viernes, 4 de enero de 2013

El atrevimiento de mirar

Entrar en un museo y mirar. Detenerse en un cuadro o en una fotografía y encontrar un significado, el que sea. O muchos significados. El tiempo que representa esa obra, el espacio, las circunstancias que llevaron al autor a reflejarlo de esa manera concreta y no de otra. Mirar. Hacerlo con curiosidad, con atrevimiento: como quien mira el cuerpo desnudo del ser amado las primeras veces que se encuentran en una habitación, atrapados los dos en un deseo incontenible que excluye al resto del mundo y donde las horas dejan de existir por completo. Son numerosas las mañanas y las tardes que pasamos en los museos, sobre todo cuando uno sale de su ciudad y se pierde en los laberintos de otras ciudades ya conocidas o desconocidas hasta ese momento. Hay momentos únicos que permanecerán para siempre en nuestra memoria. Cada cual tiene sus propios ejemplos. La primera vez que vi de cerca el "Guernica" sentí una conmoción muy honda, muy profunda. Un revoltijo de sentimientos encontrados: admiración, miedo, repulsa... La historia está ahí, plasmada de una manera tan rotunda por Picasso que, más que atrapado en el cuadro y su historia, pareciese que estuvieses sepultado bajo sus fantasmas, bajo sus sombras. El peso de la historia y el peso de la genialidad que supo retratar ese tramo de la historia. Por no hablar, en este sentido, de Goya y "Los fusilamientos". Miras y te quedas sin habla. La emoción es tan intensa que apenas puedes hablar durante unos minutos. No hay nada que decir. La conmoción alcanza cotas insospechadas. El mundo se ha parado durante unos instantes, los que permanecimos frente a la obra de arte. No se trata de aquella reproducción que venía en los libros de Arte que estudiabas cuando eras un adolescente, no: la obra y lo que representa está ahí, a escasa distancia de tus ojos, de tu piel erizada, de tu corazón acelerado por el cúmulo de las emociones. Y te vas alejando de la obra en cuestión y no quieres hacerlo, y aún vuelves la cabeza para darle un último vistazo, con la esperanza de que no desaparezca esa emoción de tu retina.
Algo así me sucedió también cuando vi por primera vez de cerca las fotografías de Robert Mapplethorpe y de Diane Arbus. Esa mezcla de brutalidad y delicadeza que está en las fotografías de Mapplethorpe, y todo lo que en el sentido de la libertad se refiere, es algo que está muy cercano a la poesía. Los penes de tamaños desmesurados y las flores. No hay escándalo en ello, sino dosis profundamente elevadas de una búsqueda de libertad y una manera de entender el mundo que encuentran, ya digo, en la poesía su mejor acomodo. Por no hablar de los mundos de Arbus: la otra cara de la América amable, de ese sueño que se nos quiso vender y que no se sabe muy bien cuándo acabó (si es que realmente existió). Los enfermos; los marginados; los travestis; los enanos; los niños de miradas imposibles perdidos en los parques; las señoras decadentes que no quieren asumir su nueva condición, sus abrigos de piel completamente ajados y sus sombreros imposibles, las arrugas en el rostro y los cigarrillos que se van consumiendo como sus propias existencias y que hacen confundir las posibles lágrimas con el molesto brillo que entra en el ojo cuando el humo del tabaco lo inunda; los cuerpos desnudos de toda esa gente nudista de cuerpos imperfectos (como los de todos) que quiere mostrarse libremente, sin ataduras, sin ropas, sin prejuicios... Recuerdo aquella mañana, en el MOMA, contemplando la obra de Diane Arbus, como una de las mejores de mi vida. El impacto de aquellas imágenes permancerá en mi cabeza mientras viva y aquella sensación primera regresa a mí cada vez que abro el catálogo con sus fotografías que Íñigo me regaló y que está en el mueble de la entrada de nuestra casa. Y también el deslumbramiento. Emociones únicas. Sólo son algunas de ellas.
Pienso en todo esto mientras leo el último libro de Antonio Muñoz Molina, "El atrevimiento de mirar", donde recopila algunos trabajos sobre diferentes artistas. Una pequeña joya donde no sólo habla sobre las obras de esos artistas, sino el impacto que sus obras produjo sobre él. Y también de las historias, pequeñas o grandes, que conforman la Historia. El paso del tiempo, el deseo, los enfrentamientos entre unos seres humanos y otros, la soledad, el miedo, la rabia, los conflictos, la vida que transcurre y se escapa en un soplo, que ya se está escapando... Son textos espléndidos todos ellos, donde el autor no sólo despliega todo su atrevimiento a la hora de mirar, sino que reflexiona magistralmente sobre las cosas más importantes de la vida. Sí, son textos espléndidos que reflejan mucho de la condición humana. Sus misterios, sus enigmas, sus incertidumbres. Y que, en el caso de los capítulos dedicados a Edward Hopper o Nicholas Nixon, alcanzan cotas de maestría absoluta. La mirada del escritor se funde, para nuestro regocijo, casi con la del propio artista. El atrevimiento de mirar y el magisterio de contarlo.

1 comentario:

  1. Mirar tiene siempre un objetivo a seguir: la pasión por el descubrimiento.

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