miércoles, 31 de octubre de 2012

Día de difuntos


El frío de estas mañanas cercanas al día de los difuntos me ayuda a trasladarme a otras mañanas, frías y soleadas, de muchos años atrás, cuando el abuelo Pepe ya se había muerto e íbamos todos al cementerio de Udrión, donde está enterrado. Y las flores, claro. Las flores que las vendedoras del Fontán preparan con mimo para que estos días los vivos honren a los muertos. Su olor, el olor de las distintas flores, recorre todo el mercado y me traslada hasta aquellas mañanas. Y ese otro olor, el del café que toman las vendedoras para combatir este frío que se presentó casi de repente, también llega hasta mí. Olor a café humeante y recién hecho, muy reconfortante, que beben en el tiempo libre que les queda entre la preparación de un ramo y de otro. No a todo el mundo le apetece hacerlo, llevarle flores a sus muertos. No todo el mundo lo hace con sentimiento verdadero. Hay, como en otros ritos, mucha tontería y falsedad, según los casos. Pero hay otra mucha gente a la que sí le gusta acercarse a los cementerios y llevarle ramos de flores a sus muertos, estar allí cinco minutos o pasar la mañana. (Las historias de los cementerios no tienen precio, da igual que sean historias del norte o del sur: Almodóvar retrató magistralmente parte de ellas en "Volver", una de sus grandes películas). Es una manera de recordarles, de honrarles. Es cierto que todos los días son buenos y que no hace falta esperar a estas fechas para hacerlo, pero nunca está de más llevar a cabo las cosas que están bien, sea cuando sea. Flores rojas, rosas, blancas, amarillas, anaranjadas, violeta... Da igual. Cada cual escoge las suyas, sus favoritas. O las de las personas que ya no están, como una especie de póstumo homenaje. Las ventas de flores, como todas las demás ventas, según leo en algún sitio y veo en las noticias de la tele, han descendido considerablemente. La gente se tira a las más baratas. Si antes compraba veinte, ahora compra diez. O cinco, que si le ponen mucho ramaje siempre queda un ramo muy apañado. Normal. La crisis puede con todo, ya lo sabemos. La crisis, devastadora como ese huracán que arrasa con todo a su paso por Estados Unidos, que no termina. (Las imágenes de todas esas familias desahuciadas de sus casas parten el alma a cualquiera). Y esto, el descenso de la venta de las flores para los cementerios, no será nada (me temo) comparado con el descenso de las ventas navideñas, que ya están ahí, a la vuelta de la esquina y que nos pillarán a (casi) todos, entre unas cosas y otras, a dos velas. Y lo que es peor aún: cansados ya de esta situación. Buf. Mejor no pensar en ello. Mejor quedarse ahí, en medio de los puestos del Fontán, en el espacio donde el sol alcanza la piel, obervando el trajín de esas mujeres que preparan con arte y desenvoltura los ramos de flores, mientras sorben el café de sus vasitos de plástico y hablan en alto entre ellas y ríen, pese a todo, como si no pasara nada. O como si, ya de vuelta de todo, intuyeran que nada, ni siquiera esta crisis devastadora y sus consecuencias, pudiese con ellas. Faltaría más, parecer decir con sus risas y sus palabras en voz alta, mientras una de ellas, risueña y con el rostro surcado de arrugas y ojeras como el de la gran Melissa Leo en sus mejores interpretaciones, me pregunta: ¿le preparo un ramo, señor?

lunes, 29 de octubre de 2012

Variaciones en domingo

Del piso de arriba, al caer la tarde, llega el sonido de una música agradable. No se trata de una música cualquiera, sino la de un piano. Lo más probable es que alguno de los niños del quinto esté ensayando. A veces, pasa. En cualquier momento, cualquier día de la semana. Sobre todo, los fines de semana, claro, cuando los niños no tienen colegio y disponen de más tiempo libre para ensayar. Llega esa música y dejo de hacer lo que esté haciendo para escucharla. Me siento, cierro los ojos y la escucho. Me dejo llevar por esa belleza que amansa cualquier estado de ánimo que se aleje del sosiego. Aunque sean las seis de la tarde, como se trata del primer día del cambio horario (horario de invierno), parece que son ya las once o las doce de la noche. Estoy tumbado en la cama, leyendo los cuentos de Javier Marías. Esos cuentos (extraordinarios) que me voy dosificando para no terminarlos rápidamente, ya que el propio Marías ha reconocido que lo más probable es que no vuelva a escribir relatos cortos, una pena. Desde ahí, desde la cama, veo las ventanas del edificio de enfrente, casi todas, dado la oscuridad del cielo, con las luces encendidas. Y escucho esa música, la del piano que procede del piso de arriba, que le otorga un punto de melancolía al domingo, ya de por sí, a estas horas, un tanto extraño y melancólico. No ha sido un mal domingo, más bien todo lo contrario. Paseo por los puestos del Fontán, un buen Rioja leyendo el periódico y un cocido en casa de mi madre que estaba exquisito. Sin embargo... Los domingos por la tarde tienen algo inexplicable que nos aboca a ese estado de melancolía, de caminar por una cuerda que va flojeando. Son demasiado los planteamientos con los que se abruma la cabeza. Y llegan todos juntos, así, de sopetón. Por eso es mejor evadirse leyendo un libro, viendo una serie o una película en dvd ("Boston legal", la serie que protagoniza Candice Bergen, es la que me tiene enganchado estos días: me gusta su humor corrosivo, su mala leche, sus historias reales como la vida misma, y verla a ella, a Candice, y a un tremendo -en todos los sentidos- James Spader, siempre supone un buen aliciente) o dejándose llevar por el sonido de esa insperada música de piano interpretada por un niño que aún no tendrá ni diez años. También están esas otras historias que, para alejar los pensamientos menos apetecibles, te puedes inventar. Es fácil hacerlo mirando a través de la ventana, observar los movimientos de esa gente que no sabe que alguien se está fijando en ella. El piso de enfrente, por ejemplo, donde parece que vive un montón de gente. Y una chica, como ahora mismo, se pasa los días tendiendo ropa de cama en el tendal. Grandes sábanas que maneja con absoluta soltura mientras canturrea algo en un idioma que desconozco. Siempre parece alegre, siempre cantarina, siempre sonriente y hablando en voz muy alta. Muy mediterránea. ¿De dónde le vendrá ese buen humor perpetuo? Hoy no canta. Parece sorprendida por esa oscuridad que el cambio horario ha traido consigo. Quizá, como a mí, le llegue la música del piano y se esté dejando llevar por ella. Quizá no. Y se trate sólamente de cierta apatía por tratarse de un domingo por la tarde que parece un domingo por la noche. Quién sabe. Lentamente, como si tuviera ensayados sus pasos, se va alejando de la ventana, que no cierra pese al aire frío que se ha vuelto a levantar. Y se sienta en un sillón cercano y se queda ensimismada, escuchando. Sí, no cabe ninguna duda ya: hasta ella también llega esa música de piano que procede del piso de arriba y que empieza a hacernos olvidar que estamos en domingo, caminando por la cuerda floja.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Café Ayala

He pasado muchas horas de mi vida en los cafés de esta ciudad. Con mi madre, con mi hermana, con mis amigos (con amigas, mayormente: algunas de ellas, ya desaparecidas de mi vida), con mis parejas, con Íñigo... Charlando, riendo, llorando, leyendo el periódico o el libro que llevaba en la bolsa (seguramente, el último que acababa de comprar o de sacar de la biblioteca del Fontán), espiando las vidas de las personas que estaban en las mesas cercanas o el movimiento de los camareros, contando mis historias, mis penas o alegrías, escuchando las de los demás. Ah, los cafés. En invierno y en verano, en cualquier estación. Sobre todo, sí, en invierno, cuando refugiarse en un café de los fríos del exterior era un aliciente más, un añadido al propio placer de disfrutar de aquel ambiente. Parar el ritmo de la vida, el ajetreo cotidiano, y sentarse, solo o acompañado, en un café. No hay mayor placer que ése. Contemplar la vida que pasa al otro lado de los cristales, la gente que camina apurada o tranquilamente, bajo un paraguas, una ráfaga imposible de viento, los primeros copos de nieve o un tórrido sol. Hay cafés de todo tipo. Antes, ay, había más. Muchos más. En Gijón sí que hay cafés bonitos. Aunque el otro día también descubrimos que habían cerrado algunos. Pienso en todo esto mientras espero que se haga el té que acabo de pedir en el Café Ayala, casi recién inaugurado. Al lado del cine con el mismo nombre (desaparecido, lamentablemente, hace ya unos cuantos años), era un café mítico que llevaba algún tiempo cerrado. Parada obligatoria para aquellas tardes de sesión doble de cine. Tomar un café sentado en una de aquellas butacas de skay rojo, ojeando el Fotogramas o el periódico o el libro recién comprado o sacado de la biblioteca del Fontán, era un momento de respiro antes de la proyección de la película en aquel cine con pantalla enorme y butacas de color amarillo. Las tardes del joven solitario. A veces, si se trataba de la segunda sesión de cine a la que (gustosamente) me enfrentaba en el mismo día (viernes, con toda seguridad), acompañaba el café con un sándwich. No estaban mal aquellos sándwiches. Antes, desde la cabina que estaba situada un poco más arriba, había llamado a mi madre para decirle que no se preocupara, que además de la sesión de las cinco (en otro cine), también iba a la de las siete y media. Los estrenos decentes se agolpaban (sobre todo, según qué fechas del año) y las ganas de ver aquellas películas me impedían reservar aquella segunda proyección para otro día, para el día siguiente. No puedo evitar pensar en todo esto mientras me sirvo el té (ya está hecho) y obervo cómo han conservado el mismo suelo que tenía entonces, muy de los setenta. No queda mal, le da un toque retro, tan de moda ahora. No siempre es el dinero lo más importante para que las cosas queden bonitas, sino esa imaginación que siempre hay que dejar volar. Los sofás de skay rojo han sido sustituidos por otros, confortables y de color salmón, desde los que, al lado de los grandes cristales, veo a la gente pasar. Es una sensación agradable, pese al bullicio que a esas horas (sobre las once de la mañana) hay en el interior del café, gente que va y viene, que toma su café y su pincho o su tostada con rapidez, que saluda fugazmente al de al lado, que intenta coger un periódico, el que sea, siempre ocupado. Una sensación agradable que hayan vuelto a abrir este café y estar allí, recordando todas estas cosas y contemplando la gente que pasa por la calle. Esa gente a la que, en ocasiones, se mira sin ver, como ahora mismo, perdido en todas estos recuerdos del pasado. Las historias que hay detrás de tus propios años. Y que quizá sean el síntoma inequívoco del paso del tiempo. La sensación de que algunas cosas de esta época ya empiezan a dejar de pertenecerte.

lunes, 22 de octubre de 2012

La tristeza de Sylvia

La fotografía, escondida en una carpeta o en un cuaderno, corría de mano en mano, de pupitre en pupitre. Un colegio de curas, a principios de los años ochenta. Aquel paisaje, tan gris, al otro lado de las ventanas. Los primeros cigarrillos furtivos, los primeros descubrimientos, las primeras ansiedades. A veces, se trataba de la fotografía de una modelo o de una actriz porno, completamente desnuda, con grandes pechos, labios carnosos y actitud descarada y desafiante, incluso exagerada o decididamente grosera. Otras, en cambio, se trataba de algo más elegante, más sutil, más fino. Como la fotografía de Sylvia Kristel. La famosa fotografía. Pocas tan míticas como esa fotografía. La de la película que la catapultó como indiscutible mito erótico de los setenta, "Emmanuelle". Ella, Sylvia, sentada en una sillón de rejilla, la piel blanquísima, los pechos desnudos, el collar de perlas sobre ellos, la mirada ausente, distraída, elegante, pensativa, acaso un punto melancólica y distante, los ojos pintados de azul y aquel pelo corto, tan corto y tan poco común en actrices o modelos eróticas o pornográficas (tan poco común en casi todas las mujeres jóvenes de la época, a decir verdad), que le sentaba estupendamente. ¿Qué estaría pensando?, podrían pensar aquellos niños de once o doce años. Ah, eso era lo menos importante. Eso no contaba. Lo que contaba eran las risas silenciosas, la excitación, los nervios para que los curas o los profesores no descubrieran el hallazgo que corría, escondido en una carpeta o en un cuaderno, de mano en mano, de pupitre en pupitre. ¿Quién había conseguido aquella fotografía? Acaso uno de los repetidores, pero eso tampoco importaba demasiado. A mí me fascinaba, claro, aquella fotografía. No como a los otros chicos, sino como me fascinaban, ya entonces, las fotografías de Romy Schneider, Lauren Bacall o Grace Kelly. Aquellas fotografías que ya iba recortando y recogiendo en carpetas o álbumes (aún conservo algunos de ellos, en casa de mis padres, cerca de aquellos discos de vinilo que iba comprando y de los que no pienso desprenderme). Pasarían los años y descubriríamos la vida que había detrás de aquel mito erótico que fascinó a tantos ojos como lo observaron, como disfrutaron -seguramente- de su pose, de su desnudo. No hacía falta, en este caso, echar a volar demasiado la imaginación. Lo evidente tenía más fuerza que lo insinuante. La otra cara estaba ahí, sin que por entonces lo supiésemos, como estaba en la vida de (me viene así, a la memoria, pese a ser mejor actriz que Sylvia) Amparo Muñoz. Mujeres expuestas al mundo entero por su belleza, que no supieron o no pudieron encontrar la felicidad. O un atisbo, al menos. Que la vida, siempre tan caprichosa, tan puñetera, no se lo permitió. Veo numerosas imágenes de Sylvia Kristel, muchos años después de aquella mítica fotografía con la que muchos hombres soñaron (y seguirán haciéndolo, me imagino, que ésa es la grandeza de lo clásico, de lo mítico: el sillón de rejilla, los pechos desnudos, el collar de perlas, etc), y en todas ellas, su mirada, tan hermosa, tiene un poso de tristeza casi insoportable. El paso de los años, la suerte, las compañías, la propia vida, aquella enfermedad que de manera tan brutal se cebó en ella... Quién sabe. O quizás, sí, a estas alturas ya lo sabemos. Ya vamos sabiendo, por desgracia, demasiado.

viernes, 19 de octubre de 2012

Las voces bajas

Aún no son las doce del mediodía. Las voces del cabaret berlinés de entreguerras, que proceden de Radio Clásica, se funden con las voces de los manifestantes que recorren las calles y que entran ahora mismo, entre ráfagas de frío y viento, por la ventana. Otra manifestación, esta vez de estudiantes. En el fuego, lentamente, están cociéndose lentejas. Su olor me trae a la memoria el olor de las lentejas que preparaba, cuando empezaba el otoño, la abuela Luisa en la cocina de carbón. Las mejores lentejas que comí en toda mi vida, aunque por aquel entonces no era mi plato preferido precisamente. Ella, la abuela, decía aquello de lentejas, lentejas, comida de viejas, si las quieres las comes y si no las dejas. Aunque, por supuesto, ella jamás te permitía dejarlas. Lo que está en el plato hay que comerlo todo, decía con rotundidad. Teníais que haber pasado el hambre que nosotros pasamos cuando la guerra, añadía. Y así era, había que comerlo todo. La abuela Luisa no se andaba con pamplinas. Por eso yo no era su nieto preferido: porque siempre le rebatía sus argumentos, aunque terminase siempre comiéndome todo lo que había en el plato, bajo su atenta mirada. Estoy leyendo, mientras se van cociendo las lentejas a fuego lento, el último libro de Manuel Rivas, "Las voces bajas", que evoca, precisamente, algunos recuerdos de los primeros años de su vida. La relación con los padres, con los padrinos, con su hermana María... Uno de esos libros que, dentro de su aparente sencillez, en apenas doscientas páginas, esconden más verdad y más literatura que muchas novelas de cientos de folios. Su tono es íntimo, cercano, confidencial. Cercano, en ocasiones, a la poesía. Algunos de sus recuerdos, pese a la diferencia de edad, también son los míos. El frío, el miedo, los sentimientos por la familia... Un libro conmovedor, de esos que se releerán por partes una y otra vez, seguramente. Las casualidades quieren que, horas más tarde, vayamos a Mieres. Nos han hablado de una pequeña librería que traspasa en el centro a un precio razonable, cerca de aquellas calles que tantas veces recorrí con mis padres y mis abuelos cuando era pequeño, y, dado que nadie nos llama ni por casualidad para trabajar en ninguna librería (ni en ninguna parte, dicho sea de paso), queremos echarle un vistazo. Soñar es gratis (una librería, para los dos, ése sería nuestro sueño) y por echar un vistazo a las cosas no se pierde nada, ya se sabe. Siempre me produce una extraña sensación volver a Mieres, recorrer esas calles, percibir ese olor. Muchos sentimientos se entremezclan en mi memoria. Y siempre terminan poniéndome un poco triste y un poco melancólico. Las voces que aún están ahí. Las voces de la memoria. Los paisajes que, en ocasiones, han cambiado algo, pero que siguen manteniendo la esencia de entonces, la de aquellos años en los que paseaba por allí de la mano de mi madre y de la abuela Virginia, mientras mi padre y el abuelo Tomás caminaban unos pasos por delante de nosotros, en invierno y en verano. La librería (y las cuentas, ay, que nunca salen), por diferentes razones, no nos convence, aunque agradecemos a quien no dio el aviso su amabilidad y disposición. En el coche, de regreso, bajo una lluvia que repicotea con fuerza los cristales, pienso en esas voces que dejamos atrás, en todas ellas, tan presentes en mi memoria, en el hombre que hoy soy. Y mi deseo, mi único deseo, es que esas voces sigan ahí durante mucho tiempo, que nunca desaparezcan.

martes, 16 de octubre de 2012

Un par de ardillas

Eran dos, para ser fieles a la realidad, de un color rojizo. Corrían de un lado a otro del parque, se subían a los árboles, se bajaban, mordisqueaban algún hierbajo, se picoteaban entre ellas, movían alegremente la cola. Dos ardillas, en el parque, correteando sobre las hojas caídas y la tierra húmeda, la mañana de mi cumpleaños. Nos detuvimos unos instantes para verlas, para contemplar su juego, sus andanzas. Nos vinieron a la memoria otras ardillas, en otros parques. Las ardillas que correteaban por Central Park, en mañanas sin lluvia. O las de Hyde Park, en el cumpleaños del año pasado, en una tarde soleada y fresca, inolvidable tras el largo paseo. Fue, precisamente, el regreso de la lluvia lo que hizo a las ardillas, las de esta ciudad, desaparecer, buscar un hueco en un árbol, esconderse y comer tranquilamente lo que habían recogido minutos antes. Seguimos nuestro camino. El día había comenzado muy temprano, como siempre. Más aún en un día como ese, el de mi cumpleaños. Cumplir años siempre es una alegría para mí. Siempre es motivo de celebración. He celebrado mis cumpleaños de muchas maneras. Las únicas veces -pocas- que no lo hice fue porque mi estado anínico era tan bajo que me resultaba imposible hacerlo. Afortunadamente, ya he guardado en la memoria ese tiempo desagradable. Hay que celebrar los cumpleaños, como sea: con poco dinero o con más dinero: nos puede faltar el dinero, pero jamás la imaginación, quede claro. Con las personas que están a tu lado, que te apoyan, que te quieren. Gente que te felicita, por aquí y por allá, por el teléfono, por mensajes, por el correo y por las redes sociales. Gente que olvida la importancia que tiene para ti ese día, ay, y ni siquiera coge el teléfono para una llamada de tres minutos. Así es la vida. Tiene que haber de todo. Sorpresas, vinos, risas y velas encima de una tarta, imprescindibles. Cuarenta y un años. No está mal. No ha sido fácil llegar hasta aquí. La vida, hasta aquí, ha pasado como un soplo, como ocurre con todas las vidas. No obstante, el balance, caso de hacerse, no resultaría negativo. Todas las vidas tienen sus luces y sus sombras: es inevitable. Conviene centrarse siempre en las luces. Caminar por los tramos iluminados. Imaginar que lo que va a venir, pese a los problemas que nunca quieren desaparecer del todo, será mejor aún. Cuestión de supervivencia. Una cuestión, sin duda, fundamental. Antes de todo eso, de las risas, las sorpresas, el vino y demás, doy la vuelta y echo un último vistazo a las ardillas. Están, efectivamente, resguardadas de la lluvia en el hueco de un árbol. Mordisquean, ajenas al chaparrón, su pequeño tesoro culinario. Un par de ardillas, en su refugio, la mañana de tu cumpleaños. Los ojos inquietos, como sus propios movimientos. Tengo esa imagen en mi memoria. Dos hombres, bajo un paraguas de colores, contemplando a dos ardillas. Una de las primeras imágenes de ese día, el de mi cuarenta y un cumpleaños. Uno más. Con todo lo que eso significa. Que no es poco, sinceramente.

viernes, 12 de octubre de 2012

No todo está perdido

Llegar a casa después de una larga caminata y descubrir que, sobre la mesa, al lado del ordenador, hay dos regalos. No hay misterio ninguno, pese al brillante papel que los envuelve: se trata de dos libros. Dejas por un momento lo que estás preparando (la cena) y te acercas a ellos con la misma emoción con la que te acercabas a los regalos de Reyes, aquellas gloriosas e inolvidables mañanas de enero, antes y después de conocer la verdadera identidad de los tres famosos Magos. Dos libros: puedes intuir cuáles son. O quizá no. Tal vez sean otros. Ah, la sorpresa. Ahí está la gracia: el hilo que ayuda a tirar hacia delante. Son para el domingo, dice una voz a tu lado. No, no, mejor hoy, apuntas. Hay todo un largo fin de semana, muchas horas por delante, y así puedo aprovechar, añades. Está bien, mejor hoy, dice la otra voz. Desenvuelves los paquetes con nerviosismo, con la misma emoción con la que abrirías el sobre que contuviese, por ejemplo, dos pasajes para Nueva York o el contrato para trabajar en una librería. No puedes evitarlo. Si una cámara registrase ese momento, captaría el brillo de los ojos, el nerviosismo de las manos, el aceleramiento del corazón. Sí, incluso eso: las cámaras siempre lo captan todo, no hay quien las engañe. Ellas, las cámaras, saben si estás triste o tienes resaca, si estás eufórico o te acabas de levantar, si tienes sueño o quieres que se acabe el mundo en ese preciso instante. No, mejor no engañarlas. Ese, creo, más que ningún otro, es el truco de la fotogenia. Javier Marías y John Banville. Un volumen de cuentos y una novela, "Antigua luz", la última del escritor irlandés. Los que esperabas, sí. Los que llevabas días anhelando desde que sabías de su aparición en este mes, octubre, el de tu cumpleaños, día catorce. Cuarenta y un años, y dos libros. Sabes que esta vez no habrá más regalos (qué se le va a hacer), pero no está mal. Nada mal. Pensar en lo que viene ahora, después de la cena, sentarte en el sofá, sentir que el frío y la lluvia ya están haciendo su aparición al otro lado de la ventana, disfrutar de esas lecturas, olvidarte de todo lo demás, crisis incluida. Todo eso te hace feliz. Consigue hacerte alejar esos pensamientos, que los meses van pasando y que la situación económica no mejora, que no se vislumbra el final del dichoso túnel. Pero nada de eso importa ahora. Tienes los dos libros que más deseabas en este momento. Y te lo has regalado quien tú querías que lo hiciese. ¿Qué más se puede pedir? No seamos avariciosos y no pidamos, por hoy, nada más. Que salga el sol por donde quiera. La literatura puede con (casi) todo. Pongámonos a soñar. Disfrutemos de esas páginas. No todo está perdido, piensas. No siempre, al menos.

martes, 9 de octubre de 2012

Blancanieves, mucho más que una tarde de cine


Un día cualquiera. Una tarde cualquiera. A primera hora. Con el cumpleaños de ambos cerca. Un cumpleaños en el que, por desgracia, no habrá demasiados regalos. Cosas de la crisis, de esta situación nuestra. ¿Qué mejor regalo podemos hacernos que ir al cine? Ir al cine ya se ha convertido en un lujo. Hay que pensar mucho lo que se va a ver por 20 euros, dinero con el que puedes comprar comida para media semana o qué sé yo. No es cuestión de salir de mal humor tras ver un rollo de película y tirar esos euros. No hace falta pensarlo mucho. Imaginamos que no será un dinero desperdiciado. "Blancanieves", de Pablo Berger. Su anterior película, "Torremolinos 73", estaba muy bien. Ahora, la apuesta es más arriesgada. Mucho más. ¡Una película muda! Para muchos de esos que critican el cine español (muchas veces, la mayoría, sin conocimiento de causa), ya tienen el argumento asegurado. Qué nos importan esas voces. La película ha tenido buenas críticas (aunque eso sea lo de menos, que nunca se sabe con los críticos) y los avances que ponen aquí y allá no pueden ser más extraordinarios. No hay duda: los 20 euros serán para "Blancanieves". Hora y media que pasa en un suspiro. Un cuento delicioso y cruel. Unas imágenes impactantes, ya desde el primer momento; unas actrices de premio (todas); una música que conmueve y encaja perfectamente con el hilo de la narración. No se necesitan palabras para contar según qué historias. Está comprobado. Con las miradas es más que suficiente. ¡Qué miradas las de todas estas mujeres! Ríes, lloras, te emocionas y, sobre todo, recuperas, por unos instantes (hora y media), la inocencia que se fue quedando por el camino. La parte en que Blancanieves es una niña te lleva directamente a ello, a recuperar a bocados la inocencia que se nos fue. La niña y el gallo (una historia cuya ternura remite a algunas de las mejores páginas del mismísimo Truman Capote). La niña y la abuela (¡qué maravillosamente está envejeciendo Ángela Molina!). La niña y el padre. Y el recuerdo de la madre, que ninguna madrastra (Maribel Verdú está más allá de todo elogio: impecable, sería la única palabra posible que se debería aplicar, y más bella que nunca, por cierto) podrá borrar. Y todo lo que viene después, ese desfile de rostros y músicas, de hazañas y sueños, de más peripecias y más miradas, imposible de olvidar. La belleza y la crueldad de la vida en toda su dimensión. Sin exageraciones. Tal cual. Y uno de los finales más hermosos que se recuerdan en mucho tiempo. Conmovedor punto y final para la historia.
Un día cualquiera. Una tarde cualquiera. A primera hora. Siempre hay un buen momento para recibir un extraordinario regalo. Para flotar con él. Para regresar a los tiempos en que la inocencia estaba ahí, muy cerca de nosotros. Un regalo, sí, para no olvidar. La magia del cine en estado puro. No, no sería mala idea emplear otros 20 euros y repetir.

sábado, 6 de octubre de 2012

Dos columpios


Hay dos columpios que se mueven casi al mismo compás, hacia adelante y hacia atrás. No los mueve nadie. Quizá sea el viento que se acaba de levantar. Quizá ese movimiento, el de los columpios hacia delante y hacia atrás, perdura desde que hace un rato los dos últimos niños que se han subido y se han bajado rápidamente, echando a correr hacia los brazos de sus madres cuando comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Gruesas gotas de lluvia para un comienzo de otoño demasiado caluroso, la humedad que no desaparece. Las risas de esos niños aún llega a nuestros oídos. Toda esa algarabía. Nada levanta el ánimo como esas risas, las de esos niños rubios que no tienen más de cinco o seis años. Caminamos en silencio, sintiendo las risas ya a lo lejos y las gotas de lluvia sobre la piel, los cabellos. No es una sensación desagradable. No, no lo es. Alivia el cansancio. Más el psicológico que el físico, todo sea dicho. Mañana es tu cumpleaños. Justo una semana más tarde, será el mío. No hemos podido como otros años pasarlo en otra ciudad, como acostumbrábamos cuando teníamos trabajo. Otra vez será (esperemos). Otra vez será. Queremos hacer como que no nos importa, pero, en realidad, sí lo hace, nos importa, claro. Estamos un poco melancólicos, no lo podemos negar. Las cosas no pintan demasiado bien para el futuro más inmediato, pese a la abrumadora acogida que está teniendo en sus primeros días en las librerías la novela que acabo de publicar y que no deja de emocionarme, justo es reconocerlo. La reacción de la gente: de los que me conocen y de los que no me conocen. A veces pienso que he escrito esa novela sólo para decirte muchas cosas, pero no es cierto, ya las sabías: la he escrito porque al fin he podido hacerlo, porque, desde que estás a mi lado, todas las cosas se ven de otra manera. El sosiego necesario para recordar ciertos episodios de un pasado que he cedido a mi personaje ha venido de tu mano, de tus manos. No lo olvido. Y si hay una cosa que decir, que la hay, te la digo todos los días. Dos en la carretera, escribí una vez, hablando de nosotros, recordando el título de una de mis películas preferidas. Audrey Hepburn y Albert Finney. Sí, dos en esa carretera cuando los tramos se vuelven más empedrados y cuesta arriba. Ah, las circunstancias. No habrá viaje esta vez, ni cenas en esos lugares que nos gustan tanto. No importa. Saldremos a la calle impulsados por el deseo y las ganas, pensando que siempre habrá un horizonte mejor. Quizá nos llamen ilusos, pero no nos importará. Habrá dos copas de vino y una tarta y una sorpresa que está preparada y que no es momento de desvelar ahora aquí. Habrá risas, por descontado, y habrá mañanas de antes que se aliarán con la de mañana y serán tan maravillosas como entonces. Las mejores mañanas del mundo, en esta ciudad o en cualquier otra ciudad del mundo, sí, mañana por la mañana. Mañana durante todo el día. El de tu treinta y siete cumpleaños. El que este año nos ocupa. Todos los años, como nos prometimos. Las mejores mañanas del mundo ocurren siempre a tu lado, a la puerta de nuestra casa, en un andén perdido de Londres (¿te acuerdas?), en un café de Buenos Aires, en Grand Central Station o en Studio 54 escuchando las composiciones de Stephen Sondheim. Es así. Y seguramente, muy temprano, escucharemos el sonido de esos columpios que hemos dejado atrás hace un rato, meciéndose en el viento, bajo las gruesas gotas de lluvia. Ese sonido que nos lleva y nos trae de un recuerdo a otro, como la melodía más deliciosa, más selecta. Será suficiente con una mirada. Y una mano, la fuerza de una mano, puesta sobre un hombro, sobre otra mano, mañana por la mañana. Mañana durante todo el día. Las mejores mañanas del mundo, cuando despierto y veo que estás ahí, a mi lado, que no te has ido. Y el mundo puede volver a cambiar, y los dos lo estaremos esperando. Como una mañana más que no se agota y que seguirá siendo otra de las mejores. Y Paul Simon continuará cantando, y nosotros con él, que sigue loco después de todos estos años. Y nosotros con él.

La memoria y los hospitales

La memoria tiene siempre huecos o compartimentos de los que surgen, casi a traición, recuerdos que creías adormecidos. Estos días, debido a la hospitalización de un familiar, he visitado varios centros médicos. Y en ellos, en los dos, surgieron de esos apartados de la memoria imágenes lejanas que parecía que hubiesen sucedido ayer mismo. Los olores, las sensaciones, los ambientes. Ese cierto nerviosismo que recorre la boca de tu estómago cuando llegas a la planta que te han dicho, sales del ascensor y tratas de localizar la habitación donde se encuentra ese familiar que vas a visitar. Todas las habitaciones que te encuentras antes de la habitación indicada (siempre algo engorrosa de localizar, no sé por qué), donde está instalada la persona a la que vas a ver. La gente, en sus camas, con cara de sueño o de dolor, leyendo sin demasiadas ganas un periódico o una revista o un libro de bolsillo muy manoseado ya (quizá prestado), esperando la llegada de la comida, del médico o de la enfermera, o de algún familiar. Ese cuadro siempre es el mismo. El ambiente cerrado, el olor a desinfectante y a medicamento, las voces de algunas visitas que no respetan demasiado la convivencia, las ganas de largarse de allí de todas las personas que están ingresadas. Sí, eso es siempre lo más significativo. Las ganas de los propios familiares más allegados de que su padre o su madre o su marido o su hijo regresen pronto a casa, a la comodidad de la casa propia. Al refugio que comparten. O que han compartido (en el caso de los padres o abuelos). Y la rabia cuando les dicen, más aún en estos tiempos de recortes y estrecheces que corren, que la operación se ha aplazado, que se demora la vuelta a casa. Buf. Pienso en todo esto mientras intentamos localizar la habitación de nuestro familiar, que siempre está al otro lado de la planta: pares e impares, viejos ascensores que meten mucho ruido, que parecen a punto de desplomarse y que te llevan a las puertas de las habitaciones de unos y no de los otros, todo ese lío. Y pienso también, no puedo evitarlo, en las veces que recorrí esos mismos pasillos cuando estaban ingresados mis padres o mis abuelos. Las ganas que tenía en aquellos casos de que todo terminase pronto, de que regresasen a casa lo antes posible. El proceso de recuperación, en algunos casos -en el de mi madre, concretamente-, sería largo, muy largo, ya nos lo habían dicho, pero no importaba, deseabas con todas tus fuerzas que abandonase ya aquellas habitaciones compartidas con otros enfermos, que regresase a casa de una maldita vez. Dejar atrás aquel olor a desinfectante y a puré de puerros y zanahorias, a inyecciones y a calor concentrado, a medicina y a convivencia en habitaciones cerradas. Y los nervios, siempre acechando, pendientes de la última palabra del médico, de ese médico, agradable o desagradable, con mejor o peor carácter, que tiene tantas personas con las que hablar que a veces se te escapa. Sí, la memoria es así: nunca logras librarte de ella fácilmente. Ya de regreso al coche, tras la visita, pude ver en una de aquellas ventanas la imagen de mi madre y de mi abuela cuando estaban allí, despidiéndose tímidamente con la mano, los ojos vidriosos, la esperanza de que en la próxima visita pudiesen confirmarme que ya se podrían marchar... Y luego, ya en el coche, no las vi, cerré los ojos y no quise hacerlo. Con algunos recuerdos, siempre es mejor encararse, dejarlos atrás, intentar olvidarlos poco a poco.

lunes, 1 de octubre de 2012

Camino de la radio

Estamos sentados en una terraza cubierta, tomando un vino, haciendo tiempo (me citaron a las once) para ir a la radio a hablar de la novela que acabo de publicar. Son las nueve y pico de la noche y ya ha oscurecido. A lo lejos, casi como el escenario de un cuento, se puede ver la Catedral, las luces y las sombras que la rodean, que la perfilan. La plaza está casi desierta, pese a ser viernes y ser un sitio de paso para dirigirse a los bares. Está sonando una canción de Nina Simone, esa cantante que también aparece en la novela: el niño y la madre escuchando su música, en la luminosa cocina de su casa, tanto tiempo atrás, aunque parezca que fue ayer. No decimos nada. Ha sido un día intenso. Algunos lectores ya empiezan a dar su opinión sobre la novela. Son opiniones positivas. Gente a la que le ha llegado lo que he escrito. Pese al cansancio, me siento muy satisfecho y emocionado. Aunque la novela tiene tramos realmente duros, como los referidos al acoso escolar, fue un tiempo feliz el que pasé escribiéndola. Cada mañana, bien temprano, sentado delante del ordenador, con la taza de café recién hecho, el silencio reconfortante y los ojos medios cerrados de Francesca a causa del sueño. Lo difícil en estos tiempos donde escasea el dinero es publicar. Me imagino que en cualquier tiempo. Pero la novela ya está ahí: al alcance de quien quiera leerla. En mi muro de facebook van apareciendo esos primeros lectores, emocionados, con su libro en la mano y con sus opiniones. Desde aquí, nuevamente, les doy las gracias a todos. No saben hasta qué punto agradezco esa alegría contagiosa, esa espontaneidad. Muchos me dicen que la leen de un tirón, que la cogen y no pueden soltarla, como hago yo mismo con aquellos libros que me interesan mucho. Ojalá sigan apareciendo muchos lectores así. Luego, en la radio, me preguntarán, entre otras cosas, sobre el éxito. Y ya en la calle, bajo una fina lluvia y un tiempo decididamente otoñal, pienso que el éxito, el verdadero, es ése. Esa emoción de los lectores, esa sincera y generosa manera de transmitir sus opiniones. Como escritor, con el trabajo ya publicado, es mi mayor satisfacción. "La vida es un lento proceso de demolición", escribió Scott Fitzgerald. Puede ser, puede ser. Aunque, a ratos, quiero pensar que ese proceso inevitable se detiene por unos instantes, sólo por unos instantes, para que disfrutemos brevemenete por aquello por lo que hemos trabajado duro. El proceso de demolición, esta noche, se ha detenido. Así lo siento, sí, mientras caminamos hacia casa, bajo esa fina lluvia que no cesa, después de la agradable charla en la radio, pensando en que ese tiempo que está por venir será mejor que el de los últimos tiempos, tan inseguros: tiene que serlo. Y pensando también que ese paseo compartido es el mejor motivo para seguir luchando y no tirar la toalla. El mejor motivo para alejar cualquier miedo que aceche.