martes, 16 de julio de 2013

Cines de verano

La realidad es tan terrible, absurda y complicada en estos tiempos que nos están tocando vivir que prefiero huir de ella por un buen rato y refugiarme en mis cosas. Las de siempre: los paseos, las lecturas, las películas, la escritura, la música, las series de televisión, la cocina... Ahí, precisamente, en la cocina, haciendo bechamel y escuchando Radio Clásica, recordé la otra tarde aquellos cines de verano al aire libre. No sé por qué vino ese recuerdo a mi cabeza. Esas cosas -como tantas otras- siempre son un misterio, una incógnita. La tarde anterior, a primera hora, habíamos ido al cine a ver "El hipnotista", una película correcta y entretenida para una tarde de verano, que, además, tiene el aliciente de ver a la estupenda Lena Olin, de la que hacía tiempo que no se sabía nada. Pero no fue allí, en el cine, ni a la salida, cuando recordé los cines de verano, sino, ya digo, en la cocina, haciendo bechamel para unas croquetas de jamón, la tarde del sábado. Traté de hacerlo, pero no recordé el nombre de aquel cine con la puerta principal pintada de intenso azul y las paredes de un blanco impecable que había en San Juan, el lugar en el que veraneábamos, a pocos kilómetros de Alicante, cuando éramos pequeños. Sólo me recuerdo allí sentado, al aire libre, ya de noche, al lado de mis padres. Y la emoción, ya bien presente, por asistir a aquel espectáculo. La noche, el calor, el movimiento de los abanicos para combatirlo, el cielo estrellado, las ganas de ver la película, la que fuera, la única que ponían... Aquello, visto desde este presente, era el paraíso, indiscutiblemente. Aunque entonces no lo supiésemos. ¿Qué más se podía pedir? Por el día, la playa. Por la noche, el cine al aire libre (que pronto comenzaría, al aire libre o no, a ser un refugio: lo que sigue siendo). Entre medias, algunos granizados. Y el descubrimiento de las primeras lecturas, de las primeras sensaciones. No había más planteamientos, más problemas. Sí, un auténtico paraíso. Nadie puede superar eso.   
No me puso triste ese recuerdo, ni siquiera nostálgico. Un recuerdo agradable, desde luego. Un recuerdo que, por un momento, me hizo volver a aquel tiempo, a aquellas lejanas noches de verano, mientras removía la bechamel y el sol, ya casi en retirada, dejaba un reflejo luminoso en el cristal de la ventana de la cocina. El mismo cristal en el que, fugazmente, poco después, se reflejó mi rostro y, casi como por arte de magia, tras un ligero movimiento de mi cuerpo, dejó de hacerlo.  

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