jueves, 31 de enero de 2013

El óxido y el amor

Estoy sentado en un banco del parque San Francisco, leyendo. Acabo de encontrar en una librería de viejo, por cinco euros, esas tres novelas de Elena Ferrante que Lumen editó en un solo volumen hace tan sólo unos meses, "Crónicas del desamor". Dos de ellas -espléndidas- ya las había leído; la otra, permanecía inédita en nuestro país. Y no he podido resistirme. Una inesperada primavera se ha instalado momentáneamente en la ciudad. El sol consigue colarse por las ramas de los árboles, alcanzar mi rostro, relajarlo. Es una agradable sensación, sí, la de esta primavera adelantada. El invierno, aunque sea una estación que nos guste, siempre resulta demasiado largo y duro. Luego, cuando pase, lo echaremos de menos: no me cabe la menor duda. Siempre sucede lo mismo. Todos los ciclos son previsibles. Enfrente de mí, una chica joven, en silla de ruedas, intenta atrapar los rayos de sol que se cuelan por ese lado. Lleva un gorro de lana rojo, una bufanda y unos guantes a juego, que se quita de inmediato y que mete en la bolsa que lleva cruzándole el pecho. Saca de ella un libro y se pone a leer también. No distingo a ver el título del libro. No pretendo ser descarado, pero siempre tengo esa manía: cuando veo a alguien con un libro en las manos, no puedo evitar tratar de adivinar de qué libro se trata. Sigo leyendo. Pero ya no me concentro en las historias de Elena Ferrante, pese a lo magnífico de sus relatos, de su prosa sencilla y contundente. De repente, viene a mi cabeza Marion Cotillard, su última interpretación. La vi hace unos días. "De óxido y hueso". Una película que cuenta una historia tremenda. A los pocos minutos de empezar, en un absurdo accidente, el personaje que interpreta Marion pierde sus piernas, las dos, y resulta impresionante la manera en que la actriz cambia de registro, se transforma, incluso físicamente (su rostro dolorido parece el de otra mujer, el de otra actriz: la belleza de sus rasgos se transforma aquí en una dureza que asusta), para salir adelante. La soledad que la envuelve (cuando hay problemas -más aún de esta gravedad-, todo el mundo se larga, ya se sabe), la manera en que se aferra a la vida y al hombre que, casi de un modo casual, la acompaña en ese viaje terrible y fascinante. La supervivencia. Y el amor. Se trata de una de esas películas que te dejan noqueado, que te golpean fuertemente. El impacto de su accidente y el de su viaje posterior agarrándose a la vida es brutal. Toda perspectiva cambia de rumbo, se transforma. Lo que antes tenía importancia ahora deja de tenerla, y viceversa. La mujer está ahí, con ese problema, y su única tarea es salir adelante, sobrevivir. Día a día. Olvidándose de todo, centrándose en ese día a día, que es lo único que tiene. Marion hace una interpretación memorable. Y el hombre que la acompaña, Matthias Schoenaerts, también. La rudeza de su físico apabullante contrasta poderosamente con esa ternura que aflora en ocasiones y que ayuda al personaje de Marion a salir a flote. Hay varias escenas impresionantes. Destacaría dos: la primera vez que hacen el amor, cómo el hombre agarra el cuerpo de la mujer sin piernas para hacerlo; y esa otra en la que ella entra en el mar tras el accidente. Cómo él la ayuda con delicadeza para que su cuerpo se deslice por el agua y cómo ella, tras el baño, se agarra a la espalda del hombre para salir del mar. Dos momentos de una poesía inmensa. Ella, a la espalda del hombre, agarrando su cuello, saliendo del mar, cerrando un poco los ojos para protegerse del sol, como si no quisiera estar en ningún otro lado del mundo más que en ése, en esa playa, saliendo del mar, aferrada a esa espalda. Como los cerramos esa chica joven que está enfrente de mí y yo, cuando el sol atraviesa con furia los árboles y se acerca demasiado a nuestros ojos. Perdidos en nuestras historias, en nuestros pensamientos, dejando pasar la mañana.

martes, 29 de enero de 2013

En otro mundo

La adolescencia de ese chico diferente al que no le interesan la mayoría de las cosas que le interesan a sus compañeros de colegio tiene su lado bueno. Visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, es algo que no puede negarse. Las películas, las músicas, los libros, las obras de teatro... Los primeros descubrimientos. Eran los años ochenta, los legendarios años ochenta, cuando yo pasaba por todo eso. En las grandes ciudades, las cosas estaban cambiando. O eso parecía, según podíamos leer en periódicos y revistas. El País y El Europeo, entre otras, eran publicaciones de las que aquel adolescente se empapaba. Almodóvar, sobre muchos otros, en cine. Recuerdo, en el año 87, cuando se estrenó "La ley del deseo" en los desaparecidos cines Brooklyn de esta ciudad a varias personas abandonando la sala escandalizados, maldiciendo por lo bajo. A mí, entonces como ahora, me parecía una gran película, de las mejores de Pedro. La historia de amor era tan tremenda y conmovedora como la canción de Los Panchos que sonaba casi al final. Y Eusebio Poncela y Antonio Banderas estaban soberbios y Carmen Maura, por decirlo en dos palabras, sencillamente espectacular. Los autores que empezaban a sonar a principios de aquella época: Antonio Muñoz Molina, Adelaida García Morales, Javier Marías, Soledad Puértolas... A ella, a mi admirada Soledad Puértolas, se parecía un poco físicamente una de las cantantes que más me gustaban por entonces. Cristina Lliso, del grupo "Esclarecidos". La melancolía de su voz, la elegancia de sus movimientos, de las letras que cantaba. Era la banda sonora de aquella habitación, la de la casa de mis padres, donde entonces vivía. No me cansaba de escuchar sus canciones, una y otra vez. A veces, incluso, sonaban de fondo mientras escribía algún relato, alguna historia, algún poema que acabaría en el fondo de la papelera. Era una música diferente, con cierto aire francés. Un poco, sí, como también era la prosa de la Puértolas. Aquellas historias que no se parecían a otras historias. Aquellas músicas que tampoco se parecían a otras músicas. Estos días he vuelto a recordar aquellos tiempos, aquellas noches creativas en la penumbra de mi habitación. Las noches eran largas y creativas en aquella habitación. Los juegos de los otros adolescentes no me interesaban. Sus aficiones, tampoco. Mi mundo, que quizá era de otro mundo, estaba allí, en aquella habitación, en aquellas músicas, en aquellas páginas de buena literatura. También en las películas que veía cuando salía de aquella habitación, en los cines de esta ciudad y de Gijón. El futuro estaba por llegar. Tenía una cosa clara, muy clara, tan clara como la sigo teniendo ahora: quería escribir. Y escribía. Lo demás estaba por llegar. Ya llegaría. A mí, estaba convencido, me iba a pillar allí, escribiendo mis historias. Con aquellos libros que amaba (y que sigo amando) bien cerca. Con aquellas músicas, también. Gentes que tenían historias diferentes que contar y a la que yo admiraba profundamente. Años después de todo eso, cuando conocí a quien hoy comparte mi vida desde hace casi seis años, hice la maleta y dejé la casa de mis padres. En ella, en aquella maleta, casi antes que la ropa o cualquier otro utensilio de necesidad, metí todas aquellas películas, aquellos libros, aquellos discos. Una parte de mi vida que se venía conmigo, que sigue conmigo en esta casa. Ahí, al alcance de mi mano, de mi vista, representando un pasado y un futuro. Lo que fui y lo que seré. Lo que, a día de hoy, pasados los cuarenta años, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, soy.

lunes, 28 de enero de 2013

El otro lado de las cosas

A veces, cuando las cosas no van muy bien, es bueno detenerse, sentarse en tu butaca preferida y no hacer nada. Ni siquiera leer o escribir. Ni siquiera pensar o sintonizar la radio. Ni cocinar o coger el teléfono. Cerrar los ojos y escuchar la lluvia caer al otro lado de la ventana. Sólo eso, escuchar la lluvia. Esa lluvia que golpea el suelo y los cristales, que transforma el ambiente con su humedad y su melancolía, que no cesa. Las palabras de los demás no sirven, en esos días, de mucho consuelo. Las cosas cambiarán. Hay que tirar hacia delante. Y todo eso. Sí, tienen razón, pero hay días, ya digo, en que esas palabras no alivian demasiado, en que todo se vuelve demasiado cansino y repetitivo, mil veces visto y escuchado. El mejor viaje, caso de que el hecho de estar sentado en tu butaca preferida termine por cansar, es el que puede hacerse desde la casa hasta el cine, bajo el paraguas azul, con la única compañía que toleras en momentos así, la de esa persona que comparte la vida contigo, los grandes momentos y las miserias, las alegrías y las temibles decepciones. Ese viaje, de casa hasta el cine, es el único que, a día de hoy, puedes permitirte. Y lo haces, te preparas y sales a la calle. Vas caminando por las calles desiertas, bajo el paraguas azul, en silencio. Sientes el roce de quien va a tu lado, el calor de su mano, la fuerza de la compañía y la de ese silencio. Lo único que alivia un poco la situación y la tristeza: la tensión acumulada, lo gris del paisaje, de las perspectivas. La película escogida es "El lado bueno de las cosas". Días atrás, en los mismos cines, proyectaron el tráiler y la cosa prometía. Y efectivamente, la película es estupenda. Corazones rotos. Almas bipolares. Seres perdidos, a la deriva, buscando un refugio, una mano, un proyecto, una explicación, una tabla a la que agarrarse, una motivación. Gentes que van y vienen y que, a pesar de todo, intentan aferrarse a la vida con fuerza, darle la vuelta a las cosas, no dejarse vencer por el lado malo, quedarse con el bueno, mantenerlo, equilibrarlo. Hablan y hablan. Sufren, ríen, lloran, se desesperan... Y vuelta a empezar. Siempre parece, en estos tiempos, que se estuviese empezando de cero. Cada día. Cada segundo. En todo momento. Qué hartazgo. El pulso con la vida que no decaiga. Ah, y el amor, el de la familia y el de la pareja, siempre como efecto balsámico, redentor. Necesario. Bradley Cooper (guapo y con estilo: a partir de ahora, si escoge bien sus guiones, podrá hacer lo que le venga en gana) está soberbio. Y los demás actores, también. Sales a la calle con otro ánimo, aunque el gris del paisaje sigue muy presente y las perspectivas seas idénticas. La decadencia de esta ciudad, de este país, del mundo en general, permance intacta. Pero recuerdas una cosa, sí. La vida, a ratos, se vuelve más fácil con el cine. Sabes que, una vez más, el viaje ha merecido la pena. Envueltos por una inesperada niebla, sabes que eso es lo único que importa.

viernes, 25 de enero de 2013

En el dentista

Voy caminando por la calle. Hace frío, pero no importa: el frío siempre ayuda a despejar la cabeza y ahuyentar los problemas y las noticias de los periódicos que acabo de leer. Entre los casi seis millones de parados ("selecto" grupo al que seguimos perteneciendo) y la manera de firmar del yerno del Rey (¡qué falta de elegancia!), no sé si me dan más ganas de exiliarme o de vomitar directamente. Los operarios de limpieza de un centro comercial están dándole con brío a los escaparates, arriba y abajo. Maribel Verdú, que es la imagen de estas últimas rebajas del famoso centro, está llena de espuma en la reproducción de su figura que han colgado en los cristales. Cómo me alegran los premios que recibe esta chica, pienso. Y cómo ha aprendido desde aquel episodio de la serie "La huella del crimen", donde el gran Fernando Guillén hacía de su padre, Victoria Abril de su hermana, y donde yo la descubrí una de aquellas noches de viernes en las que emitían la serie. Además, cada día está más guapa. Es de las pocas que puede presumir de lo bien que le sienta el flequillo. Voy al dentista, que no lo he dicho. A diferencia de la mayoría de la gente, no me supone ningún trauma ir al dentista. El motivo es que, aparte de ser mi dentista, es mi amiga. Toña. La primera vez que entré en su consulta aún era la doctora Meneses. Tendría unos siete u ocho años y allí estaba yo, muerto de miedo, medio llorando porque la doctora no dejaba que las madres entraran con sus hijos en la consulta (normal), con el susto de la operación de anginas (donde me ataron a una enfermera, literalmente, para que no me moviese mientras el médico operaba) que me habían hecho poco tiempo atrás aún en el cuerpo. Sí, en principio, Toña es una dentista para niños, pero todos los que empezamos entonces con ella hemos crecido (que siempre queda mejor que decir envejecido) y ahí seguimos. La que no ha envejecido es ella, os lo juro. Le pasa como a la Verdú, Toña mejora con los años. No es broma. Sigue conservando su estilo, su clase, su melena roja, su manera inquieta de moverse, pero los años le han dado una ironía (esa fina y necesaria ironía que, en las distancias cortas, también descubrí en Elvira Lindo) y unas ganas de reírse de todo que le otorgan aún más atractivo. He ahí un buen sintoma de sabiduría: las ganas de reírse. Y más aún en estos tiempos. Han pasado muchos años desde aquella primera vez que entré en su consulta, muchos, aunque parezca que fue ayer mismo. Muchas cosas en su vida y en la mía. Buenas y malas, como siempre hay para todos, que aquí no se salva nadie. Nos contamos cosas de nuestras vidas, las cosas que estoy escribiendo, los proyectos que pululan por mi cabeza. Siempre fue una ferviente lectora de todo aquello que escribía: donde fuese, en cualquier revista o periódico, que uno ha escrito en miles de sitios, donde le han dejado y le han pagado algo, nunca como a Amy Martin, por desgracia. Y nunca se pierde las presentaciones de mis libros. Hemos coincidido en bodas y locales de moda, y solemos quedar algunos viernes para cenar y ponernos al día de nuestras cosas. Es, aparte de todo lo dicho, una estupenda cocinera y anfitriona. Pero no la quiero recordar ahora con el delantal, sino con un vestido rojo, sin mangas, ajustado, muy elegante. Era verano, no sé dónde estábamos (quizá en la boda de algún amigo común o en la inauguración de un local cuando en esta ciudad aún se inauguraban con regularidad locales), y ella estaba espectacular: movía ligeramente de cuando en cuando la melena hacia atrás y le daba pequeños sorbos a su copa de vino. Yo seguía sus movimientos como la cámara sigue el movimiento de las actrices. A veces, nuestras miradas coincidían y en ellas, cualquiera que se hubiera fijado, hubiese distinguido aquellos chispazos de complicidad. Esa complicidad silenciosa que sostiene a las amistades que están ahí, que no se pierden entre los vaivenes del tiempo.

martes, 22 de enero de 2013

Las primeras fresas

Ahí están, en los escaparates de algunas fruterías, rojas, grandes, hermosas, cuando enero aún no ha llegado a su fin, el frío sigue instalado en nuestros huesos y la nieve amenazando al otro lado de los cristales de las ventanas. Ahí están, a un precio imposible, claro, como recuerdan los carteles que están colocados sobre las cajas de manera más o menos discreta. Ah, los precios. No importa demasiado en este caso. Es más importante verlas que comerlas, las primeras fresas. El sabor aún podemos recordarlo. Del año pasado y del anterior y del otro. Pero sobre todo, de hace muchos años. El sabor de las primeras fresas que tomamos. Hundir los dientes en aquella carne roja, fresca, sabrosa, un punto ácida, sólo un punto, y deleitarse durante un buen rato en ese sabor único, casi indescriptible. Aquellas fresas que el abuelo Tomás te compraba en el mercado de Mieres, que los sábados, cuando ibas a ver a los abuelos, siempre había mercado. Aquellos paseos por los alrededores del mercado, por el parque, por las calles que nos llevaban a aquella casa de ladrillos rojos, frente al pozo minero, donde hoy ya no viven ni los fantasmas, ni siquiera ellos. Las mismas fresas que estas fresas que ahora, esta misma mañana, están en los escaparates de algunas fruterías, sólo de algunas. Quizá aquellas, las de entonces, tenían otro sabor. Sí, indiscutiblemente, lo tenían. Los que ya vais cumpliendo, como yo, algunos años, sabréis de lo que estoy hablando. Aquel sabor, ya irrecuperable. Irrecuperable pero imborrable. Como algunos recuerdos felices, como algunas heridas lejanas. O no tan lejanas. Todo se pierde hoy un poco en la memoria. La fuerza de esa visión, la de las primeras fresas de la temporada, el invierno aún en su plenitud, ha podido con todo. El esplendor de primaveras pasadas, la incertidumbre de las primaveras que están por venir, ya casi a la vuelta de la esquina, aunque el invierno se resista a desfallecer, el frío en los huesos, la nieve que acecha, etc. A todo nos vamos acostumbrando. Eso dicen los más viejos del lugar. A todo te acostumbras, repiten. Qué remedio. Resistir o morir. El que resiste gana. Y todo eso. No te preocupes que nadie te preguntará si vives o si ya te has muerto. No, no te preocupes. Bastante tiene cada uno con su propia batalla en estos tiempos. En cualquier tiempo. Mañana en la batalla piensa en mí, no te olvides de hacerlo. Palabras de otros tiempos. Palabras de tiempos que pueden estar por llegar. Hoy, esta misma mañana, el tiempo se ha detenido, y yo con él, ante ese escaparate, el de una frutería alejada de mi casa, al otro lado de la ciudad, contemplando esas primeras fresas como si fuesen una joya preciada o una obra de arte de altísima calidad. El tiempo se ha detenido, sí, y al detenerse, aún no sé muy bien cómo, las agujas del reloj, del mío, de todos los relojes, no han hecho más que avanzar, avanzar, avanzar, sin que ni yo mismo, atrapado en la memoria, atrapado, me haya podido dar cuenta.

lunes, 21 de enero de 2013

Amor

Ya he hablado de ello en otras ocasiones. El amor que se profesaban mis abuelos maternos. La manera en la que, en los últimos años de su vida, el abuelo cuidaba a la abuela, enferma del corazón. Cómo la mimaba, cómo la llenaba de atenciones. Cómo le compraba su fruta favorita, cómo la ayudaba en aquellos cortos pasos que ella podía dar. He vuelto a pensar en ello viendo "Amor", la última película de Michael Haneke. En la historia de esos dos ancianos que, de pronto, ven cómo su apacible vida se destruye por culpa de una devastadora enfermedad, quizá la más devastadora de todas, la que te va paralizando el cuerpo mientras sigues siendo consciente de ello. Todo cambia a partir de ahí. Es inevitable. El hombre asiste impotente a la devastación de su mujer. La mima, la ciuda, pero el dolor lo ha transformado todo. En nombre del amor que se profesan, continúa a su lado, haciendo lo posible y lo imposible por ella. La hija, la única que tiene, va y viene, a su aire, con su vida, con su familia, con su profesión, con sus problemas. El padre dice que es mejor así, que los deje entre aquellas cuatro paredes, su casa, llenas de libros y de discos y de recuerdos compartidos. El escenario, la casa, que en otros tiempos fue un lugar idílico para cualquier amante de la cultura, se vuelve casi claustrofóbico para el espectador. La enfermedad avanza pero aún parece que queda un largo trecho hasta el desenlace final. Entre aquellas cuatro paredes está lo más terrible: la enfermedad. Puede palparse, puede olerse. La impotencia que se siente cuando hace su aparición. Cuando se manifiesta en toda su crueldad, con toda su sanguinaria fuerza. Cuando lo hace sin miramientos, sin compasión. No hay solución para ella, todo lo contrario. La cosa irá avanzando hasta que el corazón quiera detenerse definitivamente. El hombre siente rabia y dolor por todo ello. Y se desespera. Y nosotros somos testigos de lo que ocurre, encerrados ahí, en ese claustrofóbico escenario, esperando el desenlace. Podemos oler los medicamentos, sentir la desesperación de los dos protagonistas (Jean-Luis Trintignant y Emmanuelle Riva están más allá de todo elogio: la desnudez de sus miradas enturbia toda la calma y desarma al más fuerte), la angustia que se respira en el ambiente, el olor de las flores que el hombre acaba de comprar y cuyo destino ya conocemos porque lo hemos visto fugazmente en una de las primeras secuencias de la película, el alivio que hace su aparición cuando la ventana se abre y una ligera brisa remueve todo ese aire concentrado, enrarecido. Casi tan retorcido como la propia enfermedad. Como ese destino que aguardaba a esta mujer que amaba la música y que ni siquiera en ella, en la música, encuentra ahora consuelo. La música que aparece en la película, pese a ser la profesión de ambos protagonistas, es más bien escasa. Lo que predomina es el silencio. Un silencio doloroso que acrecienta la agonía. Un silencio que lo envuelve todo, que abarca este poema de amor y muerte de principio a fin, incluso hasta en los títulos de crédito está presente. Y su presencia, la del silencio, es lo que hace aún más terribles las reflexiones -las preguntas, los miedos- que surgen después y que más que conmover, desgarran.

viernes, 18 de enero de 2013

Tortilla y vino

Una botella de vino tinto y una tortilla de patatas. No hace falta más. Con eso es suficiente para levantar el ánimo algunos días. Nunca falla. Llamar por teléfono a tu hermana y preguntarle si viene a comer. Si hoy somos tres, las risas se escucharán mejor y las penas quedarán amortiguadas por las propias risas y el sabor del vino tinto y de la tortilla. Habrá que celebrar que seguimos aquí, pese a todo, en pie de guerra, que no se diga. La vida no es fácil, nada fácil. Más aún en estos últimos meses, en estas últimas semanas. Hablaremos de todo: de los libros que hay que leer, de las películas que hay que ver en el cine, de las personas que admiramos y que se han ido estos días (Anna Lizaran, Fernando Guillén...), de la incertidumbre que estamos viviendo, de lo imprevisibles que son algunas personas y de lo que te pueden llegar a sorprender (para bien y para mal, que de todo hay) otras. Una comida y una sobremesa más, enviando las dietas (buf) a paseo y sintiendo que las cosas importantes de la vida se resumen en unas pocas palabras, en unos pocos hechos. En una tortilla de patatas, una botella de vino y una charla cómplice, si me apuras. Pero el ritual aún no ha comenzado. Siempre lo hace de la misma forma: entrar en la cocina, sintonizar Radio Clásica, abrir la botella de vino, servirme una copa, pelar la cebolla, el ajo, las patatas, dorarlo todo lentamente en la sartén, batir los huevos... Y cuando el olor de las patatas y la cebolla ya se va extendiendo por la casa, sentir las palabras de los otros dos, cómodamente instalados en el sofá, copa de vino en mano, alabando ese olor (incomparable) y las ganas de sentarse a comer ya la famosa tortilla. Francesca, revolucionada, de un lado a otro, reclamando atenciones, caricias, mimos, saltando como un monito e intentando llamar la atención (aún más) tratando de alcanzar las llaves que están puestas en la cerradura de la puerta. Pocas cosas -lo admito- me gustan tanto como cocinar para los demás. Tortilla de patatas o lo que sea. Siempre termina levantándome el ánimo. Sobre todo, en los días malos. Sobre todo, sí, en esos días en los que parece que nada va a tener solución. Encender dos velas, una barrita de incienso, preparar, organizar y compartir en una mesa lo cocinado. ¡Cuántas cenas hemos preparado en esta casa! Eran otros tiempos, sí. Las cosas, ahora, no están para muchos derroches. Para ninguno, más bien. Y aún estamos esperando que algunas de esas personas nos devuelvan la invitación, que no nos olvidamos. Siempre hay gente así. Pero todo eso hoy no importa. En absoluto. Lo que importa es que estamos aquí, juntos, ahuyentando miedos y fantasmas, disfrutando de las pequeñas cosas que aún están al alcance de la mano y los bolsillos, y esperando el porvenir, ay, como diría Carmen Martín Gaite, otra que, según cuentan ellos mismos, compartía tortilla y vino con Álvaro Pombo cuando la pendiente se hacía demasiado cuesta arriba. Mejor hacerlo, esperar el porvenir, con el vino, la tortilla y la sonrisa, aunque, a ratos, se vaya quedando helada en los labios antes de transformarse en esa melancolía tonta que traen consigo las tardes de lluvia. O esas otras tardes sin lluvia en las que parecen a punto de desatarse las peores tormentas, las interiores.

miércoles, 16 de enero de 2013

Intimidad

Intimidad, sí. Si algo refleja la película "Las sesiones" a la perfección es eso: la intimidad que se produce entre dos personas que deciden libremente tener sexo en común. El resto de la película es como una bella y necesaria envoltura que nos condujera a la habitación donde esas dos personas están jugando con sus cuerpos desnudos. A esa habitación luminosa, donde, aparte del placer, se remueven otros sentimientos. Hay algo mágico, conmovedor y muy profundo en esas escenas, que, sobra decirlo, no caen nunca en el morbo o la chabacanería. Todo lo contrario. Se acercan por completo a lo poético, a lo que cualquiera que haya practicado sexo con ganas de ir más allá de un ejercicio rápido e inmediato, de una necesidad física, comprenderá perfectamente. Y no estoy hablando de amor, necesariamente, sino de otra cosa: de las ganas de saber, de experimentar, de ir hasta el fondo de las cosas. Eso, sí, es lo que le ocurre al protagonista de la historia, un poeta y periodista tetrapléjico y con un pulmón de acero que a los treinta y ocho años decide perder la virginidad. Y para hacerlo, se deja llevar por una especialista en el sexo, que no una prostituta. Ahí comienza el baile. El descubrimiento de los cuerpos, del gozo, del placer. De todo eso que dura unos minutos y de todo lo que se conserva recordándolo. La sonrisa que ilumina un rostro y la necesidad de un nuevo encuentro. La emoción con la que se vive hasta que llega ese nuevo encuentro. Y la convicción, después de que esto ocurre, de que la vida se observa ya de otro modo, desde otro ángulo. De todo esto habla esta película compleja y sumamente poética. Para una película así, donde los dos protagonistas tienen que llegar a una complicidad absoluta para resultar creíble, no sólo se necesitan dos buenos intérpretes, sino dos actores que alcancen ese grado de complicidad que menciono. Algo así ocurría, en otro registro totalmente diferente, por ejemplo, con Sean Penn y Susan Sarandon en "Dead Man Walking" ("Pena de muerte"). La compenetración debe ser total en este tipo de historias. Las miradas, sobre todo las miradas, deben traspasar cualquier barrera y alcanzar una complicidad única, imprescindible. Penn y Sarandon, en aquella historia dirigida por Tim Robbins hace ya unos cuantos años, lo conseguían plenamente. En aquella tensión de las miradas, en su fuerza y credibilidad, se sostenía la película. Aquí, en "Las sesiones", ya digo que en otro registro completamente diferente, ocurre lo mismo. John Hawkes y Helen Hunt logran transmitir, desde la desnudez y desde una complejidad que logran hacer sencilla, todo eso. No quiero olvidar a William H. Macy, que, en un pequeño y jugoso papel, consigue demostrar el pedazo de actor que es. Pero son ellos, Hawkes y Hunt, los que, desde la ternura, la emoción, los miedos propios de todo ser humano y la fascinanción por lo inesperado que pueda ocurrir de un momento a otro, los que nos conducen a esa habitación luminosa, donde, aunque sólo sea por unas horas, la vida parece que, a pesar de los pesares, tiene sentido.

martes, 15 de enero de 2013

La mujer que espera

La mujer está sentada a mi lado, en la barra de un bar. La mayoría de la gente está tomando cafés, caldos o infusiones. Algunas personas aún están con los desayunos, un poco tardíos. Son alrededor de las doce de la mañana. Y ella, la mujer, está tomando un Martini blanco. Mira hacia el frente, observa el movimiento de los camareros, el espejo que refleja, a través de las botellas perfectamente alineadas, a los que estamos al otro lado de la barra, agotando nuestras consumiciones, haciendo tiempo, quizá esperando a alguien. Sí, parece que ella estuviese esperando a alguien. ¿A quién? ¿A una amiga, a su madre, a su hermana? ¿Quizá se trate de una cita? ¿De una cita a ciegas? Podría ser. Quién sabe. En su rostro, maduro y atractivo, hay algo de expectación. Cierto misterio. Uno de los camareros acaba de ponerle delante de la copa de Martini blanco un platillo con frutos secos. Levanta las cejas en señal de agradecimiento, pero no dice nada. No los toca. Es más, los aparta ligeramente con sus finos dedos, dejando en el aire el sonido que producen sus uñas un poco largas (y sin pintar) con el borde del plato. Sólo le da pequeños sorbos a su bebida y juega con el palillo que sostiene la aceituna que está dentro del licor. La mordisquea suavemente, saboreando con deleite el alcohol que la empapa. Sin duda, le gusta esa mezcla de sabores: la aceituna y el Martini blanco. Quizá le gusta ese sabor, simplemente. O quizá le trae algún recuerdo. Esos sabores, los asociados a ciertos recuerdos, son los mejores, indiscutiblemente. La mujer se deleita en ese sabor. Alguien, al otro lado, deja sobre la barra un periódico. Y ella parece tentada a cogerlo, quizá para hacer más corta la espera, si es que está esperando a alguien, pero no lo hace. Lee superficialmente una noticia, la más destacada de la portada de ese periódico, que no alcanzo a ver desde mi taburete, y lo deja a un lado, como si no le interesara lo más mínimo. Siempre lo mismo, parece pensar. Desahucios, especulaciones, bancos que reclaman lo mismo... Las historias de todos los días. No, no le interesan. Se bebe de un trago largo lo que le queda del Martini y hace una señal al camarero para que le sirva otra copa. Rápidamente, el camarero lo hace, se la sirve. Y ella vuelve a jugar con la aceituna, mordisquéndola lentamente. Mientras lo hace, mira el reloj que lleva en la muñeca derecha. Y saca el móvil del bolso. Mira la pantallita. Parece que no hay ninguna llamada perdida. Deja el móvil sobre la barra. Y bebe. De repente, suena un pitido en el móvil. Es el pitido de un mensaje. Lo coge rápidamente. Y lo lee. Tras hacerlo, según refleja el espejo, las facciones de su rostro cambian por completo. Su cara, ahora, es una mezcla de seriedad e inquietud. Tal vez de enfado. Han desaparecido aquellas expectativas que lo inundaban minutos atrás. Permanece el misterio. Termina la copa, saca la cartera del bolso y paga al camarero con un billete de cincuenta euros. Se pone rápidamente el abrigo, se cuelga un largo pañuelo del cuello y coge el bolso (marrón) por las asas. En una de las manos, el móvil. Y sale del bar, inquieta, apresurada, dejando en el espejo un último y fugaz reflejo, el de la incertidumbre.

viernes, 11 de enero de 2013

Fotografía de abuela

Es una fotografía que lo dice todo. La mano de la nieta está sobre la mano de la abuela. Como si, de algún modo, quisiera protegerla de todos los males, de todos los peligros, de todas las enfermedades. De lo que esté por venir, sea lo que sea. Como si la nieta quisiera decirle: abuela, no te preocupes, deja la mano ahí, bajo la mía, y nada terrible o desagradable sucederá. El tiempo no se agotará mientras tu mano esté bajo la mía, parece añadir. Es ya en ese momento en que los jóvenes tenemos que prestar atención a los mayores, la misma que ellos nos prestaron a nosotros. Ellos nos cuidaron, se hicieron cargo de nuestros problemas y necesidades, y ahora nos toca a nosotros hacer el trabajo sucio: protegerles del mundo, de la hostilidad, de lo inhóspito que siempre acecha. De los sustos, del viento. La nieta sabe que, en el instante en que fue tomada la fotografía, ese momento ya ha hecho su aparición. No le importa. Es más: le encanta. Quiere proteger a su abuela. De los sustos, del viento, ya lo he dicho. Las dos mujeres llevan las uñas pintadas del mismo color, de un rojo anaranjado. O de un naranja que tiende a rojo, qué más da. Un color de moda, muy actual. No conozco la historia, pero apostaría algo a que esa tarde, la tarde en que fue tomada la fotografía, la nieta llegó con ese esmalte de uñas de esas tiendas nuevas que tienen cosas baratas y muy resultonas y que están frecuentadas por jovencitas y por ancianas que se resisten a serlo con una dignidad apabullante, y la abuela le dijo que era precioso, y ella, la nieta, le respondió pintándole las uñas del mismo color que el suyo. Ese rojo anaranjado, o ese naranja que tiende a rojo, qué más da. La nieta le pintaba las uñas y la abuela sonreía. Tarde de chicas. He participado en unas cuantas. Tarde de chicas en las cocinas de las abuelas, las mejores tardes, qué duda cabe. Las abuelas son felices en esas tardes, cuando las nietas les dedican su tiempo y les pintan las uñas con sus esmaltes baratos y resultones. ¿No será un poco exagerado ese color para mí?, se atreve a preguntar la abuela, sin olvidar aquel rastro de coquetería que aún, pese a los años, conserva casi intacto. Qué va, abuela, ¿no ves que te queda mejor que a mí? Y ahí está el vistoso color, en sus uñas de mujer mayor, de mujer que se conoce todos los trucos de la vida y que, en esos momentos, se comporta casi como una niña. Con esa manera deliciosa que tienen los mayores de parecer niños. Sobre todo, ellas, las mujeres, de parecer niñas. Toda esa fragilidad. Ahí está Ana María Matute, sin ir más lejos, con su fantasía y su alma de niña, sus palabras certeras y su libertad, ahora que la acabo de ver en un estupendo programa de televisión y que no me canso de leerla una y otra vez. Es sólo un ejemplo. Uno más de tantas abuelas como hay. Abuelas que no se olvidan, que no se olvidarán. La que muestra su mano en esta fotografía ya no está en este mundo, desgraciadamente. Se fue, un día de enero, recién terminadas las navidades. Como si no quisiera haberse ido antes para no molestar a nadie en esas fechas tan señaladas. Se fue, sí. Pero la fotografía de la nieta cubriendo su mano está ahí, luminosa y hermosísima. Casi con la luminosidad de esos cuadros que son, simplemente, obras maestras. Como el recuerdo de la mujer a la que pertenecía esa mano está en el corazón de la nieta, en quienes la amaron. Así será -estoy convencido- hasta que todos seamos polvo. Polvo o nada. O el recuerdo que conserven de nosotros quienes nos amaron, quienes una tarde cualquiera pusieron su mano sobre las nuestras, dejando ese rastro de luminosidad que no es otra cosa que el rastro de la vida.

jueves, 10 de enero de 2013

Refugios

Cerrar la puerta y escuchar sólo una cosa, la música. Al otro lado de esa puerta, está la calle que hoy no quiero pisar, el frío intenso, lo inhóspito, los labios que susurrarán palabras machaconas que no aportan soluciones y que no quiero escuchar. Aquí, escribiendo y leyendo, estoy bien. El tiempo parece detenerse. Se detiene. Los trenes pasan por el cielo en forma de nubes lentas y pesadas. Muy pesadas. Y todo indica que la tormenta llegará más pronto de lo esperado. Aquí, sí, estamos mejor, los tres. Me gustaría tener la paciencia que tenía hace unos años y recortar fotografías de las revistas y los periódicos, hacer una especie de collages con ellas. Actrices, escritoras, pintoras, cantantes... Fotografías en color y en blanco y negro. Recortar primorosamente sus siluetas, sacarlas de los rodajes o de las fiestas o de las terrazas o de las bibliotecas o de sus habitaciones de trabajo, y colocarlas unas al lado de las otras, como hacía antes, hace muchos años, en álbumes que aún conservo en casa de mis padres. Pequeños pósters, postales antiguas, programas de mano del teatro, entradas de cine... Todo servía. Crear un mundo. Un mundo aparte, aislado del resto, aunque sólo sea por unas horas. Crearlo con lo que a ti te apetezca. Y saber que está ahí, para cuando lo necesites. Nada más. El ruido está afuera. Los problemas y el viento que azota los cristales, también. Por no hablar del frío: en todos los sentidos. Francesca va y viene, intenta subirse a la manta que cubre mis piernas y protesta cuando descubre el ordenador sobre ellas. Se sienta en uno de los brazos del sofá y observa. En silencio. Observa el movimiento de mis dedos sobre el teclado y escucha la música clásica. Se le cierran los ojos de cuando en cuando y si le pasas la mano por encima del lomo, los abre y maúlla suavemente en señal de agradecimiento. Sobre la mesa está la última novela de Elena Ferrante, "La amiga estupenda", una de las pocas novedades que, a día de hoy, se pueden adquirir en la biblioteca pública del Fontán, donde tantas tardes y mañanas transcurrió mi vida. Dos amigas desde muy jóvenes. La novela cuenta la historia de esa amistad, las correrías por las calles de Nápoles, el conocimiento del mundo, de las otras vidas que las rodean... Me gusta el estilo implacable de la Ferrante (que me recuerda más a la Ginzburg que a la Morante), de quien, a excepción de una novela, he leído todo lo que se ha publicado suyo en castellano. Ah, la amistad. Cuántas páginas de literatura sobre el tema. Cuántas cosas podríamos escribir cada uno de nosotros sobre ella. La amistad es otro de esos temas literarios y cinematográficos que más me interesan. Al hilo de ello, recuerdo ahora "Nubosidad variable", de Carmen Martín Gaite, quizá su mejor novela. ¡Cuántas veces la habré leído! Un día de estos volveré a hacerlo. O "Entre amigas", de Laura Freixas, otra de mis escritoras favoritas. De Laura, precisamente, son dos espléndidas recopilaciones, "Madres e hijas" y "Cuentos de amigas", con algunas de las autoras más importates de este país. No creo que termine la jornada de hoy, sin leer alguno de esos cuentos. Literatura que reconforta. Que hace olvidar algunas heridas, algunas incertidumbres, aunque sea por unos momentos, los que dura su lectura. El refugio de la literatura, siempre cerca, siempre al alcance. Como debe ser. Como en este día, más triste que melancólico, más extraño que otra cosa, que hace prever un nuevo comienzo, una huida, una brecha... Ese algo que se tambalea y que no sé muy bien cómo detener. Ni hacia qué lugar nos llevará.

martes, 8 de enero de 2013

La mujer que fuma como Gena Rowlands

La mujer sujeta con los labios el cigarrillo y con una de las manos la copa. Lo hace de un modo que me recuerda de inmediato a Gena Rowlands en "Opening night". Es un instante, sólo eso. Un instante que se repetirá a lo largo de la noche. La mujer no es rubia, ni está tan borracha como Gena en aquella memorable película, aunque también es una mujer muy bella. La calle está repleta de gente. Fumando, bebiendo, hablando, riendo, abrazándose. Ya se ha hecho por completo de noche. Faltan pocas horas para que las casas se llenen de regalos con la disculpa de los Reyes Magos, un año más. Pero aún es temprano. Toda esa gente aún quiere divertirse antes de marchar para la cama, dar los últimos brindis de estas fiestas. Los reencuentros, las viejas amistades (algunas, seguramente, más falsas que el mismísimo Judas), los familiares que no se ven durante el resto del año: todo eso. A estas alturas de la Navidad, todo resulta ya un poco agotador: demasiado de todo en apenas quince días. La mujer que fuma y que sujeta la copa como Gena Rowlands celebra su cumpleaños. Treinta y seis, cinco menos que yo. Tiene los ojos claros de su abuela paterna (y también alguno de esos rasgos que aparecen en la única fotografía que se conserva de su juventud, la de la abuela paterna que se murió a los 33 años), el pelo negro y largo, y las uñas -hoy- de un rosa tan intenso que casi parece rojo, que es el color que mejor le sienta. Los años van pasando y la mujer, aunque se ríe menos que antes, se sigue riendo. Se ríe de todo. A veces, se ríe por no llorar, que es la manera más inteligente de reírse que conozco. Entre la risa y el llanto, hay que quedarse siempre con la risa. Siempre. Aunque sea una risa que termine por congelarse en los labios como las sonrisas de Giulietta Masina y Shirley McLaine en sus mejores interpretaciones, que, en sus casos, los de Giulietta y Shirley, son prácticamente todas. Como las sonrisas de los payasos tristes. Hace mucho frío, mucho, pero no importa. A su piel, la piel de la mujer que fuma y sujeta la copa como Gena Rowlands, le sienta bien el frío. Ese pequeño viento que se ha levantado y que le mueve los cabellos. En realidad, le sientan bien todas las estaciones. Es lo que tiene ser bella e inteligente. Pero, para ella, el invierno, como para mí, es una de sus estaciones preferidas. Y ahí estamos, en la calle, en las calles, como tantas otras veces. Sobre todo, en el pasado. Ninguno de sus cumpleaños, pese al cansancio acumulado de las Navidades, quedó por celebrar. Ninguno, pese a todo. Este año, tampoco. Faltaría más. De morir, caso de hacerlo, mejor con las botas puestas, ¿no? Eso dicen. No son buenos tiempos. Por eso está bien salir a la calle, ahuyentar fantasmas, olvidar ciertas cosas, mirar hacia adelante. Palabrería, sí, pero palabrería que no debería olvidarse. Y así lo hacemos. "¡Ojalá desaparecieran todas las metas de la vida!", escribe Soledad Puértolas en su última novela, "Mi amor en vano". Ojalá. "¡Qué esfuerzo por buscar, por dar sentido, por llegar a un sitio, por alcanzar algo!", prosigue. Pues sí, francamente. ¡Qué difícil se vuelven a veces las cosas aparentemente más sencillas! Es lo que hay, ya lo sabemos. Hay ocasiones en que los caminos están trazados y no te permiten salirte de ellos. Y todo lo demás, por accesible que parezca, se transforma en algo casi inalcanzable. Así es esta jodida vida. No hablamos mucho de ello, no es el día. Levantamos la copa y brindamos por lo que tenga que venir, sea lo que sea. Y la mujer repite el gesto: sujeta el cigarrillo con los labios y con una de las manos la copa de ginebra. Si quisiera, la mujer podría ser actriz. No sé interpretar, asegura. Pero yo no estoy tan convencido. Quien tiene esa mirada clara, la de su abuela materna, que ahora se está convirtiendo poco a poco en la mirada dura de las mujeres que tienen a sus espaldas cierto conocimiento de la vida, quien sujeta en una mano la copa y en los labios el cigarrillo como Gena Rowlands, puede hacer lo que se proponga. El mundo está a sus pies. Aunque ni ella misma, hoy por hoy, lo sepa.

viernes, 4 de enero de 2013

El atrevimiento de mirar

Entrar en un museo y mirar. Detenerse en un cuadro o en una fotografía y encontrar un significado, el que sea. O muchos significados. El tiempo que representa esa obra, el espacio, las circunstancias que llevaron al autor a reflejarlo de esa manera concreta y no de otra. Mirar. Hacerlo con curiosidad, con atrevimiento: como quien mira el cuerpo desnudo del ser amado las primeras veces que se encuentran en una habitación, atrapados los dos en un deseo incontenible que excluye al resto del mundo y donde las horas dejan de existir por completo. Son numerosas las mañanas y las tardes que pasamos en los museos, sobre todo cuando uno sale de su ciudad y se pierde en los laberintos de otras ciudades ya conocidas o desconocidas hasta ese momento. Hay momentos únicos que permanecerán para siempre en nuestra memoria. Cada cual tiene sus propios ejemplos. La primera vez que vi de cerca el "Guernica" sentí una conmoción muy honda, muy profunda. Un revoltijo de sentimientos encontrados: admiración, miedo, repulsa... La historia está ahí, plasmada de una manera tan rotunda por Picasso que, más que atrapado en el cuadro y su historia, pareciese que estuvieses sepultado bajo sus fantasmas, bajo sus sombras. El peso de la historia y el peso de la genialidad que supo retratar ese tramo de la historia. Por no hablar, en este sentido, de Goya y "Los fusilamientos". Miras y te quedas sin habla. La emoción es tan intensa que apenas puedes hablar durante unos minutos. No hay nada que decir. La conmoción alcanza cotas insospechadas. El mundo se ha parado durante unos instantes, los que permanecimos frente a la obra de arte. No se trata de aquella reproducción que venía en los libros de Arte que estudiabas cuando eras un adolescente, no: la obra y lo que representa está ahí, a escasa distancia de tus ojos, de tu piel erizada, de tu corazón acelerado por el cúmulo de las emociones. Y te vas alejando de la obra en cuestión y no quieres hacerlo, y aún vuelves la cabeza para darle un último vistazo, con la esperanza de que no desaparezca esa emoción de tu retina.
Algo así me sucedió también cuando vi por primera vez de cerca las fotografías de Robert Mapplethorpe y de Diane Arbus. Esa mezcla de brutalidad y delicadeza que está en las fotografías de Mapplethorpe, y todo lo que en el sentido de la libertad se refiere, es algo que está muy cercano a la poesía. Los penes de tamaños desmesurados y las flores. No hay escándalo en ello, sino dosis profundamente elevadas de una búsqueda de libertad y una manera de entender el mundo que encuentran, ya digo, en la poesía su mejor acomodo. Por no hablar de los mundos de Arbus: la otra cara de la América amable, de ese sueño que se nos quiso vender y que no se sabe muy bien cuándo acabó (si es que realmente existió). Los enfermos; los marginados; los travestis; los enanos; los niños de miradas imposibles perdidos en los parques; las señoras decadentes que no quieren asumir su nueva condición, sus abrigos de piel completamente ajados y sus sombreros imposibles, las arrugas en el rostro y los cigarrillos que se van consumiendo como sus propias existencias y que hacen confundir las posibles lágrimas con el molesto brillo que entra en el ojo cuando el humo del tabaco lo inunda; los cuerpos desnudos de toda esa gente nudista de cuerpos imperfectos (como los de todos) que quiere mostrarse libremente, sin ataduras, sin ropas, sin prejuicios... Recuerdo aquella mañana, en el MOMA, contemplando la obra de Diane Arbus, como una de las mejores de mi vida. El impacto de aquellas imágenes permancerá en mi cabeza mientras viva y aquella sensación primera regresa a mí cada vez que abro el catálogo con sus fotografías que Íñigo me regaló y que está en el mueble de la entrada de nuestra casa. Y también el deslumbramiento. Emociones únicas. Sólo son algunas de ellas.
Pienso en todo esto mientras leo el último libro de Antonio Muñoz Molina, "El atrevimiento de mirar", donde recopila algunos trabajos sobre diferentes artistas. Una pequeña joya donde no sólo habla sobre las obras de esos artistas, sino el impacto que sus obras produjo sobre él. Y también de las historias, pequeñas o grandes, que conforman la Historia. El paso del tiempo, el deseo, los enfrentamientos entre unos seres humanos y otros, la soledad, el miedo, la rabia, los conflictos, la vida que transcurre y se escapa en un soplo, que ya se está escapando... Son textos espléndidos todos ellos, donde el autor no sólo despliega todo su atrevimiento a la hora de mirar, sino que reflexiona magistralmente sobre las cosas más importantes de la vida. Sí, son textos espléndidos que reflejan mucho de la condición humana. Sus misterios, sus enigmas, sus incertidumbres. Y que, en el caso de los capítulos dedicados a Edward Hopper o Nicholas Nixon, alcanzan cotas de maestría absoluta. La mirada del escritor se funde, para nuestro regocijo, casi con la del propio artista. El atrevimiento de mirar y el magisterio de contarlo.

jueves, 3 de enero de 2013

Día uno

El cielo está despejado y hace frío. Aunque todo parece indicar, por los gruesos y oscuros nubarrones que se aproximan, que al final de la mañana terminará lloviendo, como así sucederá. Es una sensación extraña la de caminar por las calles el día uno, tan temprano. El tiempo parece haberse detenido. Como si estuviésemos en el paisaje de alguna película de ciencia ficción. O el final del mundo, tan anunciado, fuese esto mismo. Algunas calles están completamente desiertas y en otras, puedes sentir las voces, ya algo apagadas, amortiguadas por el alcohol y el cansancio, de los que aún regresan a casa. Esas voces que, ya desde la cama, se podían sentir a lo lejos. Las caras desencajadas, el maquillaje de ellas todo cuarteado, el tambaleo en esos altísimos tacones que parecían tan poderosos al comienzo de la juerga, los gestos de cansancio, las palabras que apenas pueden ya salir de las gargantas... Pienso por unos instantes en esos años en los que yo era uno de esos jóvenes, de regreso a casa el día uno del nuevo año. El contraste de aquel tiempo con el actual es significativo. Para cada época, lo suyo. No se trata de envejecer (o sí), sino de ir adecuándose a los tiempos y a las circunstancias. Me apetece caminar: los excesos de estos días son importantes. E inevitables. Después de tantos días así, de excesos, apetece volver a la normalidad, a la rutina de los días laborables. Aún queda el último tramo de las fiestas, los regalos de Reyes y todo eso. Ah, y el cumpleaños de mi hermana, que es la víspera de la noche mágica por excelencia. Siempre hemos sido de celebrar mucho los cumpleaños, aunque, dados los tiempos, estemos todos un poco de capa caída. Algo haremos, refugiándonos, como siempre, en las pequeñas cosas, en esas miradas y palabras de nuestra madre que siempre nos ayudan a calmarnos, y que son las que, finalmente, cuentan.
Pienso también en esa mujer, aún muy joven, que vivía en el barrio de mis padres y que se ha ido estos días. Era una mujer alegre, habladora, siempre por la calle (caminando, haciendo la compra, paseando al perro...), con una palabra amable y una sonrisa cercana. Pienso en lo injusta que es la vida. En lo frágil de nuestro viaje.
Intento buscar un café que esté abierto y en el que apenas haya gente. Quiero contestar a todos los mensajes que recibí ayer por la noche y que, en aquel momento, no tenía fuerzas para hacerlo. Todos estos días están siendo una especie de camino por la cuerda floja. Hay que poner cara de risa, alegrar a la familia, disfrutar de estar todos juntos, eso es cierto, pero los nervios y la procesión van por dentro. Entro en un café en el que parece habitar la calma. Sólo por unos instantes. Poco después de pedir mi café, el local se empieza a llenar de gente que pide chocolate con churros, que pide café y pinchos de tortilla, que pide cervezas, que pide una última copa, que alborota sin ton ni son. Seguimos siendo un país en el que parece que la alegría siempre tiene que ir ligada al alboroto. Apuro mi café y salgo rápidamente a la calle. Contestaré más tarde a esos mensajes. No tengo ganas de ruido: todo lo contrario. Quiero caminar en silencio, sentir cómo la mañana se va abriendo poco a poco, pese a esa sensación de tiempo detenido y al presagio de tormenta. Escuchar las ramas que mueve el viento, el sonido de algún pájaro. Sortear los charcos de agua y sentir el frío en la cara. Un año que ya se fue, afortunadamente. Y otro que está por venir. ¿Qué sucederá? Quién sabe. Aquí estamos para ir llenando, como sea, sus páginas en blanco. Las horas que están por venir. Quiero pensar en todo eso y, luego, no pensar en otra cosa que no sea el discurrir de esta mañana, la del primer día del nuevo año.