huellas anaranjadas, olores que la memoria conserva. Como conserva, a estas alturas, el recuerdo de lo que realmente importa. De las personas que dejaron huella, que no nos traicionaron. De los viajes que hicimos y de algunos de los libros que leímos. Sólo eso.
Por la ventana, abierta de par en par, entra un aire exageradamente cálido. Apenas corre la brisa. Tengo ganas de que el calor se vaya definitivamente. Me recuerda demasiado a este verano, que no ha sido, precisamente, el mejor de los veranos. Mi madre hace ya rato que se ha ido. No le gusta caminar de noche por las calles. Las mandarinas están ahí, en el frutero, sobre la mesa de la sala, al lado del ordenador desde el que escribo y de una pila -otra- de libros. Necesitamos una casa más grande y una gorra nueva para este invierno. Su olor, el de las mandarinas, me sigue produciendo cierto sosiego. Me produce más sosiego que nostalgia en estos momentos. Llega hasta nosotros, instalados en el sofá, con nuestros respectivos libros. Ah, el sosiego. De repente, pienso en él. Y recuerdo los versos de un poema de Wislawa Szymborska: "En algún lado debe haber una salida,/ eso es más que seguro". Sí, supongo que debe de ser así.

martes, 24 de septiembre de 2013

Del color de la leche o de la sangre

Hay novelas que, por la intensidad o por la manera en que están escritas, recuerdan a largos poemas. Poemas donde se van enlazando algunos de los temas fundamentales de la existencia humana, comenzando por el aprendizaje y la inocencia. Por ese instante -el de los quince años- donde, con los ojos bien abiertos, todo llama poderosamente la atención y deslumbra, aunque el paisaje que haya alrededor no sea precisamente el más apropiado para los deslumbramientos más amables ni más recomendables. Así, Mary, una chica de quince años que vive en la Inglaterra rural de 1830. Mary, con el pelo del color de la leche y un defecto físico de nacimiento en una pierna, que, por un momento, podría ser la protagonista de un relato de Carson MacCullers (o de Ana María Matute), pero no lo es: es la narradora de este largo poema, que no es poema sino novela (¿y eso, a estas alturas, qué importa?), que se titula "Del color de la leche", editado primorosamente por Sexto Piso. Su autora, inglesa, Nell Leyshon, novelista y dramaturga. Mary vive atrapada en ese mundo rural, pero todo, ante sus ojos, pese a esa circunstancia (y la de ser mujer, y coja), adquiere otra dimensión. La inocencia, ya digo, que puede con todo, que arrasa con todo. Mary observa, guarda silencio, escucha, sabe salir adelante. Y escribe cuando tiene la oportunidad de hacerlo. De hecho, la historia está contada por ella misma: Mary, la chica de quince años ("éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano"). Sabe salir adelante, pero el destino no tiene reservados para ella muchos regalos bonitos. Tampoco sus mejores bazas. Más bien al contrario. La crueldad toma el relevo a la inocencia. Aquí es donde Elías Canetti apuntó aquello de que hay personas que logran escaparse de las cadenas que las atan para, inmediatamente después, quedar sujetas a otras nuevas. Y rastros de esa inocencia con la que Mary observa el mundo se van quedando en el camino, hechos jirones, completamente deshilachados. Nadie dijo que las cosas fueran sencillas, y Mary, la chica de quince años, va aprendiendo con rapidez esa lección. Acaso la que siempre nos enseñan -inevitablemente- del modo más violento, más radical. La inocencia no debe durar demasiado tiempo, parecen querer decir. Y se zanja el asunto. O, en palabras de Marguerite Duras en "El amante", la historia de aquella otra chica de quince años, la suya propia: "Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde". También en la vida de Mary, la chica de quince años, muy pronto en su vida va a ser demasiado tarde. De hecho, ya lo es.
Una novela que es un largo poema, o al revés: ¿a quién le importa dónde están los límites? Un texto deslumbrante, con frases como cuchillos que reflejan en su filo toda la verdad y la miseria, y donde la bondad o los (diminutos) amagos de felicidad no eran más que un mero espejismo. Espejismos que se difuminan como los rostros reflejados en las aguas de un río o de un lago. Luces que se pierden en la frondosidad del bosque o en lo más espeso de la noche. Una vez más. Un texto (con espléndido prólogo de Valeria Luiselli) donde se puede sentir el olor del té recién hecho y el frío cortante del crudo invierno, y la desesperanza. Ese frío de la desesperanza que es más terrible que el frío del más crudo invierno. Ese frío de la desesperanza que es casi como un aullido. Donde la vida se convierte en muerte. La ventana en muro. Y la leche, manchada ya de estiércol (por no decir mierda), en sangre.      

lunes, 23 de septiembre de 2013

Hablando con Carmen

Ahí estaba, sobre las tablas de ese escenario donde otras veces presentaba sus películas, calmando los nervios, desplegando sonrisas y elegancia, recordando a sus padres y a sus hijos, conteniendo la emoción. Carmen Maura recogiendo su Premio Donostia. Ese premio que está lleno de nombres míticos de la historia del cine (aunque le sobren, a mi juicio, tres intérpretes que no están a la altura del resto de los premiados: Hugh Jackman, Julia Roberts y la empalagosa Julie Andrews, que ni siquiera tuvo la decencia de venir a recogerlo). La primera actriz española en recibirlo. Aunque yo pienso que la primera debería de haber sido Sara Montiel. Por estrella, por conseguir lo que consiguió en aquellos tiempos y por darle auténtico glamour a un país que tanto lo necesitaba. Qué le vamos a hacer. Carmen se lo merece todo. Ha trabajado mucho, muchísimo, y la mayoría de sus creaciones son memorables. Pronto regresará al teatro. Al María Guerrero, con una obra de Mihura. Viéndola ahí, en el escenario, recordé aquella vez, tantos años atrás ya, en la que hablé con ella por teléfono. Ella estaba en San Sebastián, presentando "Baton Rouge", una estimable película que protagonizaba con Victoria Abril y Antonio Banderas. Y yo era aquel joven que se veía todas las películas del mundo y alguna más. Aquel joven que la admiraba enormemente. Recuerdo que llamé al hotel María Cristina y pedí a la telefonista que me pasaran con Carmen Maura. Y me pasaron. Fueron apenas cinco minutos en los que le dije lo mucho que la admiraba y lo que sentía que no le hubiesen dado el Premio en el Festival de Venecia, donde había presentado "Mujeres al borde de un ataque de nervios", una de las películas que más veces he visto en mi vida (junto a "Eva al desnudo", creo). Ella dijo que no importaba, que se lo había llevado Shirley MacLaine y que ninguna como ella sabía expresar la comedia y el drama en una misma escena. Nos despedimos y aquel joven que era yo por entonces se quedó encantado por haber hablado durante unos minutos por teléfono con una de sus actrices favoritas. Esa actriz de la que Fernando Trueba, tras trabajar con ella, dijo que es tan feliz rodando que no dejaría de rodar un solo plano ni por estar en la cama con el mismísimo Paul Newman. Ahí queda eso.
Estos días, en San Sebastián, Carmen ha dicho que el trabajo le ha ayudado a seguir adelante, a hacer más llevaderas las cosas difíciles que le ha tocado vivir en la vida real. Una vez más, el cine como salvación. No importa de qué lado de la pantalla se trate. Viéndola ahí, sobre el escenario, recogiendo su Donostia, también nos la ha hecho a nosotros. Aunque fuera por unos instantes. Esos instantes que me han hecho recordar aquel tiempo -el de mis 16 años- en el que creer que los sueños podrían hacerse realidad era la principal ambición, la máxima más destacada.  

viernes, 20 de septiembre de 2013

La vida, a veces

El par de zapatos, en el suelo, fue lo primero que me llamó la atención. Eran unos zapatos casi nuevos, de ante marrón oscuro y cordones, como algunos de los que he utilizado yo mismo a lo largo de estos últimos años. Unos zapatos clásicos. A su lado, una botella de vodka casi vacía. Todo ello, zapatos y botella de vodka, junto al banco de madera. Y en el banco de madera, tumbado, un hombre durmiendo. El cuerpo tapado con una especie de saco viejo y deshilachado, y la cara oculta por un anorak de color azul oscuro. El pelo, muy negro, enmarañado y con necesidad urgente de agua y champú. Aún no eran las diez de la mañana. En el Parque de Invierno. El miércoles de esta misma semana. Una semana cualquiera. En una ciudad pequeña. No había ningún cartel a sus pies pidiendo dinero ni nada de eso. Sólo unos zapatos nuevos, de ante marrón y cordones, y una botella casi vacía de vodka. Un hombre durmiendo. Sólo eso. ¿Un hombre que perdió su casa? Posiblemente. Uno más. Una víctima más de esta crisis, de todo este interminable sinsentido. Ahí estaba, en el Parque de Invierno, una mañana cualquiera de este templado septiembre, cuando aún no habían dado las diez. Miré el reloj para comprobarlo. El aire olía a tierra recién regada, a hierba húmeda. El otoño, amenazando. Y tras él, el frío, el viento, la nieve y todo lo demás. Otra vez.
Algunas calles atrás quedaban los gritos y las risas y los llantos de los niños que iban por primera vez al colegio. Sus manos que no querían separarse de las manos de sus madres, de sus padres, de sus abuelas o abuelos. De esos abuelos que, en algunos casos, con sus pensiones, están ayudando a esos hijos, a esos nietos...  Esos, los pequeños, los que no quieren ir al colegio, y los otros, los mayores, que, a lo lejos, se dirigían al instituto. Todos conocemos alguna historia así: no hace falta recurrir a las que nos cuentan en los periódicos, en la radio. Mi madre y yo, silenciosos, pasamos por su lado, por el lado de los más pequeños, antes de tomar un café. Y recordamos. Sí, yo recordé esa misma estampa, la mano de mi madre y la mía, tantos años atrás. El paso del tiempo se puede medir en estos pequeños recuerdos mejor que en ninguna otra cosa. Ayer y hoy. Imágenes que se repiten. Imágenes que conmueven. Simples detalles. Más que eso. La vida que no se detiene. Que no te permite hacerlo, detenerte.  
No hay más conexión entre una imagen y otra que la de la propia mañana de este pasado miércoles, lo sé. Una mañana cualquiera, templada, avanzando septiembre. En una pequeña ciudad, donde, como diría Marguerite Duras, nada pasa, nada, excepto eso, la vida.
La vida, a veces.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Elogio de lo que ya no existe

Los domingos -generalmente- son los días que comemos en casa de mis padres. Me gustan los domingos del final del verano, cuando ya resulta necesario ir poniéndose una chaqueta en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Son días tranquilos, de paseo por los puestos del Fontán y vermú con risas en alguna terraza cerca de su casa, la de mis padres. Los mejores días son aquellos en los que mi hermana no tiene que ir a trabajar a ningún turno. Entonces, pese a las protestas de mi padre, la hora del vermú se demora un poco (sólo un poco) y la sensación de vacaciones (para ella) es relajante, ciertamente deliciosa. Recuerdo bien esa sensación cuando los lunes tenía que abrir la librería a primera hora de la mañana. Querías prolongar esas horas, las del vino y la charla, que el domingo no llegase a su fin (pese a lo agradable de aquel trabajo, ay). Los domingos no existen las dietas ni las restricciones, eso ya quedó claro hace tiempo: la vida, ya está visto, son dos días. Después de la comida y la sobremesa, regresamos a nuestra casa dando un buen paseo. Y pasamos por delante de lo que eran aquellos cines y ahora es un supermercado gigante que siempre está vacío. Ni en Navidad hay barullo de gente, como suele ser lo habitual en este tipo de establecimientos: a ninguna hora, ningún día. Pasamos por delante de lo que eran aquellos cines (dos salas que el tiempo acabó convirtiendo en siete) y pasamos por delante de lo que era aquel otro, maravilloso, con pantalla gigante, que desde hace tiempo es un gimnasio. Y yo pienso, y lo digo en voz alta -siempre: siento ser pesado-, lo mucho que echo de menos esos cines, en la ciudad, cerca de mi casa, donde pasé tantas horas hasta que los cerraron definitivamente. Los domingos, después de la comida y la sobremesa, son días para ir al cine, entretener las horas, despistar la nostalgia. Esa nostalgia que aparece, inevitablemente, tengas o no tengas que abrir la librería (o lo que sea) al día siguiente.
Hay domingos en los que, después de la comida y la sobremesa, lo que apetece es ver una película entretenida, bien hecha, sin demasiadas pretensiones: siempre en pantalla grande. Una película, ya digo, para ahuyentar los fantasmas de los domingos, que, al caer la tarde, suelen aparecer casi todos. Y regresar a casa con la dulce sensación de haber aprovechado plenamente las horas del día. Los paseos por el Fontán, el vermú, las charlas familiares, el cine... Pero no puede ser. Se acabaron los cines en la ciudad y, a este paso, como todo el mundo quiera seguir viendo las cosas por la cara, se acabarán los cines de los centros comerciales. De hecho, en esos cines, los de los centros comerciales, ya han eliminado, de lunes a viernes, la primera hora de la tarde, que es la que más me gusta. Esa hora donde nadie come palomitas y la sala es prácticamente para cuatro personas. Las acabarán cerrando, sí. Como las librerías y las editoriales (un recuerdo para la extraordinaria Libros del Silencio, la última víctima -o penúltima ya- de todo esto) y... Y luego la gente se echará a llorar. Ah, ya es tarde. Recuerdo, en este sentido, a algunas personas que, tras cerrar la librería Trabe (donde trabajaba), me decían: ¡Vaya, cómo lo siento! Con todo su morro. No, hombre, no. No es sentirlo. Es comprar, coño. O haber comprado un libro de vez en cuando. O habitualmente, si tienes trabajo. El tema de que la cultura tiene que ser gratis ya se está convirtiendo en un clásico. En un mal clásico, por cierto. Qué cansancio. Y, sobre todo, qué tristeza. Infinita tristeza.
No sé dónde terminará todo esto, la verdad. En todo caso, para los paseos de los domingos de regreso a casa (o para cuando sea), me queda, aparte de la rabia y la melancolía de esos cines cerrados, una especie de alivio. Alivio, sí, es la palabra. Ese alivio que siente quien, pese a todo, pese a haber perdido algo que amaba mucho, muchísimo, pudo disfrutar de ello durante algún tiempo. No todo el mundo puede decir lo mismo.        

lunes, 16 de septiembre de 2013

La madriguera

Hay días en que uno no tiene demasiadas ganas de hacer nada, ni siquiera de relacionarse con los demás. No se trata de tirar la toalla ni nada de eso. Sólo de tomar un respiro, de darle al cansancio lo que reclama, de reflexionar. Son días extraños y liberadores al mismo tiempo. La vida sigue su curso y contemplas desde tu refugio el paso de las horas, ajeno a cualquier intento de provocación que proceda del exterior. Ni siquiera el sonido del teléfono es una disculpa, que siga sonando hasta que se cansen, qué pesados. Lo mejor, en estos días, es encontrar el libro apropiado. Relees algunas páginas ya leídas cientos de veces, algunos poemas que te sabes de memoria y en los que, incluso así, sigues descubriendo nuevas cosas, nuevas sensaciones, nuevas perspectivas. Y de pronto, consideras que también resulta apetecible empezar a leer esa historia intimista que está sobre los libros pendientes. Lo abres y empiezas a leer. Una pintora que ya no pinta, que se refugia en un caserón, en una especie de exilio interior, y que echa la vista atrás. Recuerda las diferentes etapas de su vida y la de su familia. La relación con el amor, con el deseo, con la amistad. Con la madre. La relación con los otros, en definitiva. Una vida poseída -sobre todo, me atrevería a decir- por el afán de conocimiento, por las ansias de mejorar con cada nueva obra, por el perfeccionismo. Una vida que se acerca al fin. Eso presiente ella, Teresa, la protagonista de "La madriguera", la nueva novela de Aurora García Rivas. Es una novela dura y tierna y llena de reflexiones que se adecuan perfectamente con ese estado de ánimo en el que te encuentras. Lees: "En la vida tan pocas cosas sirven de verdad para algo, que vamos sucumbiendo bajo demasiados afanes inútiles con los que sólo atesoramos pequeñeces". No puede definirse de mejor modo esa carrera que a ratos emprendemos por querer alcanzar no sé qué cosas, no sé qué objetivos. Todo ello un tanto absurdo y desproporcionado. Le sirven esas pocas palabras a Teresa para definirlo. Y sin embargo... Lo único positivo de ir cumpliendo años es que, poco a poco, vas acercándote a esas palabras que encierran una gran verdad. La única, posiblemente. Un modo de entender y de estar en el mundo. Y sigues leyendo la historia de Teresa, de los que la rodean y la rodearon en el pasado. No hay ninguna vida fácil. Algunas de esas voces que recupera Teresa vienen a demostrarlo, una vez más. No sólo no fueron vidas fáciles, sino muy duras, muy complicadas. En eso, precisamente, en la dificultad, parece consistir el hecho de estar vivos, de levantarnos cada mañana y enfrentarnos al mundo. Con ganas o sin ellas.  
Sigues leyendo y en esos paseos que Teresa da por el jardín (y que tú, imaginariamente, también los das) encuentras cierto sosiego, como en esas páginas que has leído cientos de veces o en esos poemas en los que, en cada nueva lectura, aparece un detalle que te hiela aún más las entrañas o te paraliza la ansiedad. La tarde va declinando, en la novela y en la vida real, y entre las sombras y las palabras se va tejiendo una especie de nuevo y confortable refugio. Esa madriguera en la que, a ratos, es necesario cobijarse. Como le ocurre a Teresa ("Me llamo Teresa y poco más sé de mí"), en las páginas de esta espléndida narración.   

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Noches en La Santa

Una ciudad se define por muchas cosas. Por sus calles, por sus monumentos, por sus gentes, por sus edificios, por sus parques, por sus librerías, por sus teatros, por sus cines, por sus bares y cafés... Esto es indiscutible. La vida que palpita en una ciudad y que se refleja en todos esos lugares que acabo de mencionar. Las gentes, de la propia ciudad y de otras ciudades, que la recorren. Con mayor o menor alegría, según los tiempos. Que se detienen en todos esos sitios, que los disfrutan. Todos son importantes, desde luego. Cada uno de esos lugares tiene su momento, en el día o en la noche. En toda ciudad, grande o pequeña, hay lugares emblemáticos. Librerías, cines, bares, monumentos, etc... Pocos locales tan emblemáticos en Oviedo como La Santa, que anda estos días reinventándose. Reinventándose para continuar siendo la misma. Porque a La Santa, como a todos los locales, le viene bien de cuando en cuando alguna renovación: quitar aquel cuadro, poner estas lámparas, mover ese sofá, pintar aquella pared, abrir definitivamente la barra de atrás (¡qué recuerdos!)... Pero sólo eso. Porque ella, La Santa, con Yolanda Lobo al frente, ya es lo que tiene que ser: uno de esos lugares que pasarán a la historia de una ciudad. Oviedo, la nuestra, en este caso. Aunque el eco de sus noches, su leyenda, se extienda más allá de estas fronteras. Como bien lo demuestra el hecho de que cualquier personaje con relevancia en el mundo de la cultura pregunte por ella y la visite en cada paso por la ciudad. Maruja Torres, sin ir más lejos, la semana pasada, cuando anduvo por estos lares dando muestras de su genialidad y su vitalidad. Porque esa es otra (que jamás conviene olvidar): La Santa, al margen de la fiesta y el baile y la risa (tan importantes los tres), es sinónimo de cultura. Y no voy a mencionar aquí los nombres de las gentes que por allí pasaron porque todos los que tenemos una magnífica memoria sabemos bien cuáles son. Y los que no lo saben, que pregunten, que pregunten bien... Que somos muchos los que hemos pedido cosas importantes en estos tiempos, pero seguimos conservando eso, la memoria. Y toco madera.
Pensaba en todo esto el domingo, después de tomar una copa allí, el sábado por la noche, el 7 de septiembre, con María, con Lola, con Alicia, con Mercedes, con Gus y con la propia Yolanda, que sigue siendo una anfitriona de excepción. Los años y el duro trabajo así lo avalan. Hay muchos hosteleros en Oviedo. Algunos pasarán a la historia de esta ciudad y otros no, quién sabe. El tiempo es el único que decide sobre estas cosas. Hay un concepto muy claro: La Santa y la propia Yolanda ya forman parte de ese trocito de historia. El general y el que todos conservamos en nuestros recuerdos más entrañables, esos que no nos puede arrebatar nadie. Noches llenas de momentos mágicos. Y muchos de esos momentos mágicos que aún nos quedan por vivir allí, entre todas esas paredes que conservan cientos de secretos, de confidencias, de complicidades. Las de todos los que pasamos buena parte de nuestras noches en ese local que ya es -indiscutiblemente- un clásico. Un clásico que sigue avanzando, que no se detiene. Porque en todo eso, sí, está su propia razón de ser. Su propia esencia.

martes, 10 de septiembre de 2013

Cinco minutos para la nostalgia

Recorro esas calles de la parte vieja de la ciudad que tantas veces recorrí por la noche. Han pasado ya algunos años de todo aquello. Y, ahora, bajo un sol que quiere y apenas puede, lo hacemos, las recorremos, a primera hora de la tarde. De repente, detenemos la conversación y no decimos nada. Un extraño silencio está presente en esas calles, a esa hora, y también se instala entre nosotros. Un silencio que se asemeja a una especie de susurro nostálgico y que sirve de banda sonora para esa fotografía que está en el interior de nuestras cabezas. En el interior de la mía, que camino y recuerdo cosas, muchas cosas, y no digo nada porque no hace falta hacerlo. Hace años, estaba ahí, en esas calles, con gente que ya no camina a mi lado, y ahora vuelvo a estarlo, a una hora diferente, y pienso en todo lo que ha cambiado entre una fecha y otra, y en el vértigo del tiempo. El tiempo, sí, como una punzada, como un golpe traicionero, como un aullido. Y, de pronto, pienso que no quiero cambiar nada de lo que me rodea ahora. Nada, excepto la situación laboral, claro está. Que el tiempo se detenga, que no avance. Que todo se quede como está (excepto el trabajo, insisto). La nostalgia no debe durar más que cinco minutos. Y eso es lo que dura, cinco minutos justos. Los que le permito. No hay que bajar la guardia con ella.  
Cuando nos sentamos en la terraza del Café Tránsito, después del largo paseo, ya estamos en otra historia. Pedimos un gin-tonic y lo tomamos relajadamente, escuchando la deliciosa música que proviene del interior, saboreando la exquisita mezcla (ya se sabe que no todo el mundo sabe mezclar bien la ginebra con la tónica, ni añadir la porción justa de limón, nunca de naranja, como hacen ahora en algunos sitios). Una agradable brisa mueve las hojas de los árboles, también las primeras que han caído al suelo. El otoño se va instalando poco a poco: comienza a afianzarse. Septiembre es el mes en el que los melocotones ya están demasiado maduros y es también el mes en el que, con un poco de suerte, podremos comer los primeros higos. En octubre, por mi cumpleaños, ya podíamos comer los que maduraban en la higuera que había delante de la casa de los abuelos y de la que hablaba aquí el otro día. Mi cumpleaños siempre va asociado a ese sabor, el de los higos. Tan dulce, tan cargado de recuerdos de otras épocas. Veo a mi madre allí sentada, debajo de la higuera, disfrutando de su sabor, uno de sus favoritos. Y quiero que esa imagen no se borre de mi cabeza nunca (no lo hará). La madre que comía los primeros higos de la temporada y que disfrutaba viendo cómo su hijo planificaba sus cumpleaños. Así, un año tras otro, que siempre he sido de celebrar los cumpleaños de manera importante, con más dinero o con menos. A ver qué pasa este año.
Contemplo el movimiento de las hojas, siento el sabor del gin-tonic en la garganta y escucho la música que viene del interior del café. Por un momento, parece que no estuviésemos en esta ciudad, la nuestra, sino en algún otro rincón europeo. Me deleito con esa imagen, la de mi madre en aquel tiempo, y mantengo la nostalgia a raya. Cinco minutos. Para ella, es más que suficiente.  

jueves, 5 de septiembre de 2013

Una casa heredada

La chica hereda de su abuela una casa perdida en un rincón de Córcega. Todos, incluida su familia y su novio, intentan convencerla para que la venda, aunque no sea mucho dinero el que vaya a percibir por ella. La chica se niega. Se enfada, se siente incomprendida, se pelea con el novio. La casa no está en muy buenas condiciones, pero no importa: ella decide arreglarla. Lo hará poco a poco, según vaya consiguiendo el dinero necesario. Hay algo que la une a esa casa, a esa herencia que le dejó su abuela inesperadamente. Sabe que puede ser su lugar en el mundo, ese lugar que todos buscamos. Viendo esta película, "Una casa en Córcega", me he vuelto a acordar de la casa de mis abuelos paternos, en el campo. Una casa de dos plantas, con una frondosa higuera delante, rodeada de plantas, flores y árboles. De gatos y perros que correteaban a su aire, y de ese rumor sosegado que se respira en los pueblos: como si el tiempo, de alguna manera, se detuviese indefinidamente y los problemas dejasen de existir. Una casa que, lamentablemente, se vendió cuando murió la abuela. Muchas veces he pensado en ella, en aquella casa donde transcurrió buena parte de mi infancia y adolescencia. Si la casa aún perteneciese a la familia, no dudo en absoluto que estaríamos viviendo allí. Hay un momento en la vida en que cambia la percepción de casi todo. Supongo que ese momento llega alrededor de los cuarenta años, cuando ya has perdido unas cuantas cosas y algunas otras te parecen definitivamente inalcanzables, por mucho empeño que pongas en perseguirlas. Y más aún, en estos tiempos de contratos basura, crisis interminables, importante retroceso social y cultural, creciente homofobia, incierto futuro y todo eso que tan bien sabemos y padecemos. De repente, viendo una película (que encierra una considerable complejidad dentro de su aparente sencillez) y aún antes de verla, sientes una especie de necesidad de recuperar cosas del pasado lejano. Una casa que perteneció a tus abuelos, por ejemplo. Aquella casa de dos plantas, con una frondosa higuera delante. ¡Cuántas tardes pasamos allí! Comiendo, leyendo, charlando, tomando el sol, bebiendo café, regando las plantas cuando el sol ya se retiraba, haciendo tortillas de patata o contemplando el laborioso e inteligente trasiego de las hormigas... Todo eso viene a mi memoria mientras veo esta (aparentemente) sencilla, sutil y recomendable película. Todo ese tiempo que, de alguna forma, sigue formando parte de mí, aunque físicamente ya no me encuentre allí. El tiempo que dejamos atrás y que conforma nuestro presente de un modo extraño y contundente. Y también -estoy seguro-, nuestro futuro. Por incierto que ahora, perdidos en tantas desazones e incertidumbres, nos parezca.  

martes, 3 de septiembre de 2013

Maridos y mujeres

Hace tiempo, solos o con amigos, salíamos a comer o a cenar fuera habitualmente. Casi todas las semanas. Solíamos hacerlo con parejas (homosexuales o heterosexuales). Era curioso, en algunos casos, ver cómo en un momento dado algunas de las parejas que teníamos enfrente, alentados ya por el vino, sacaban a flote las rencillas que, con toda probabilidad, llevaban todo el día (o varios días, quizá) instalados entre ellos. Las historias de pareja, tan múltiples y tantas veces contadas en el cine, el teatro y la literatura. Cada pareja es un mundo: con sus misterios, historias y complejidades. De todo hay. Hace veinte años, en la película que da título a este texto, Woody Allen narró magistralmente las crisis de las parejas, convirtiendo aquella historia casi en un auténtico drama. Su propia realidad, en aquellos momentos, estaba presente detrás de cada fotograma. Woody ha tratado muchas veces el asunto. De hecho, de un modo u otro, suele ser el tema principal de sus grandes películas ("Maridos y mujeres" lo es, indiscutiblemente): el amor, la convivencia, la infidelidad, la ruptura... Me gusta también cómo trata el tema Cesc Gay en sus películas, sobre todo en "Un a pistola en cada mano" (la historia de Eduardo Noriega y Candela Peña es deslumbrante) y "En la ciudad". Son sólo dos ejemplos. Hay muchos más, claro. Historias de amor en las que, de pronto, el desgaste, la infidelidad o la convivencia lo trastocan todo. El paraíso se convierte en un abrir y cerrar de ojos en un infierno. Hay casos brutales, desmesurados. Como los protagonistas de ese clásico que es "¿Quién teme a Virginia Woolf?" o "La guerra de los Rose". Pero no quiero hablar de esos casos hoy, tan impactantes y tan jugosos para los actores cuando los siguen representando sobre las tablas (en el mes de marzo, cuando cenamos con Charo López, le dije que no podía dejar este mundo sin hacer una versión de la obra de Albee: y se rió, con esa carcajada suya única, y me respondió: tienes toda la razón, cariño).
Quiero hablar de una historia de pareja que acabo de leer y que me ha conmovido profundamente. Le hablo de ello a Íñigo mientras comemos un par de platos combinados y dos cervezas heladas (ahora ya no salimos a comer fuera habitualmente, ni solos ni con otras parejas, por eso, cuando lo hacemos, se convierte en todo un acontecimiento: ah, los pequeños placeres y las dichosas crisis). Se trata del primero de los cuentos que da título al nuevo libro de Guadalupe Nettel, "El matrimonio de los peces rojos" (Páginas de Espuma), Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero. Un relato magistral. La relación de esos peces no es más que una metáfora de la relación de pareja de los propios protagonistas. Un chico y una chica, que están a punto de ser padres. El modo en el que se va introduciendo el desgaste en sus vidas, los problemas que siempre acechan, la falta de dinero, la relación con los padres, entre otros temas, no puede estar mejor descrito. La vida y sus complejidades en apenas cuarenta excelentes páginas. Los peces rojos, implacables testigos. Un buen director -Cesc Gay, sin ir más lejos- haría una excelente película con esta historia.
La euforia me puede y me dejo llevar por las palabras, una vez más. Íñigo me advierte: la comida se va a enfriar. Y por un momento me olvido de todo esto y disfruto de la comida. Aún más (si cabe) que en aquellos viejos tiempos.