viernes, 26 de julio de 2013

Una jornada demasiado triste

Ajenos a la tragedia de la que después, al llegar a casa, nos enteraríamos, tomábamos una cerveza en esa terraza que instalan cuando hace buen tiempo en el Parque de Invierno. La sombrilla (roja) de la propia mesa (también roja) nos protegía de la intensa luz. Algunas mujeres, tumbadas en el césped, tomaban el sol y leían gruesos novelones de los que me resultaba imposible atisbar el título, pese a mis intentos. Otras, en una de las mesas cercanas a la nuestra (todas rojas, con la publicidad de la cerveza que estábamos tomando), jugaban a las cartas y cuchicheaban, entre risas y algarabía vacacional. El hombre que atendía el bar veía, cuando le dejaban los pedidos de la gente, un capítulo de "Ley y Orden" en una pequeña televisión que estaba al otro lado de la barra. Íñigo hacía fotografías y yo apuntaba cosas en el cuaderno sobre la nueva y magnífica novela de Lola López Mondéjar, "La primera vez que no te quiero", que Siruela publicará en septiembre. La agradable sensación nos invitó a pedir otra cerveza. Daba pereza proseguir con el paseo y regresar a casa. Los veranos, en la ciudad, si sabes sacarle partido a las cosas y no desesperarte en exceso, también tienen su lado bueno. Los años y las circunstancias nos van convirtiendo en eso: en expertos en quedarnos con lo bueno de las cosas y tratar de arrinconar lo menos bueno. Algo positivo tenía que tener el hecho de cumplir años, ¿no? Tomamos una última cerveza en el Dickens, con el sol aún calentando con fuerza las pieles, y regresamos a casa. Al encender la televisión, apareció la noticia. Todo resultaba algo confuso, como siempre ocurre al principio de estos casos. Escuchamos las noticias por la radio hasta bien entrada la noche. Una desgracia absoluta. Un accidente de tren. ¿Un fallo humano? Ese dolor extraño que se instala en cada uno de nosotros cuando asistimos a tragedias de este calibre ya estaba por ahí. La rabia. La impotencia. Lo que se escapa a nuestra comprensión, a nuestro entendimiento. El descarrilamiento, fuesen cuales fuesen las causas, era un hecho. Y las numerosas muertes, también. Una tras otra.
Ya por la mañana, aparecieron nuevas imágenes: en la televisión, en las redes sociales, en las ediciones digitales de los periódicos (algunas, siendo honestos, era mejor no verlas: de nuevo el mismo debate de siempre: ¿dónde están los límites que separan la información del morbo más degradante?). El eco de muchas voces: políticos, familiares de las víctimas, familiares de viajeros de los que se desconocía aún su suerte, teléfonos que sonaban y que no sonaban, ciudadanos de a pie... La solidaridad de la gente, las palabras de apoyo, el hecho de ponerse en la piel del otro. Y el corazón, helado y encogido. Sin saber muy bien qué hacer, qué decir. La impotencia, que no se esfumaba. ¡Cómo iba a hacerlo! La sensación de fragilidad. Cualquiera de nosotros, aunque suene a tópico, podíamos haber ido en ese tren. Quién sabe. Cosas del destino. Y eso es lo que nos asusta aún más. Y lo que hace que nos agarremos al presente, sea el que sea, con total intensidad. Es lo que tenemos, el presente. Es lo único que tenemos. Lo único que está claro.
No hace falta ser gallego ni tener sangre gallega por las venas, como es mi caso por parte de la familia materna, para sentirte parte de ese pueblo que ahora sufre hasta lo indecible, de todas esas vidas truncadas de una décima de segundo a otra, de los familiares que lloran a sus muertos. 
Queda la certeza de que siempre hay que decir la palabra que estamos sintiendo. Queda la incertidumbre. Y queda, inevitablemente, el temblor. El que siempre produce el hecho de estar vivos, alerta.

2 comentarios:

  1. Tristeza es la palabra indicada, tristeza y azar, porque fue el azar, el destino, la mala suerte lo que hizo que aconteciera la desgracia. Yo me acosté con la noticia del descarrilamiento, hablaban de víctimas mortales, pero no de cuántas, es lo que tiene la inmediatez de la información en la actualidad.
    Me acosté con la radio y me quedé dormida, me desperté sobresaltada cuando escuche que ya iban 35 muertos.
    Galicia, tierra hermana, cuántos buenos momentos vivimos allí y vivimos con mis amigos gallegos también en otras partes de España...
    Cuando por la mañana fui consciente de la magnitud de la tragedia, pensé que esos accidentes solo pasan en la India, pues no, ha sido en casa, la víspera de una de las fiestas más importantes de nuestro país.
    Santiago, lleno de peregrinos, ciudad abierta para acoger a todo el mundo.
    Mi solidaridad y mi abrazo para todas las víctimas, también para el maquinista, menudo papelón le ha tocado en esta tragedia.

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  2. Me enteré de la tragedia por los amigos españoles del Club de Lectores de Libros de Rosa Montero. Tristeza, impotencia, dolor. Ahora leo tu crónica.Ovidio: Me solidarizo con cada una de tus palabras-de todo corazón-.
    De paso, te comento que admiro tu fluidez tan emotiva y expresiva. Un saludo muy afectuoso desde Uruguay con el deseo ferviente de que esta pesadilla, más allá de quién tuvo la culpa o no, sirva-al menos- para tomar conciencia y compenetrarnos con la desgracia ajena, que es-al fin y al cabo- también la nuestra.
    Un fortísimo abrazo solidario a través del océano.

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