jueves, 31 de mayo de 2012

Otros mundos

Salir de la realidad, abandonarla voluntariamente por unos minutos. Sumergirte en otras historias, en otros mundos, que nunca están tan alejados de los nuestros como pudiésemos pensar. Hacerlo a través de un libro, de una película, de una obra de teatro o de una serie de televisión. Ahí quería llegar yo hoy, a las series de televisión. Las americanas -hay que reconocerlo- siguen siendo las mejores. Sobre todas las cosas, poseen el dominio absoluto del tiempo. En media hora, minuto arriba o abajo, te cuentan la historia: con su planteamiento, su nudo y su desenlace. Media hora es más que suficiente. No hace falta más. Podría identificar cualquier época de mi vida con una de estas series. Épocas de depresión, de euforia, de sosiego... De "Las chicas de oro" a "Urgencias", de "Doctor en Alaska" a "Cheers", de "Fama" a "Nurse Jackie", de "Murphy Brown" a "Twin Peaks". Son sólo algunos ejemplos. Ahora mismo puedo hablar de "The big C". (Junto a "Enligthened" y "American Horror Story" la que más me ha impresionado en los últimos meses). Una serie extraordinaria, políticamente incorrecta, con Laura Linney al frente. (Algunas actrices inteligentes y afortunadas, al pasar de los cuarenta y ser conscientes de que los buenos papeles en el cine las abandonarán casi definitivamente, se refugian en la televisión o en el teatro). Narra la historia de una mujer a la que le es diagnosticado un cáncer y cómo a partir de ahí afronta su vida. Lo más curioso es que no se lo cuenta a nadie de su entorno más cercano: el hijo adolescente, el hermano vagabundo, el marido del que está medio separada... Sólo a su vecina, una anciana huraña con la que no se hablaba y que pone el punto sarcástico y demoledor a la función (maravillosa Phyllis Somerville, aunque todo el elenco está espléndido). Los momentos de euforia incontenible y de estrepitoso bajón; los miedos a no poder llegar a ver crecer a su hijo o a sus futuros nietos; los cambios que pueden llegar a producirse en la vida tan sólo de un minuto a otro, únicamente tras escuchar en boca del médico unas palabras. Esa palabra que todos tememos escuchar. The big C. La C con mayúsculas. La protagonista hace muchas cosas, reflexiona sobre ellas -con sarcasmo o con ternura-, no quiere perderse nada, aunque es consciente de que lo hará, de que perderá numerosas cosas... ¿quién no es consciente de ello, con enfermedad o sin ella? Y sigue luchando por un sueño, el de construir una piscina delante de su casa. Esa piscina en la que vemos a Laura Linney, la protagonista, sumergirse al principio, durante los títulos de crédito. Sumergirse vestida y llegar hasta el fondo y permanecer allí unos minutos, como si así se estuviese refugiando del mundo, de lo que hay al otro lado de esas aguas que la cubren por completo mientras aguanta la respiración. Eso que avanza velozmente, que no da tregua, que nos cansa, que nos puede o nos agota por momentos, pero a lo que no queremos renunciar de ninguna de las maneras. La vida. Con todas sus consecuencias, en sus ratos apoteósicos y también, qué remedio, en los decadentes.

lunes, 28 de mayo de 2012

Hallazgos

A veces, en medio de esa organización que asignamos a los días para que todas las horas tengan su sentido y no nos desmoronemos en caso de que acechen los nubarrones que planean sobre el futuro, están las sorpresas más agradables, los hallazgos que convierten esa rutina en algo dulce y placentero. Ir al Fontán, todos los domingos por la mañana, siempre forma parte de nuestros planes. Parece que si no lo hiciésemos, si no nos acercásemos y recorriésemos esos mercadillos de libros viejos, no sería un domingo completo. Hay días en que uno se acerca hasta allí con ganas de encontrar algún ejemplar descatalogado o apetecible. Esos días no suele aparecer nada interesante. Hay otros, sin embargo, en los que uno va pensando en sus cosas (ah, los silencios cómplices e imprescindibles de las parejas), charlando sobre esa noticia o artículo que acabamos de leer en la prensa, pensando en si deberíamos comprar o no la película que viene ese día con el periódico, y no se hace demasiadas ilusiones sobre lo que puede hallar entre esas pilas de libros. Esos días son los mejores. Siempre aparece algo. Lo inesperado. La sorpresa. El hallazgo. Ayer, sin ir más lejos, fue uno de esos días. Ahí estaba, en medio de un montón de libros tirados de mala manera sobre una vieja mesa, entre uno de esos libros en los que Shirley MacLaine habla de sus experiencias con el más allá y unos cuantos libros infantiles. "Verde agua", de Marisa Madieri, publicado por la editorial Minúscula y con un prefacio de Claudio Magris. Una joya. Recordé, de pronto, los días en los que había leído ese libro que, extrañamente, nunca llegué a comprar. Eran mañanas de trabajo, en la librería Aldebarán. A primera hora, antes de que llegasen las cajas con nuevos libros, cuando no había ningún cliente y todos los pedidos estaban hechos, me sentaba en el mostrador de atrás, sintonizaba Radio Clásica en aquella pequeña radio, y cogía aquel libro que, desde su llegada, había decidido convertir en un libro de fondo de la librería. Las palabras sencillas que reflejaban actos sencillos, los sentimientos que expresaba al hablar de su infancia y su familia, al evocar un tiempo que ya no existía más allá de su memoria y de sus recuerdos, me resultaban tremendamente cercanas. Uno de esos diarios fascinantes que pueden ser eso, diarios, pero también novelas, poemas, ensayos... En esa sencillez de Madieri, en su prosa clara y directa, está atrapada la esencia de la vida. Detrás de sus palabras, está todo. No hay que complicar el lenguaje para expresar lo esencial. Es domingo, hace sol, y acabo de encontrar algo que no buscaba. ¿Qué más puedo pedir? Le pregunto al señor el precio del libro y me dice que los hay de varios precios, pero que ese, concretamente, el que tengo en las manos, cuesta un euro. Hay veces, cuando me pasan cosas así, encontrar joyas literarias a esos precios, en las que me apetece decirle al vendedor que ese libro no cuesta eso, ofrecerle más dinero, pero la economía es la que es, así que pago el euro y meto en libro en la bolsa como si se tratase de un gran tesoro, que -sin duda- lo es. Ahora, tras encontrar el hallazgo, estamos sentados en una terraza. No puedo sentarme en el lado del sol, como siempre, por culpa del ojo, recién operado. No importa. Pronto vendrán los días en que pueda hacerlo. El sabor de la cerveza helada me reconforta. Abro el libro que acabo de comprar (lo estaba deseando) y leo: "¿Adónde huirá la armoniosa unidad de aquella hora?". Y me quedo así, pensando en la armoniosa unidad de esta hora, en su fugacidad.

viernes, 25 de mayo de 2012

En el hospital

Son las doce y media de la mañana. Estoy tumbado en una camilla, esperando a entrar en el quirófano. Tengo un enorme reloj en la pared que está enfrente de mí. En esa sala, cercana a la de operaciones, hace calor, mucho calor. Me han dicho que al señor que está siendo operado ahora mismo le ha surgido una complicación y que debo esperar un poco más. ¡Un poco más! Llevo en el hospital desde las nueve de la mañana, hora a la que fui citado. Hace un cuarto de hora me han puesto el camisón y el gorro para la operación y me han subido hasta aquí. Tengo que decir que todo el personal se ha mostrado encantador y cariñoso. A mal tiempo, hay que poner buena cara, me dijo una de las chicas que me tomó la tensión. Además, mira qué día tan bueno hace, luego podremos comer en una terraza... Me gusta la gente a la que le encanta comer en una terraza. Me gusta la gente positiva. Sobre todo, si tiene que trabajar en estos sitios. Mi familia está esperando, dos plantas más abajo, en la misma sala, la antigua capilla del hospital, donde yo estuve esperando hasta ahora. Tres horas esperando en una silla, delante de un mural muy setentero donde destacaban las figuras, ya un poco borrosas, de Jesucristo y de un apóstol. Unos y otras entran de cuando en cuando en la sala donde estoy, me preguntan qué tal me encuentro, si tengo frío, me dicen que enseguida entraré en el quirófano... Sé que no es cierto, pero agradezco la amabilidad y sonrío. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cada cinco minutos, el reloj que tengo en la pared de enfrente emite un sonido. Cada cinco minutos, miro hacia él: no puedo evitarlo. Entre medias, quiero olvidar ese momento en el que me pinchen en el ojo y trato de pensar en otras cosas. En esos dos chicos desaparecidos que protagonizan la novela de Carme Riera que estoy leyendo estos días, "Naturaleza casi muerta". No suelo perderme ninguno de sus libros. No estaría mal tener ahora el libro aquí para hacer más llevadera la espera. Bueno, tampoco creo que pudiese concentrarme demasiado en la lectura. Ese ir y venir de gente que entra y que sale de esta sala, que me sonríe, que me pregunta qué tal, los cuchicheos, las palabras altas que se intercambian entre ellos sobre horarios, turnos y demás, el tictac de ese reloj cada cinco minutos... Pienso en una playa, en el rumor del mar cercano, el sol calentando los cuerpos, pero enseguida dejo de pensar en ello porque quiero reservar ese pensamiento, el de la playa, para el momento de la intervención dado que la anestesia será local y me estaré enterando de todo. Intento dormir, pero, una vez más, no puedo. Qué alivio sería poder dormirme hasta que pasara todo. Imposible. Por lo tanto, ni siquiera me desespero ya por ello. Lo bueno de ir cumpliendo años es que vas asumiendo las cosas de un modo natural, con una sosegada resignación. El reloj marca la una y media y el chico que me subió hasta aquí -campechano y dichararecho- me dice que a las dos entraré en el quirófano. ¡Media hora más! Si es que en esta vida no hacemos otra cosa que esperar... Venga, otra vez a darle vueltas a la cabeza, a buscar temas con los que entretenerme. Siento un impulso por largarme de aquí, levantarme de esta camilla y salir despreocupadamente de todo este recinto, sentarme en una terraza y tomar dos Martinis bien secos de golpe, pero dejo que el impulso se diluya en una sonrisa, por muy peliculero que quedara el asunto. El reloj se va acercando a las dos. Llegó la hora. Por fin. El mismo chico dichararecho y campechano que me dejó aquí hace hora y media mueve la camilla. Salimos de esta sala. Hace frío por los pasillos. Y al entrar en el quirófano, también lo siento. Un frío extraño. Me llenan de cables y de cosas. Me toman la tensión una y otra vez. Siento esa presión constantemente en mi brazo izquierdo. Me tapan la cara, excepto el ojo que van a operar. Siento dos pinchazos terribles en el propio ojo, pero yo ya estoy en otro lugar, en esa playa que tenía reservada para este momento. Sé que me están diciendo algo, pero yo sólo puedo oír ese rumor, el del mar cerca de mis pies, la luz del sol calentando mis párpados, la mano acariciando la arena caliente, la arena deslizándose por los dedos... 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Hoy es el día

Hoy es el día. Los ojos se abren en mitad de la noche, buscando los números de color verde de ese reloj que está sobre la mesita de noche. Aún es temprano, aún faltan unas horas, pero hoy, sí, es el día. Enciendes con un gesto casi automático la radio: las noticias de siempre. Va a llegar un momento en el que, de tanto escuchar el mismo sermón, nos vamos a acostumbrar a él, como uno se acostumbra e identifica el sonido de la lluvia cuando la ve caer a lo lejos, al otro lado de la ventana, aunque no la escuche nítidamente. Han pasado seis meses desde la primer visita al médico, a los pocos días de terminar el periodo navideño. De un médico a otro, de una consulta a otra, de una anulación a otra (urgencias, quirófanos ocupados, etc, etc). Y hoy, por fin, es el día. La primera vez que, dentro de unas horas, cuando ya haya amanecido por completo, entraré en un quirófano. Un tumor (benigno, dijo la doctora Rozas: encantadora, por cierto) en el ojo izquierdo, que hay que quitar de ahí. No es la mejor cita que haya tenido, desde luego, pero pienso que en cuarenta años entrar por primera vez en un quirófano tampoco está tan mal, viendo las cosas que se ven en los periódicos y a nuestro alrededor. Llevo muchos días dándole vueltas al asunto: ah, la maldita ansiedad que me acompaña como fiel compañera desde bien temprano, los dichosos nervios que no se aplacan, cumplas los años que cumplas. Pero ahora mismo, mientras escribo esto, no siento esa ansiedad, ese revoltijo de nervios que suben y bajan a su antojo de la boca del estómago a la cabeza y de la cabeza a la boca del estómago. Acabo de releer un relato de Alice Munro. No es de los últimos, ya tiene unos cuantos años. El libro ha sido reeditado recientemente, pero mi edición, publicada en el año 91 por Debate (en la portada, una mujer rubia y con un gran sombrero está sentada en una terraza, tomando una especie de combinado de color naranja, la mirada un poco perdida, como si estuviese esperando a alguien que no termina de llegar, la tarde parece luminosa), es una de esas pequeñas joyas que pagué en su momento (cuando el libro estaba descatalogado) a un precio excesivo y que conservo como oro en paño en la biblioteca. La sencillez con que está narrado el relato, la vida cotidiana de esos seres comunes y corrientes, como cualquiera de nosotros, ha hecho -creo- que no aparezca en mí nada de esa ansiedad que lleva días mordiéndome más de lo habitual, pese a la cita que me aguarda en unas pocas horas, cuando ya haya amanecido del todo. Supongo que, más tarde, según me vaya acercando a ese viejo hospital, aparecerán los nervios (ese revoltijo que sube y que baja, que sube y que baja), la ansiedad. Las ganas de que todo termine cuanto antes. ¿Cuánto durará la operación? ¿Qué sentiré cuando la enfermera introduzca en mi cuerpo los tranquilizantes que me dijeron que me pondrían nada más llegar al hospital? Es usted una persona muy nerviosa, ¿verdad?, me espetó el anestesista cuando, tras los correspondientes análisis, pasé por su despacho. Sí, señor, sí, le dije con resignación. A estas alturas, cada uno lleva sus cargas y las acepta casi sin rechistar. ¿Acaso queda otro remedio, otra opción? Pensaré, cuando me tumbe en la camilla, en otras cosas: en los días de verano que se acercan, en la calle de alguna ciudad por la que pasamos y de la que guardo gratos recuerdos, en las vidas -aparentemente apacibles- de los personajes del relato de Munro. Qué sé yo... Pensaré en los cielos azules que anuncian para estos días; en las terrazas en las que, como la mujer rubia y con sombrero de la portada del libro donde está el relato que acabo de leer, nos sentaremos con un combinado de color naranja o con lo que sea; en esa novela mía que pronto llegará a las librerías... Ésta será la lista de cosas en las que pensaré hasta que, probablemente, deje de pensar en nada. Y mi mente se quede flotando, divagando, atrapada en la luz.

lunes, 21 de mayo de 2012

Donna Summer

Era escucharla, escuchar a Donna Summer, y salir a la pista, ¿te acuerdas, Araceli? Teníamos veinte años y todas las ganas del mundo. Teníamos veinte años y sólo teníamos pies para bailar. De hecho, creo que no nos importaba otra cosa. Bailar, soñar, vivir, disfrutar, esperar que el futuro nos deparase lo que esperábamos... Inventar esta ciudad como si fuera otra. De hecho, sí, era otra. ¡Claro que lo era! No era Nueva York, desde luego, pero Oviedo no era esta ciudad en la que estamos viviendo ahora, todos los sabemos. O lo recordamos. La Real, La Santa, El Tamara, Vértize... Cualquier pista era válida para escuchar su música, la de Donna Summer, y salir a la pista, a bailar, a darlo todo, ¿te acuerdas, Araceli? Me imagino que sí, que te acuerdas de todo aquel tiempo, el de los bailes, el de salir de casa a la una del mediodía y regresar cuando el día siguiente ya estaba amaneciendo, no todo el mundo puede decirlo. Supongo que hay que vivir las cosas para saber de qué van, en qué consisten. Nosotros, tú y yo, Araceli, allí estábamos. Esperando (de diferente manera a la que ahora esperamos) y soñando. Y bailando. No necesitábamos el dinero, no, porque entonces lo teníamos. Sin ser millonarios, teníamos aquel dinero: pagar cuatro copas o cinco, qué más daba, que el amanecer despuntase a lo lejos... Y bebíamos vino malo en las tabernas más características de la ciudad y lo disfrutábamos como si fuera el mejor caldo del mundo, tal era nuestra pasión, las ganas de vivir, las ganas de aguardar lo que nos esperaba, qué nervios. O lo que imaginábamos que nos esperaba. No eran vinos buenos y lo sabíamos, en una ciudad en la que casi nadie bebía vino. No eran vinos buenos, y qué... Los disfrutábamos como si lo fuesen. Y pedíamos copa para ellos, como debía ser. Teníamos veinte años y queríamos bailar. Y bailábamos, claro que bailábamos. Teníamos otros amigos, pero quién sabe dónde estaban, quién sabe dónde están, dónde se esconden, por mucho que los queramos, por mucho que los echemos de menos, que seguro que los echamos (los echamos, ay, sin duda alguna)... Vinieron otros tiempos, buenos y malos, pero nunca olvidaremos aquellas canciones, las de Donna Summer, en aquellas noches en las que Oviedo no era el Oviedo de ahora, en las que Oviedo no era Nueva York, no, pero a nosotros nos los parecía, ¡claro que nos los parecía! Tal era nuestra fuerza, tal era la fuerza de la ciudad, de esta ciudad, la nuestra. Teníamos otros amigos, sí, pero allí, en aquella pista de baile -La Real, La Santa, El Tamara, Vértize...-, donde sonaba Donna Summer, estábamos solos, tú y yo, descubriendo el mundo, anhelando miles de mundos, rozando nuestros labios y nuestros latidos, esperando, sintiendo, disfrutando. Esperando, sintiendo y disfrutando. Donna Summer era la más grande. O una de ellas, de las más grandes. (Cuando, años más tarde. entré en el Studio 54, así lo sentí, una vez más). Y ella y su música nos unían. ¿Dónde está aquel tiempo?, se preguntarán algunos. Aquel tiempo, hoy, cuando Donna Summer ya no está aquí, cuando ya no era una diva gay porque ella no quiso (pese a serlo durante tantos años), se encuentra muy cerca, justo al lado de estos recuerdos que los dos -estoy seguro- compartimos. Donna Summer, otra diva que se nos fue, aunque el mundo gay ya la hubiese abandonado cuando, como tantos, en los inicios del sida, perdió la cabeza y la sensibilidad. Pero nosotros, nos quedamos en aquellas noches, las de los últimos bailes que eran los primeros, cuando el amor era libre, las ganas de bailar no tenían límite y el amor, el de la amistad sobre todos los demás, era el nuestro. ¿Te acuerdas, Araceli? Nunca era el último baile, nunca, aunque lo dijera ella, Donna Summer, en aquella canción. Nunca. ¿Te acuerdas?

domingo, 20 de mayo de 2012

La foto de Lucía

La niña está ahí, en la fotografía que sus padres me acaban de dar, vestida con su traje de Primera Comunión. No es un vestido excesivo ni rimbombante: es sencillo. Como ella misma, la niña, Lucía. Es la hija de una amiga de la facultad, Beatriz, Bea la llamábamos todos. Viendo la foto de su hija, ahora entre libros, la recuerdo a ella, a su madre, en la época de la facultad. Tan inquieta, tan llena de vida, tan colega. Los ojos, tan llamativos. Y la recuerdo también muy triste, como si de repente fuera otra muy distinta, cuando su madre murió. Los ojos, entonces, más apagados. La rabia y la impotencia por lo sucedido en el fondo de ellos. Desde aquella época, la de la facultad, hasta ahora nos hemos ido viendo de tarde en tarde, felicitándonos por el cumpleaños (el suyo, el día de Nochebuena, es difícil de olvidar) y cosas así. Con este invento de las redes sociales, hemos recuperado la amistad. Otra de las ventajas de este fabuloso invento. Ahora sé que está ahí (al margen de cenas, charlas y vinos en vivo y en directo), al otro lado de mis artículos, de mis fotografías y de mis cosas, pero yo sé que, si lo hubiese necesitado, Beatriz, Bea como la llamamos todos, hubiese estado ahí. Hay cosas que no tienen una explicación sencilla. O quizás, sí, demasiado sencilla. Y ésta es una de ellas. A veces no hace falta ver todos los días a las personas para que la fuerza de las uniones esté presente. Eso lo sabemos todos. O casi todos.
Lucía está ahí, en la fotografía, con su vestido de Primera Comunión, guapa e inocente. Le hemos regalado un cuaderno porque le gusta escribir. ¿Qué le deparará el destino? Ah, la incógnita. La gran incógnita. Ahora está ahí, como una niña de su edad: hay niñas de nueve años que, por sus gestos y su manera de vestirse, parece que se hubiesen tragado cuatro o cinco años de golpe y se hubiesen instalado ya en la adolescencia más conflictiva. Lucía, no. Como debe ser. Está ahí. Y lee, y escribe. Viéndola a ella, con ese traje sencillo de Primera Comunión, me he acordado de muchas otras niñas en ese día. Mi propia madre, mi prima, mi hermana... Cada una en su momento y con sus particularidades. Las fotografías, en blanco y negro o en color, son testigo de aquellos momentos. Mi madre, a la que los abuelos no pudieron comprarle el traje que ella deseaba. Mi prima, que, desde esa fotografía, la del día de su Primera Comunión, podría definir toda una época. Y mi hermana, a la que, como a mí, le faltaba poco para que le empezase a ahogar todo lo relacionado con la Iglesia y sus abanderados. Esos que ahora exigen al gobierno que se elimine de Educación para la Ciudadanía la referencia al rechazo a la homofobia. Y el gobierno acepta. Lo que ha hecho la Iglesia (y sigue haciendo, por lo que vemos) no tiene nombre. A mí mismo, sin ir más lejos, me han hecho tal daño que es entrar en una Iglesia cuando están dando misa y tengo que abandonar de inmediato el recinto, no puedo evitarlo: mareos, sudores fríos: todo el pasado -quince años estudiando con ellos- que vuelve de golpe. Sé que no estoy solo, que a mucha más gente le sucede lo mismo. Ellos lo consiguieron por sí mismos. Y nosotros pagamos -aún hoy- las consecuencias.
Pero me quedo con ella, con Lucía, vestida de Primera Comunión para esa fotografía, el nombre y la fecha escritos por ella misma a un lado. La mirada llena de vida, de ilusiones, de esa felicidad que parece perpetua. Aunque luego, con el paso del tiempo, vayas descubriendo que las cosas no son así. Y ese recuerdo, el de la infancia y la felicidad que parecía perpetua, ayude a mirar hacia el futuro, venga por el lado que venga.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Modelos de familia

Hace cinco años todos éramos diferentes. Quizá teníamos las mismas aspiraciones, los mismos sueños, pero carecíamos de este miedo que ahora nos acecha. Un miedo incontrolable a lo que pueda pasar luego, dentro de muy poco. Los que estamos al paro porque el tiempo corre veloz en nuestra contra. Los que aún tienen trabajo porque se pueden ver en cualquier momento en esta angustiosa situación. Así están las cosas. Hace cinco años, como mucha otra gente que hoy no puede decir lo mismo, yo tenía trabajo. Un sueldo modesto, una librería pequeña, un trabajo que me gustaba y en el que, llegado el caso, echaba más horas de las que cobraba porque me encantaba lo que hacía y porque allí, en aquella pequeña librería, me sentía como en mi propia casa. Llevaba por entonces una vida sosegada. Después de los años locos de la juventud, de algunos amores posibles e imposibles, vivía centrado en mí mismo, por así decir. Trabajaba, iba al cine, escribía, cocinaba, paseaba, quedaba con amigos, cuidaba de mis padres... Digamos que encontrar a alguien con el que compartir la vida ya no formaba parte de mis prioridades. Hay gente que conoce a su pareja a los quince años, otra que lo hace a los cincuenta y otra que no lo hace en toda su vida. O que va conociendo a diferentes parejas que conforman su viaje. Puede haber tantas clases de relaciones como personas hay en este mundo. Cada cual se lo monta como quiere o como puede, que es algo que a muchos retrógrados aún no les cabe en la cabeza. Y de repente, sin buscarla, apareció en mi vida la persona con la que me planteé formar una familia. La mía. La nuestra. La que ahora aparece en numerosas fotografías que hemos hecho a lo largo de estos cinco años. ¿Qué es una familia? Dos personas que, en nuestro caso (hay parejas que prefieren vivir cada una en su casa), decidieron irse a vivir juntas y compartir las cosas. Las risas y los disgustos, los viajes espectaculares y los últimos días de mes, las noticias inesperadas y la rutina, los proyectos que se construyen con paciencia y dedicación y los que se van quedando en el camino, hechos añicos por la crisis, los caprichos de algunos o lo que sea. Dicho en pocas palabras: la vida. Compartir la vida. La euforia y la espera. Los malos humores y las carcajadas salvajes. Los grandes momentos (siempre fugaces) y esos otros momentos minúsculos que van componiendo el puzzle que quisimos, entre los dos, construir. La vida que nos va tocando al empezar cada nueva mañana, el día a día, los cambios que se fueron efectuando desde aquella noche de mayo de cinco años atrás. Las cosas no siempre fueron fáciles. Esa dificultad, todo hay que decirlo, siempre estuvo motivada por agentes externos a nosotros. Lo nuestro estaba muy claro: queríamos estar juntos, y punto. Y contra eso, se ponga el mundo como se ponga, es casi imposible luchar. Si dos personas desean fervientemente una cosa, esa cosa, estar juntos, ay del que se intente interponer... Y no hay película, por buena que sea, que supere esa realidad. Nuestra familia la componemos nosotros, y nuestros amigos, y las personas de nuestras respectivas familias que quieren estar de nuestro lado, que son la mayoría. Pienso en todo esto en el Día Mundial de la Familia (de todas las familias, insisto: no sólo de esas que salen a la calle cada dos por tres no para defender la suya, sino para atacar las de los demás, que tiene narices la cosa), con el auge de los fascismos por medio mundo (siempre con las mismas obsesiones, qué pesadez) y la posición férrea de esos retrógrados de siempre, amparándose siempre en la figura de Jesucristo, pero no en su palabra. Y pienso que eso, mi familia, la que yo escogí (mi marido, mis amigos) y parte de la que nos tocó, es por la que, a día de hoy, mantengo el equilibrio. Ese equilibrio, por otro lado, tan difícil de sostener en estos tiempos.

martes, 15 de mayo de 2012

Pesadilla

Desde lo alto de este edificio, si miras hacia abajo, los transeúntes parecen hormigas que se desplazan apresuradas de un lado a otro. Como aquellas que veíamos, cuando éramos unos niños, a ras de suelo, mientras huían hacia sus hormigueros con un trocito de pan o de cualquier otro resto de comida (un pedazo de jamón, de tortilla o del tomate de la ensalada) en la boca y nuestro aliento sobre ellas. El cielo, tan gris y apagado, no ayuda a embellecer un poco el panorama. Todo lo contrario. No somos nada, pienso. O sólo eso: minúsculos puntos intentando salvar el pellejo, huyendo no se sabe muy bien hacia dónde. Más aún en estos momentos tan complicados. Demasiado tiempo ya de dificultades, en algunos -muchos- casos. Ayudas que no llegan, proyectos que no salen, bonitas palabras de unos y otras que se las lleva el viento: los meses que corren y corren y no dejan vislumbrar un atisbo de esperanza en ese futuro que está a la vuelta de la esquina, cada vez más cercano, acechando. No hay metáfora en todo esto. Sólo el reflejo de una realidad que se mueve a nivel de la calle. Ya en ella, en la calle, las hormigas adquieren la figura humana que apenas podía distinguirse desde lo alto del edificio y te miran, cuando lo hacen, de tú a tú. Algunas de esas figuras te saludan con desgana o se paran para contarte lo que tú ya sabes: el problema de (casi) todos. (Hay casos que te duelen especialmente, como el de esa amiga que creó su empresa hace casi quince años y que estos días también la está desmantelando: sé bien lo que se siente ante una situación así, aunque la empresa que desmantelase en su momento no fuera mía). Asientes con la cabeza y sigues caminando. Es lunes por la mañana y parece domingo. Domingo todo el día. Supongo que cada vez hay más gente sin trabajo y de ahí el poco movimiento a estas horas, las primeras de la mañana. Me siento como en una película de ciencia-ficción. Como si el paisaje que tengo delante no fuera real. Y las personas que me voy encontrando, tampoco. Un hombre, a mi lado, esperando a que cambie el semáforo, va cantando. Tendrá unos cincuenta años, quizá menos, y la borrachera que lleva es tan grande que apenas se distingue la canción que entona. ¿Va o viene de ronda? Quién sabe. Aquí ya todo se confunde. Otros caminan absortos en sus auriculares, escuchando música o quizá una de esas radios (todas) que cada vez que las sintonizas te ofrecen un nuevo recorte del tipo que sea. Casi todos, incluso el hombre de la borrachera, con uno de esos periódicos gratuitos bajo el brazo, que, a este paso, serán los únicos periódicos que se lean. (El otro día, a primera hora de la mañana, hubo hasta peleas por uno de esos periódicos porque regalaban con él un paquete de galletas nuevas). Entro en un bar, el único que está abierto, y, aunque lo que me apetece tomar es un coñac doble, pido un café con leche. Es uno de esos bares donde el espumillón de hace varias Navidades sigue pululando por encima de las botellas y donde la filosofía de sus contertulios habituales (todos con un buen vaso de cazalla delante) es que todos los políticos son unos sinvergüenzas, en especial los de izquierdas. No tengo ganas de que se me dispare (aún más) la tensión y, cuando tan ilustres tertulianos se disponen a atacar el tema del 15-M, salgo de nuevo a la calle, que sigue teniendo ese aire de escenario fantasmagórico, ya no sé si de película de ciencia-ficción o, directamente, de terror. Y es que, después de todo, la culpa va a ser mía por no quedarme tranquilamente en mi casa, perdido en algún libro, alguna película o algún paraíso artificial. La vida es un engaño, ya lo sabemos. Pero hay días en que el engaño se hace insoportable, francamente.    

viernes, 11 de mayo de 2012

El nadador

Recostado hacia atrás en la silla, mientras el peluquero me recorta lentamente la barba, pienso en muchas cosas. Tengo los ojos cerrados y el sonido de esa maquinilla se transforma, de pronto, casi de un modo mágico, en otro sonido: en una música suave, agradable, quizá una pieza clásica, un punto melancólica, que suena de fondo. Afuera, la mañana sigue su curso y en ella, en la mañana soleada, tras esa puerta, se han quedado las estridencias, los problemas, los quebraderos de cabeza. Aquí dentro, con los ojos cerrados, escuchando esa música suave que hace inaudible el sonido de la maquinilla y el resto de los sonidos, sólo hay armonía. Una paz que sólo durará unos minutos, pocos, pero que es un regalo inesperado. De repente, el mejor regalo para esta mañana cercana ya al fin de semana donde el calor ha irrumpido como en los mejores días de verano. Pero no pienso en ellos, en los días de verano que vendrán (ni en los que se fueron), sino en días de invierno, refugiado en alguna piscina climatizada, la vida transcurriendo al otro lado de los grandes ventanales, la lluvia golpeando con fuerza contra ellos, la mala energía disolviéndose en el agua. Me viene a la cabeza la imagen de Jonás, el protagonista de "Los nadadores", de Joaquín Pérez Azaústre, la estupenda novela que estoy leyendo estos días. La imagen de Jonás en la piscina, recorriendo la ciudad hasta llegar a ella, rememorando el pasado con la chica con la que vivía, Ada. O tomando whiskies con su amigo Sergio. Esa imagen, la de Jonás, me lleva a la de Burt Lancaster, aunque no tengan mucho que ver, en "El nadador", de piscina en piscina. Quizá alguien pudiese pensar que esas imágenes pudiesen ser desasosegantes, pero no lo son. Al contrario, me relajan de un modo intenso, contundente. Me transportan a otras realidades, que acaso no sean tan diferentes. Ni siquiera la frase con la que John Cheever empieza el relato en el que se basa la película de Frank Perry y que ahora me viene también a la cabeza consigue desasosegarme. "Anoche bebí demasiado". Anoche bebimos demasiado, puede ser. ¿Quién determina la línea que separa lo que es poco de lo que es demasiado? Cada uno es el que lo hace, el que la determina. Además, ayer bebíamos para celebrar. Acercarse a los lectores siempre es motivo de celebración. Sentir que lo que has escrito ha llegado a un puñado de ellos. Sí, no cabe duda: eso es motivo de celebración, una vez más. Escribir siempre requiere soledad y concentración. (Como nadar). Por eso, después, con el trabajo ya hecho, no está mal rodearse de gente, saber que el esfuerzo ha merecido la pena. Que, por esta vez, habrá recompensa. También es motivo de celebración saber que la gente quiere leer esa novela que ya está definitivamente corregida y ese cuento infantil (y nada convencional) que acabo de escribir. Todo se andará. Saber que los lectores quieren leerlo, conocer esa expectación, es motivo más que suficiente para celebrar las cosas, aunque, como el protagonista del relato de Cheever, acabásemos -seguramente- bebiendo demasiado. Quizá Dorothy Parker no pensase lo mismo. Ahora la estoy viendo a ella también. Sentada en el hotel Algonquin, donde nos pareció verla la primera vez que estuvimos en Nueva York. A ella o a Jennifer Jason Leigh, cuyo rostro irá siempre asociado al de la escritora desde que protagonizó "La señora Parker y el círculo vicioso". También sonaba un piano, como el que suena ahora aquí, recostado en esta silla de peluquería, al fondo. Una voz me señala que el trabajo está terminado, que me mire en el espejo y compruebe si todo me parece correcto. Y lo hago, abro los ojos y me miro en el espejo, y digo que sí, que está muy bien, pero, en realidad, no estoy viendo mi figura en ese espejo, sino la de alguien que se parece a mí y que aún sigue pensando en otras cosas, como si estuviese flotando o nadando en alguna de aquellas piscinas que recorría Burt Lancaster. Lejos, muy lejos de aquí, de esa puerta, la de la peluquería, que ahora estoy abriendo y que, de repente, se ha convertido en una amenaza. En otra más.  

jueves, 10 de mayo de 2012

Las compras útiles

Es un día cualquiera, entre semana, alrededor de las seis de la tarde. Estoy en una de esas tiendas de ropa que han abierto hace relativamente poco en un centro comercial con precios muy asequibles. Más asequibles aún que los de Zara o H&M. Hay mujeres de mi edad, y más jóvenes, y también mayores. Después de mes y medio de constantes lluvias -qué cansancio-, el sol ha hecho su aparición y las temperaturas nos recuerdan que el verano también puede existir. Todas esas mujeres buscan algo. Las observo. Están ahí, revolviendo en los cajones (siempre hay una oferta añadida), entre las perchas y las estanterías de la ropa y los zapatos (la tienda en cuestión también tiene zapatos y todo tipo de complementos). Una camiseta, unas bermudas, un nuevo bolso, una pulsera, unos pendientes... Quizá no necesiten nada, o quizá sí, quién sabe. Lo más probable es que la mayoría no necesite nada. Sin embargo, como a casi todos, con la llegada del buen tiempo, les apetece comprar algo. Lo que sea. Cualquier cosa que les anime la tarde en estos tiempos de crisis. Salir de casa, recoger a los hijos o a los nietos (la que los tenga: algunas de las que están ahí hoy los tienen, aguardando impacientes a su lado, jugando con algo o toqueteándolo todo) y darles la merienda en el parque, pero antes, qué demonios, hay que alegrarse un poco comprando algo por ocho o diez euros, el presupuesto es el que es. Comprar algo, lo que sea, ya digo, aunque no se trate de algo necesario, sino de algo vistoso y colorido que las saque de la monotonía, de este constante contar y recontar el euro, que, por mucho que nos pongamos, después de pagar recibos y más recibos, no da para nada. Por eso, esos ocho o diez euros, sacando de aquí y de allí, están permitidos. La economía no va a cuadrar igual -nunca vamos a llegar a fin de mes- y la tarde adquiere otro sentido: comprar algo siempre es mejor que un ansiolítico, aunque no sean cosas incompatibles. Hay mujeres que no trabajan porque no tienen trabajo o porque pueden permitírselo y prefieren no hacerlo. Algunas de ellas, de las que trabajan y no tienen que llevar a ningún niño al parque, a la salida de sus trabajos, van a la piscina, a la biblioteca pública, al café donde se citaron con una amiga o un amante, a yoga, a pilates o al bingo. Pero antes se detienen ahí, en esa tienda de precios asequibles. El fin de semana está cerca y siempre apetece estrenar algo. Me fijo en una de esas mujeres. No es especialmente guapa, pero sí muy atractiva. Y muy alta. Con estilo. Me recuerda a Anjelica Houston cuando era más joven: en la época de "Los timadores". O sea, más o menos de mi edad. Acaba de comprar un vestido de flores pequeñas. Lo ha pagado y le ha preguntado a la dependienta si puede entrar en un probador y ponérselo. La chica le dice que sí y le señala los probadores del fondo, que ahora están casi todos libres. Al rato, sale enfundada en aquel vestido de flores diminutas que le sienta estupendamente. Parece que también se ha comprado unas sandalias de pronunciado tacón y color naranja (el color predominante del vestido, que contrata poderosamente con su piel morena, el pelo largo y negro, levemente ondulado) y también se las acaba de poner. ¿A dónde irá? Pasa por delante de mí, con paso decidido, dejando un rastro fuerte a perfume dulzón. No creo que se trate de una visita a la biblioteca, ni al bingo, ni a la piscina más cercana. Lo más probable es que se trate de una cita. La posibilidad está ahí, flotando en el aire. Sale de la tienda y me apetece ir detrás de ella, seguirla hasta su destino, averiguar cuál es. Pero no lo hago. Sigo buscando esa camisa blanca que necesito para un traje. Ninguna me convence y dejo la tarea para mañana. Abandono el centro comercial y, de camino a casa, voy pensando en ella, en esa mujer que se parecía a Anjelica Houston en la época de "Los timadores", aquella buena película de Stephen Frears. Y de repente la veo. Está sentada en una terraza, con un whisky en la mano, hojeando, desganada, un periódico y fumando un Marlboro light. Cada poco, levanta la vista del periódico y mira de un lado a otro, como si esperara por alguien que está tardando un poco en llegar. Sí, seguramente se trate de eso. Un día cualquiera, entre semana, la posibilidad de algo, no sabemos bien qué. Ah, el misterio.

domingo, 6 de mayo de 2012

Clara Sánchez


El primer libro de Clara Sánchez que leí fue “Desde el mirador”. En él, la narradora se enfrenta a la enfermedad de su madre y reflexiona sobre su vida y su entorno desde el mirador del hospital donde está ingresada la mujer. Una historia conmovedora. Recomendé aquel libro a muchos de los clientes de la librería en la que por entonces trabajaba. El libro pasó a formar parte del fondo de la misma. Algún tiempo después, volví a recuperar aquellas páginas. Mi madre sufrió una terrible enfermedad y leer las páginas de Clara Sánchez me reconfortaba como sólo saben hacerlo esas páginas de buena literatura a las que, por unos motivos u otros, siempre regresamos. Después vendrían más libros, claro. No es, Clara Sánchez, una autora de libros rápidos y lectura fácil. Se toma su tiempo, como es lógico, porque detrás de cada uno de ellos, de su aparente sencillez, siempre se esconden muchas cosas, muchos enigmas, muchos misterios. Esos misterios que también están ahí, en la propia vida, y que no siempre disponemos del tiempo o de la percepción suficientes para captarlos, para atraparlos, para comprenderlos y acercarlos a las nuestras, siempre tan atareadas por unas razones y otras. El misterio que se encierra en las vidas comunes y corrientes. Vidas como las nuestras, que en muchas ocasiones pasan por nuestro lado y detrás de las que se esconden algunos de esos misterios, de esos enigmas. Clara es muy buena en eso, en descifrar esos enigmas, esos misterios de los que hablo. En acercarse a ellos y mostrarnos esa cara oculta que no siempre se muestra al exterior, ante nuestros ojos. Pero no lo hace, no los muestra, con grandes redobles de tambor, sino más bien de un modo sutil, casi silencioso, apoyándose únicamente en la maestría de su palabra y en la magia de quien posee la capacidad de percepción, de observar las cosas minuciosamente, más allá de lo que salta a simple vista. Los tres últimos libros de Clara, “Presentimientos”, “Lo que esconde tu nombre” y “Entra en mi vida”, altamente recomendables los tres, por cierto, hablan de eso. De esos misterios que están ahí y no siempre somos capaces de distinguir a simple vista. Lo que la verdad o la vida esconden, podríamos decir jugando con las palabras de uno de esos títulos. Esa verdad que a veces cuesta descubrir y, más aún, aceptar, digerir, asumir. “Entra en mi vida”, este que hoy presentamos, habla de los niños robados, ese tema tan triste y peliagudo, esas historias que hemos visto y leído recientemente en los medios de comunicación y que, directamente, nos han puesto los pelos de punta y nos han machacado el corazón y la conciencia. Y la pregunta, siempre la pregunta: ¿Cómo han podido suceder cosas así? ¿Cómo la realidad puede llegar a esos extremos de crueldad, de sinrazón? Pues así es, lamentablemente, me temo. Clara no se ha basado en ninguna historia concreta. Ha leído las noticias y ha visto imágenes de madres desgarradas por la televisión, como hemos hecho nosotros, y ha dejado volar la imaginación, captando la sutileza y los lados oscuros que definen ciertos comportamientos. El resultado está aquí, ya en nuestras manos, como un puzzle de piezas delicadísimas que llevan a otras piezas y que se van montando según vamos avanzando en su lectura, descubriendo la trama, tratando de entender las cosas, de darle un sentido al dolor de una madre, a la desorientación de un padre, a la curiosidad de una hija –inquieta, intrépida, aventurera- que descubre un buen día una fotografía en lo alto de un armario. Trepidante lectura, podría decir, porque éste es uno de esos libros, como ya sucedía con los dos anteriores que he mencionado, que no puedes soltar de las manos. Tal y como sucede con las mejores novelas policíacas. De Patricia Higsmith a Ruth Rendell, por ejemplo. Tal es la maestría, sí, con la que está escrito. Es un libro que, después de leído, te hace reflexionar sobre el comportamiento de los seres humanos, sobre la imperfección de la vida, sobre la importancia de luchar en lo que uno cree con firmeza. Y sí, definitivamente, hemos dejado entrar a Clara Sánchez en nuestras vidas. Por muchos motivos. Esta novela es sólo uno más de todos ellos. Si me hacen caso, no se la pierdan. Clara ha entrado en nuestras vidas, sí, qué duda cabe, para quedarse.

viernes, 4 de mayo de 2012

Paseos con mi madre

El columpio se mecía en el aire, hacia atrás y hacia adelante, impulsado por las manos de la madre, pero el niño quería que el movimiento fuera aún mayor. La fuerza de esas manos, las de la madre, pequeñas y estilizadas como las de su propia madre, tenía un límite y no daba más de sí. El pelo del niño, largo y liso, se agitaba por el movimiento y por el aire que venía de lejos y que anunciaba ya la hora de la retirada. Atrás, estaba el campo, donde habían pasado el día, y el padre que recogía las cosas y la hermana, que era muy pequeña y caminaba aún con esa torpeza que hace sonreír a los adultos. Delante, la tierra que, desde lo alto de aquel columpio, parecía que tocase el cielo. El mismo cielo que él, el niño, casi podía tocar con las manos, si las pudiese soltar de aquel hierro que dejaba su rastro anaranjado en la carne infantil. Sólo somos conscientes de la felicidad durante momentos muy breves o cuando ya ha terminado el instante en que la estábamos viviendo. Si el niño, convertido ya en adulto, pudiese atrapar cinco minutos de felicidad, parte de ellos correspondería a aquella tarde primaveral, con ese frío que aparece de repente, acaso acompañado con unas gotas de lluvia y un arco iris trémulo que se diluye en la oscuridad, y anuncia que aún falta tiempo para que llegue el verano y que es hora de recogerse, de poner la chaqueta y regresar a casa. El niño, como es natural, no quería volver a casa, a los quehaceres previos al día de reanudar las clases, el colegio, y movía su pequeño cuerpo para que el columpio no se detuviese y le pedía a la madre que no dejase de hacerlo, de empujarlo hacia delante y hacia atrás, aunque su fuerza, la de la madre, no fuese la deseada por el niño. Aquel niño que reía y reía, ajeno a todo, sólo atrapado en aquel vuelo, el vuelo de un columpio que casi permitía tocar el cielo con la yema de los dedos, hacia adelante y hacia atrás, y en la complicidad con aquella madre, su madre, tan guapa, tan joven, tan sonriente, tan llena de vida. El padre les llamaba, ya estaba todo recogido en el maletero y la hermana instalada en el coche, pero ellos seguían allí, como si no le oyesen, o como si le oyesen pero quisiesen hacer oídos sordos a lo que correspondía, el regreso a casa, la rutina del comienzo de la semana, la normalidad. Todo eso que vendría después, claro, en los días sucesivos, en las semanas sucesivas, en los años sucesivos, tan llenos de cosas, de toda clase de cosas. La madre no dejaría de ver al niño, aunque ya hubiese cumplido los cuarenta, como aquel niño que se mecía en el columpio, que no quería que la tarde llegase a su fin ni que el viento dejase de revolotear aquel pelo liso que los años, no se sabe muy bien cómo, irían rizando. Y el niño, aunque ya hubiese cumplido los cuarenta, no dejaría nunca de ver a la madre como la veía aquella tarde: tan joven, tan guapa, tan sonriente, tan llena de vida. Ni siquiera cuando la enfermedad se apoderó de ella y la dejó prácticamente inválida durante algún tiempo. Ambos recordarían, tiempo después de que la enfermedad hiciese su aparición, aquellos paseos, los que daban por la calle, delante de su casa, apoyada la madre en una muleta y en el brazo del hijo (apoyado el hijo en la esperanza, esa palabra sucia que nos equilibra con esas promesas que no siempre llegan, no quedaba otra), en los que invertían parte de la tarde en recorrer apenas cinco metros. Tal era el dolor que la atravesaba. El dolor que reflejaba su rostro. Y que volvía impotentes al hijo y al resto de la familia. Ni siquiera entonces la madre dejaba, para su hijo, de estar joven y guapa y sonriente y llena de vida, aunque aquella vida no estuviese más que en las ganas que ambos (sobre todo en las del hijo) tenían de que la enfermedad se calmase y las cosas volvieran a ser como antes, aunque ambos sabían que no volverían a ser así, que las enfermedades van a su aire, hacen lo que les da la gana y es muy difícil engañarlas y esconderse de ellas. Casi cada día, durante aquellos angustiosos paseos, el hijo recordaba aquella imagen que hoy ha regresado a su memoria, cuando la enfermedad de la madre -aún sin desaparecer: nunca lo hará- se ha calmado, la de aquel niño mecido por el viento y por el impulso de un viejo columpio arañado por el óxido -la carne infantil pintada de naranja- y el desgaste del tiempo. En aquella tarde que ninguno de los dos, ni la madre ni el hijo, quería que llegase a su fin.  

jueves, 3 de mayo de 2012

Un triste adiós

Hay frases demoledoras, de esas que uno no quisiera escuchar nunca, que se instalan en tu cabeza al instante de ser pronunciadas y que no consigues quitártelas de ahí durante algún tiempo. Ayer fue uno de esos días. La frase, al otro lado del teléfono, la dijo una buena amiga a la que le acaba de morir su perra. "Ahora sí que estoy sola de verdad". La dijo ayer, al día siguiente de sufrir la pérdida, medio llorando, triste, muy afectada. La perra estaba todo el día sola en casa, porque ella, mi amiga, se pasa el día trabajando de un lado a otro, y cuando, al caer la noche, el coche se acercaba al edificio donde vive, ya podía oír los ladridos de alborozo de la perra. Ya no volveré a escuchar esos ladridos de bienvenida cuando llegue a casa después del trabajo. Eso me dijo, después de pronunciar aquella frase que ya se había quedado instalada en mi cabeza, taladrándola. Ah, los rituales a los que nos acostumbramos. Esos pequeños gestos que están ahí, cada día, y que nos alegran la jornada, que hacen más llevaderos los sinsabores, los esfuerzos, los problemas, los desengaños, las decepciones, y que nos reconcilian, en definitiva, con la propia vida. Cómo nos costaría vivir sin ellos. Los animales que nos reciben al llegar a casa; los ojos de la persona que duerme a tu lado al comenzar la jornada; la llamada, casi siempre a la misma hora, para preguntarle a tu madre cómo se ha levantado hoy y cómo está pasando el día. La perra de mi amiga era vieja y estaba enferma, sí, pero eso no es consuelo para ella. ¿Cuándo lo es? La recuerdo muchas veces en la librería en la que trabajaba (cuando aún no se vaticinaba la llegada de estos tiempos tremendos) contarme que había tenido que llevarla un montón de veces al veterinario en medio de la noche, que el pobre animal, pese a todo, apenas se quejaba. El dolor de la perra causado por la enfermedad. Los lamentos silenciosos. Los ojos que buscaban los de mi amiga, desesperanzados ya. Aquellos ojos a los que rondaba ya la muerte, ese atisbo reconocible. Como el que intenta buscar respuestas que no existen o soluciones para problemas que carecen de remedio. Recuerdo los ojos de mi amiga empañados por la emoción, tan fuerte como aparenta, con ese físico ágil y revoltoso y esa voz (maravillosa) que está entre la voz de Pilar Bardem y la de Marisa Paredes. Recuerdo a mi amiga saliendo de la librería y encendiendo uno de los numerosos Ducados que fuma, intentando que nadie, ni siquiera yo, la viese llorar. Intentando, en vano, relajarse, pensar en otra cosa, intentando obviar ese final que acaba de suceder. ¿Qué podemos decir? Pocas cosas. No quiero pensar en ese primer día en el que mi amiga haya llegado a casa (mientras nosotros estamos, a unos pocos kilómetros, cenando o leyendo o escuchando la radio o viendo una película) y no escuche los ladridos de la perra, el alboroto con la que la recibía, pese al cansancio y la enfermedad. Ese momento en el que entraba en casa y la perra se volvía loca con su presencia y ese otro, ya cerrada la noche, en el que ambas daban un paseo por el parque que rodea al edificio. Imagino, en esos momentos, a mi amiga, arropada por su anorak, fumando otro cigarrillo, muy cansada por la larguísima jornada, pero feliz, acaso contándole alguna anécdota del día: un mal humor, una noticia tonta, los días que faltan para las vacaciones... Acompañada por ese ser vivo que decidió que quería que fuese su compañía para vivir y que ya no está. ¿Qué se puede añadir? Nada, me temo, porque ninguno de nosotros estará ahí, cuando ella llegue a casa y sienta la ausencia. No digo más, amiga, porque lo que puedo decir en estos momentos ya lo sabes.

martes, 1 de mayo de 2012

Recuerdos de Chavela

La primera vez que escuché a Chavela Vargas fue en un programa de radio nocturno. Lo conducía Isabel Gemio, en Radio Nacional, hace casi veinticinco años. La gente llamaba a la radio, contaba en dos o tres minutos una historia de amor, toda clase de historias, historias tristes o alegres, con final feliz o con final desgraciado, las suyas propias o las de algún familiar cercano (sus padres, sus hermanos, sus abuelos), y entre medias, Isabel hacía entrevistas a personajes descatados del mundo de la cultura, leía poemas -José Agustín Goytisolo era el poeta de cabecera del programa- y ponía músicas de uno y otro lado del planeta, siempre con el amor por bandera. "Macorina" fue la canción escogida aquella noche. Aún recuerdo, en la penumbra de la habitación, el impacto que me causó aquella voz, aquel desgarro. Cuánto sentimiento en apenas unos minutos. Cuánta verdad. Isabel hizo un breve repaso por la vida de la cantante mejicana, que encajaba a la perfección con aquella canción que estaba sonando de fondo. El alcohol, los amores imposibles y los posibles, la fuerza, la valentía, la lucha, la voz desgarrada... La leyenda, ya por entonces, estaba forjada. Luego, vendrían las películas donde Almodóvar utilizaba sus canciones (quizá la más espectacular fue la inclusión de "El último trago" en "La flor de mis secreto", que sigue siendo una de sus mejores películas, mientras el personaje de Marisa Paredes, completamente destrozado porque la historia de amor que se acababa de romper definitivamente, sin posibilidad alguna de recuperación, la escucha en un bar, muy emocionada, poco antes de perderse entre una multitudinaria manifestación y descubrir en un escaparate aquella frase que utilizaba con su amor como una espedie de código secreto), su presencia en los teatros españoles y aquella amabilidad, aquella educación y aquella exquisitez que desplegaba en cada entrevista que le hacían en sus visitas a este país. Y luego vino el concierto, en el teatro Jovellanos. El recuerdo de la presencia de aquella mujer sobre un escenario completamente desnudo pertenece de lleno a esos recuerdos que uno conserva de los genios de verdad, de los mitos que lo son sin ningún género de dudas. Con su poncho rojo y su voz única, repasó todas aquellas canciones que ya se habían instalado en la memoria colectiva. Sobre todo, en la de todos aquellos que alguna vez habíamos sufrido por amor y utilizamos sus canciones como bálsamo, como refugio, como desahogo para liberar nuestras penas, nuestro dolor, nuestra impotencia. El silencio, como siempre ocurre cuando se tiene a un genio delante, era intenso, respetuosísimo. Y aquel vozarrón, que yo creo que se podía escuchar perfectamente desde la calle (tal era el grado de su fuerza), llenándolo todo de sentimiento y pasión, de esa extraña nostalgia que más que ponernos tristes nos reconcilia con la vida. Una noche inolvidable, muy viva aún en la memoria (como la de la noche que Isabel la puso en la radio), pese a que ya han pasado también unos cuantos años. Ahora México propone a Chavela para el Príncipe de Asturias y ella confiesa que su último deseo es viajar a España para presentarnos ese disco homenaje a Lorca, "La luna grande". No se debería hablar más: el Premio, si hubiese justicia y sentido común, tendría que ser para ella. Por esa fuerza, por esa lucha, por esa genialidad. Por ese recuerdo que todos conservamos de ella, escuchándola, mucho más poderoso ya que las historias de amor rotas por las que colocábamos sus discos y nos entregábamos a aquel revoltijo se sentimientos y emociones. A todo aquello que pudo haber sido y no fue, insignificante ya al lado del recuerdo de su voz, no importa qué canción interpretase ni de qué época de nuestras vidas estemos hablando.