viernes, 30 de marzo de 2012

La huelga

Estamos ahí, alrededor de las siete de la tarde, en medio de la manifestación, rodeados de miles de personas que lanzan pitidos y aplausos, que enarbolan banderas, que muestran cívicamente su indignación, su profundo descontento. Somos trabajadores en paro, los dos. No somos unos vagos, como a veces algunos políticos quieren insinuar o hacernos creer. Todo lo contrario. Queremos trabajar, como la mayoría de la gente. Enviamos currículums casi todos los días y no obtenemos respuestas. A veces (pocas), llama alguien, oh milagro, y nos hace una entrevista. Los argumentos son siempre los mismos. O muy parecidos. Ah, si fueses una chica, que es lo que estamos buscando, de cara al público ya sabes... Y ponemos cara de no, no sé: a estas alturas venir con esos argumentos nos parece algo tremendo. Ah, si tuvieses 20 años. Ah, si no tuvieses... Ah, ah y ah. Siempre hay una disculpa, un pero, un vete por donde has venido que aquí no tienes nada que hacer. Palabrería y más palabrería. Cuánto lo siento, sí, sí, me quedo con el currículum por si acaso, y adiós, buenos días, muchas gracias por venir. No seremos una chica (es evidente), no tendremos 20 años (más evidente aún, si cabe), pero no somos tontos ni somos unos vagos. Hacemos muchas cosas al cabo del día. Muchas. Para no volvernos locos o alcohólicos. Para no caer en el juego, en los tranquilizantes o en sabe dios qué maravillosos paraísos que terminarían pasando factura. Es más, en mi caso concreto, trabajo duramente con las palabras: escribo varias horas al día a cambio de nada más que la satisfacción que me produce el hecho de hacerlo. No puedo cobrar ni un euro de ninguna parte porque es incompatible con mi miserable paga del INEM. El INEM y esa miserable paga que nos ayuda a costear los recibos es, precisamente, el mayor problema ahora. El tiempo pasa, se va agotando, y después, ¿qué? En mi caso, ya han pasado quince meses desde que, de la noche a la mañana, decidieron cerrar la librería en la que estaba trabajando. Una casa, un coche, un recibo de la luz (cada mes mayor, por cierto), un plato de comida, un abrigo... Lo de todo el mundo, vaya. Pero todo eso hay que pagarlo, evidentemente. Luchamos contra el tiempo y eso, hoy por hoy, es algo muy angustioso. Lo más angustioso. Y después, ¿qué? Por eso estamos ahí, alrededor de las siete de la tarde, el sol ya dando sus últimos coletazos, la brisa que se va volviendo más fría, la niebla que se cierne sobre el día que va terminando, rodeados de miles de personas indignadas. Protestando. Sabemos que no servirá de nada o de muy poco, como ya se encargó de decir la ministra de trabajo en los telediarios. Pero estamos ahí, que es donde creemos que debemos estar, poco antes de regresar a casa sorteando la basura que algunos se han encargado de esparcir por las aceras de un modo totalmente intolerable (tan intolerable como el hecho de que algunas personas el día anterior la dejaran en la calle obviando que los operarios de limpieza también tenían derecho, si así lo consideraban, de hacer huelga), con esa sensación un tanto melancólica y frustrante que tenemos al enviar nuestros currículums. Sí, algo así. Pero no decimos nada. Nos entendemos sin decirlo. Y seguimos caminando, sorteando la basura. Toda la basura. Una vez más.

martes, 27 de marzo de 2012

Primavera

Abres una mañana la ventana, aún con la cabeza embotada por el sueño, y ya está ahí. El frío de los últimos meses ha dado paso a una brisa templada, ligera, que se irá calentando según vaya transcurriendo la mañana. Francesca ya no se irá a refugiar en la manta del sofá como hacía durante los meses de invierno cuando las ventanas estaban abiertas para ventilar la casa. Ahora, con la luminosidad del día entrando ya en el cuarto y esa brisa templada como una especie de necesaria renovación de todo, se instalará de inmediato en lo más alto del sillón de cuadros que está justo al lado de la ventana y que ella misma, desde que era muy pequeña y sin que pudiésemos evitarlo, ha ido destrozando por los bordes con sus uñas. Desde allí, observará el trajín de otras casas que van abriendo también, como yo acabo de hacer, sus ventanas, dejando que el nuevo día ventile las estancias y las cabezas. Se prondrá nerviosa con el sonido de los pájaros, con su revoloteo acelerado y madrugador. Y después, cansada de no poder atrapar a los pájaros y del ruido lejano que procede del aspirador de la vecina de enfrente, vendrá a buscar mis piernas, para instalarse sobre ellas, mientras yo escribo esto o cualquier otra cosa. El sol, según vaya avanzando la mañana, se colará hasta la mitad del cuarto, iluminando parte de los libros de la estantería, de los cuadros de la pared y de las manzanas verdes que están en un frutero sobre la mesa y cuyo olor es el primero que descubro al salir de la habitación. Francesca ha descubierto estos días ese sol inesperado y se coloca bajo sus rayos, sobre la madera del suelo que se va calentando. Con los ojos cerrados, parece dormida pero no lo está. Ahí la dejo cuando me voy a la calle, en busca del paseo de la mañana. Desde los colores de las cosas hasta la actitud de la gente, pese a las circunstancias que (casi) todos acarreamos en estos complicados tiempos: todo parece que ha sufrido un leve cambio. El sol, el cielo despejado y la chaqueta de la que ya nos vamos despojando para que la piel disfrute de libertad, contribuyen a ese cambio. Después de atravesar media ciudad, llego a ese parque, el Parque de Invierno, que también suelo atravesar a buen paso por eso de hacer algo de ejercicio, ese ejercicio que tan bien me viene (al menos, por un buen rato) para no pensar demasiado en esta complicada situación que nos está tocando vivir. Allí, sobre el césped, ya hay algunas personas en bañador, mostrando sus pieles blanquísimas. Otras, las que van caminando, ya han dejado el pantalón largo y se han puesto sus ropas deportivas más cortas: los hombros desnudos y las piernas al aire, hombres y mujeres, en la mayoría de los casos. El verde de los árboles es intenso y las mimosas, cientos de mimosas, más amarillas y olorosas que nunca. Es la hora del recreo de un colegio cercano. Y algunos jóvenes, después del pincho y las cocacolas, encienden un cigarrillo que extraen de una cajetilla medio vacía ya y que se van pasando unos a otros. Aspiro el olor de esos cigarrillos que se mezcla con el de la naturaleza y sigo caminando. Entro de nuevo en la ciudad, tras el breve respiro. La gente, pese a todo, continúa más sosegada. Parece que ya no hay tantas caras de agobio y malas pulgas. Alguna gente, pese a no ser fin de semana, ya está instalada en las terrazas, las gafas de sol puestas, los abrigos a un lado. Sonríen, comentan, piden bebidas frías, fuman despreocupadamente, miran los relojes. Llego a la terraza donde quedé con mi madre, cerca de su casa, para tomar un café. Levanta la mano para indicarme donde está. Parece que la llegada de la primavera también le ha sentado bien.

lunes, 26 de marzo de 2012

Jornada electoral

Ayer, antes de ir a votar, adelantamos una hora todos los relojes de la casa, como es costumbre en estas fechas. La una es las dos y las tres son las cuatro, y así, en pleno verano, cuando lleguen los días rojos (que diría Holly Golightly) de la depresión, la noche tardará tanto en llegar como el día de paga. Después de votar, ya en una terraza cercana al colegio electoral, con un buen vino delante, contemplamos la vida que pasa. No hay mejor manera de palpar lo que está ocurriendo alrededor. Gente que sale de misa de doce; gente que dice que va rápidamente a votar para luego tomar el vermú, que se llenan las pocas terrazas que aún hay puestas y luego no hay manera de coger un sitio; gente que dice que pasa de los políticos y que se mete en un coche con dirección a la playa o al monte, como si pasar de la política no fuese pasar directamente de todo. Vemos a gente muy mayor que es arrastrada -literalmente, en algunos casos- por sus hijos con el sobre de la papeleta en la mano. No quiero ser mal pensado, pero mucho me temo que esa papeleta está ahí, en la trémula mano del anciano, puesta por alguno de esos hijos. Poco después, una persona que trabaja en una residencia de ancianos nos cuenta que esos días, los de las elecciones, son los días que nadie falla: todos van a buscar a sus mayores, los llevan al colegio electoral y los vuelven a depositar en la residencia a la media hora. Ni siquiera, en la mayoría de los casos, comen o pasan el resto del día con ellos. Gente que no va a verlos en todo el año, ni siquiera en Navidad o vacaciones de verano o Semana Santa, esos días hacen su aparición, nunca fallan. Y eso, francamente, tenga la papeleta que llevan en la mano el color que tenga, me escama un poco. Seguimos observando. Personas que siempre han sido del Partido Popular o incluso del PSOE, lucen ahora con orgullo en sus pechos las pegatinas de FORO. Qué cosas. La vida, ya se sabe, que nunca deja de sorprenderte. Es cierto que todo tiene un aire de ya visto, una sensación un tanto cansina. Va pasando la tarde, las calles se van quedando vacías, y llegan los ecos de algunos sondeos, de algunas noticias. La peor de todas ellas, sin duda, es la muerte del gran escritor italiano Antonio Tabucchi a una edad bastante temprana, 68 años. Y después, ya pasadas las ocho de la tarde, los primeros resultados hasta llegar, a buen ritmo, a los resultados finales. Y con ellos, aquellas palabras que el poeta José Hierro escribió en su Cuaderno de Nueva York: "Después de tanto todo para nada". Pues eso.

jueves, 22 de marzo de 2012

Perros que ladran en el sótano

Perros que ladran en el sótano o los demonios interiores que todos llevamos dentro, que cada cual escoja los suyos. La historia de una familia, de una familia como cualquier otra: el padre, la madre, los dos hijos... Los secretos que se cuelan, las palabras que se callan, los gestos indebidos, las cartas que explican lo evidente, el dolor y el cansancio propiciado por el mero hecho de vivir, los misterios que aguardan cuando uno empieza a crecer y descubrir las cosas, todas las cosas, incluso las que están (estaban: la novela se desarrolla en el franquismo) prohibidas, las que no se pueden nombrar ni practicar bajo ningún concepto. La homosexualidad, por ejemplo. El descubrimiento de esa sexualidad, las maneras de llevarla a cabo, dados los tiempos y la persecución que se ejercía contra todo lo que se salía de la norma establecida, de aquellas miserables leyes creadas desde las posiciones más reaccionarias, crueles y violentas. ¿Quién hará callar a esos perros que ladran en el sótano, que no dejan de hacerlo? ¿Quién amortiguará ese sonido hasta hacerlo desaparecer por completo, sin que nada malo llegue a ocurrir? Moviéndose en el tiempo, Olga Merino nos va contando la historia de este niño, Anselmo, que, ya adulto, ante la enfermedad de su padre, va rememorando el pasado, su pasado y el de su familia: la infancia, la adolescencia, el descubrimiento del sexo y sus torpes inicios, los silenciosos y oscuros escarceos sexuales que vendrán después, los años en los que se enrola en una decadente troupe de variedades, la época de la madurez vivida junto a un padre enfermo, en un trabajo rutinario, rememorando. La furia de esos perros que nadie, pese a todo, puede hacer callar. Esos perros que no cesan de ladrar en el sótano, aunque el ritmo de los ladridos ya no sea el mismo: el tiempo, que siempre puede con todo. Dos Españas, la de entonces y la de ahora. Cambios, transformaciones, aprendizajes, miserias, lugares a los que ya no se puede ni se quiere volver... Y el recuerdo de esa madre, de esa hermana, de esa familia que ya no existe más allá de la memoria, mientras la decadencia del padre, pálida y patética sombra de lo que fue, es cada vez más evidente. Muchos personajes se mueven por la novela, cada uno con su particular historia detrás: con su miseria, con su grandeza. Víctimas, en algunos casos, del tiempo que les tocó vivir, de sus circunstancias. Personajes que no olvidan ni quieren olvidar. Nadie gana la partida, ni siquiera ese que parecía el más fuerte, el indestructible, el galán trasnochado, lo consigue. Y vuelvo a la madre y a la hermana del protagonista, dos personajes memorables: tan frágiles, tan poderosos. "Perros que ladran en el sótano", una de esas novelas en las que, detrás de su aparente sencillez, se esconden potentes historias, vidas que hielan la sangre y la sonrisa, que podríamos asegurar que están ahí, a nuestro alrededor, casi cada día, y apenas nos damos cuenta de ellas. Olga Merino ha conseguido estremecernos. Y los perros, en el sótano, que siguen ladrando. Que no dejarán de hacerlo hasta que hayamos desaparecido.

martes, 20 de marzo de 2012

Paco Valladares

Todos los que andamos alrededor de los cuarenta, año arriba año abajo, descubrimos el talento interpretativo de Paco Valladares en la televisión. Eran los tiempos en los que María Teresa Campos era la reina de las mañanas y allí estaba él, hacia el mediodía, dispuesto para el teatrillo que montaba junto a la propia Campos. Ella, mostrando siempre ese lado cómico que lleva dentro, salía airosa, pese a no ser actriz. Y él, con una facilidad asombrosa, con ese dominio del que abarca muchos terrenos de la interpretación, otorgaba a aquellos teatrillos el porte, la sabiduría y la experiencia que llevaba a sus espaldas. Un dominio absoluto del tiempo, una desenvoltura natural, una voz que, aparte de ser poderosa, servía para que cualquiera, en cualquier parte, aún sin verle, le identificase de inmediato. Alguien que sabía interpretar a los clásicos con la misma desenvoltura que otras cosas más ligeras. El público siempre le quería, hiciese lo que hiciese: pocas son las figuras que pueden decir lo mismo. Formaban, María Teresa y él, una pareja singular. Así se les asoció durante muchos años, hasta que ella, por esos caprichos de la audiencia, perdió su trono en las mañanas. Pero, aún en aquellos programas de mucha audiencia, entretenidos y dignísimos programas en los que cabía un poco de todo (Jesús Hermida, precursor de este tipo de magazines y el que cedió paso a la Campos, situó la magnífica serie americana Cheer´s a las tres y media de la tarde, algo que pocos se atreverían a programar ahora mismo, sin ir más lejos), Paco hacía más cosas: cantaba, bailaba, representaba trozos de obras famosas, recitaba... Aunque ahora nos parezca imposible, en aquellos programas que algunos tanto criticaban sin prever lo que vendría después, se recitaba poesía. Si un autor sacaba un nuevo libro, si se moría o se conmemoraba alguna fecha relacionada con la poesía o con algún poeta destacado, allí estaba Paco Valladares, con su voz honda, con su modulación perfecta, poniendo sonido a las palabras. Hace unos veinte años de todo esto. Luego, aquellos adolescentes de provincias, tuvimos la oportunidad de verle en el teatro: en los musicales y en otro tipo de obras. Paco tocó todos los géneros. Alguien dijo el otro día, tras su fallecimiento, que era un verdadero galán. Y sí: lo era. Y un buen actor, que algunas veces el galán es sólo un galán, y eso no siempre está bien considerado por la crítica. Paco era un galán y un gran actor. Creo que la última vez que lo vi sobre las tablas fue en el Jovellanos, en la obra "Inés desabrochada", de Antonio Gala, junto a esas otras dos imprescindibles de la interpretación que son Nati Mistral y Concha Velasco, tan amiga suya. ¡Vaya trío de voces! Fue Velasco la que, arropando al amigo muerto, denunció la falta de premios que tenía Paco, reclamando así el verdadero lugar que le corresponde. Sí, se ha ido sin grandes premios (como tantos otros, por otro lado), lamentablemente, pero el buen hacer, el recuerdo de su arte y de su oficio, de su presencia y de su elegancia, de su cercanía y de su buen humor, permanecerá en la memoria de los que tuvimos la oportunidad de verle en acción. El tiempo, para bien y para mal, siempre coloca las cosas en su sitio. Y el suyo, el de Paco, es un lugar bien destacado en la interpretación de este país.

lunes, 19 de marzo de 2012

Algo parecido a la felicidad

Te levantas una mañana algo más tarde de lo habitual. Eso quiere decir que has dormido un poco mejor. Las luces del reloj dicen que son las ocho y media. Lo que, para mí, es como dormir la mañana entera para los demás. Sé que ya ha amanecido porque una lámina de luz entra por las rendijas de la persiana que no cerró del todo. Parece que hay sol al otro lado de esa persiana, pero luego descubriré que se trata sólo de una falsa alarma, de un espejismo. El deseo sigue siendo más poderoso que la realidad. Mientras, ya en la cocina, preparo café y recuerdo que estuve leyendo hasta tarde el último libro de Olga Merino, "Perros que ladran en el sótano". Me interesó, inicialmente, la historia de ese homosexual durante el franquismo, la difícil relación con su padre, las fantasías de las que es cómplice con su hermana, sus aventuras en compañías de cómicos y flamencos... Y no me está defraudando, más bien al contrario. Le pongo comida y agua fresca a Francesca, echo un vistazo rápido a las noticias y vuelvo al libro mientras tomo ese primer café. Perros que ladran en el sótano y que nadie les escucha, seguramente. Pobres diablos que resistieron como pudieron. Como todos. Vivimos en esos tiempos, los de resistir. Cada día, hay que reinventarlo, sea como sea, aunque terminemos haciendo siempre las mismas cosas. Definir la crisis en 150 palabras: algo así propone el periódico. Complicada tarea. Aunque también se podría definir con una sola, ya mencionada anteriormente: resistir. No miremos hacia otro lado: ahí está la clave. Acabamos de comprar el periódico, como todos los domingos, después de recorrer los puestos del Fontán, hoy más reducidos debido a la constante amenaza de lluvias. Al final, qué remedio, hemos tenido que abrir el paraguas. Por un momento, a lo lejos, el sol compartía espacio con la lluvia, pero el arco iris no hizo su aparición por ningún lado. Dos paraguas, cinco euros, vociferaba uno de los vendedores al ver que la mayoría de los que andábamos por allí iba lo había dejado en su casa. El hombre hizo la mañana: vendió paraguas como churros. Ya sentados delante de una copa de vino, imprescindible momento que también hay que reinventar en unos locales y otros (no se puede, por mucha crisis que haya, cobrar dos euros con veinte por un vino y servir sólo un chorrito en la copa, como hacen ahora en tantos sitios), descubro que este domingo, con ese periódico que llevo comprando desde los quince años, El País, regalan "El apartamento", una de las películas que más veces he visto y cuyo final me sigue emocionando como la primera vez, incluso más. ¡Esa Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon, después de entrar en un nuevo año! Y ese final, ya juntos, Jack y Shirley, jugando a las cartas. Palabras mayores. Momentos que puede regalarte el cine o los libros o el teatro. O la vida, en momentos como éste, un domingo cualquiera, sentados delante de una copa de vino, alrededor del mediodía: Íñigo, mi madre y yo, esperando a mi padre, comentando cosas de los últimos días, del periódico y de los suplementos, descubriendo un nuevo café con aires de coctelería chill-out, donde una camarera de voz rota es amable y sonríe, pese a ser domingo también para ella y tener que trabajar todo el día. Y donde la copa de vino está servida como se debe servir, como antes de esta espantosa e interminable crisis para la que sólo tenemos esa palabra: resistir. ¿Se puede pedir más?

domingo, 18 de marzo de 2012

En una habitación cutre

La cámara juega con las sombras de la habitación, con el espejo que hay enfrente de la cama, y no enfoca claramente el rostro de una mujer de unos cuarenta años. El pelo quemado y sin arreglar, las ropas ajadas y baratas, las manos -que nunca ocultan las circunstacias de la vida, sean cuales sean: positivas o negativas circunstancias- prematuramente envejecidas. La habitación es cutre y en ella, esa mujer, por diez euros cada vez que la utiliza, ejerce la prostitución. No está, a diferencia de otras mujeres que se dedican a lo mismo y que aparecen en el reportaje, orgullosa con ese trabajo. No encuentra otra salida, pese a intentarlo con esfuerzo. Me quedé sin trabajo, susurra, y después nadie -nadie, recalca- me echó una mano. Me la imagino por esas calles de la gran ciudad, tan inhóspitas cuando los bolsillos están vacíos y la vida no sonríe demasiado, llamando a puertas que se cierran delante de sus narices casi antes de abrirse. Asegura sentirse mal realizando ese trabajo, prostituyéndose. Todo cambia cuando acaba el servicio y se da una ducha. Después de esa ducha, como si el agua borrase de un plumazo el malestar, afirma que vuelve a sentirse una señora. "La más señora de todas las putas...", canta Sabina de fondo. Una auténtica señora. Así hasta el próximo cliente. Dice que su madre es la única que la ha querido de verdad, que el resto de su familia no quiere saber nada de ella: ni siquiera saben donde vive. Aquí, como es lógico, se le rompe la voz y apenas puede seguir hablando. Y la cámara se aleja aún más de ella, respetando su dolor, ese quiebro que le traen los recuerdos, la figura de su madre. No es una vida rota. No me gusta mucho esa expresión. Todas las vidas pueden cambiar de un momento a otro, en un abrir y cerrar de ojos, y volverse vidas rotas. Es, simplemente, una vida más. Punto. Con su circunstancia terrible en estos momentos. Luego, en el espléndido reportaje, vendrán las historias de más mujeres que se dedican a la prostitución. No son jóvenes ninguna de ellas, más bien al contrario, ése es el denominador común del reportaje. Esperpénticas, colocadas, graciosas, resignadas, aburridas, artistas que no consiguieron sus propósitos y se vieron abocadas a este trabajo... De todo hay. Pero me quedo con la historia de esta chica (ninguna de las historias te deja el corazón encogido como la de ella) que recuerda a su madre, la única que de verdad la ha querido, que sale de la ducha, después de un servicio que puede inlcuir de todo lo que al cliente se le antoje, convertida en una señora. Así es como se siente y se enfrenta a lo próximo. Tal vez ahí, en esos momentos, vuelva a recordar a su madre y la lista de sueños que una vez tuvo y creyó que podían ser reales. Y todo vuelva a ser posible. Al menos, por unos instantes. Incluso que esa habitación cutre por la que paga diez euros cada vez que sube a un cliente se transforme en una habitación propia, la suya, la de esta mujer que, probablemente, no haya leído jamás a Virginia Woolf. O quizás sí. Quién sabe.

viernes, 16 de marzo de 2012

Una cena y un misterio

Cuando llegamos a la altura del portal, después de una caminata por la ciudad aún más larga de lo habitual, los operarios ya están colocando los cubos de la basura. Dos negros y uno azul para el papel. La terraza de la coctelería que hay al lado, pese a ser jueves y haber oscurecido ya, está vacía. A veces, a esas horas, hay parejas en esa terraza que llevan toda la tarde tomando cócteles: parejas extrañas que, lejos de sus calles o de sus ciudades, parecen, por sus gestos y actitudes, estar viviendo algún tipo de infidelidad o algo parecido. Un romanticismo pasajero, en todo caso, y, a ratos, gracias al alcohol, desmedido, desproporcionado. Ya en el ascensor, de refilón, como si hubiese retrocedido en el tiempo y en vez de cuarenta años tuviese diez, intento atisbar los ingredientes que Íñigo acaba de comprar en el supermercado para preparar una cena sorpresa, pero me descubre, se pone serio y dejo de hacerlo. Ya en casa, él se dirige a la cocina y yo, pese a que no es una de las tareas que me corresponden, cojo las bolsas de basura y me vuelvo a meter en el ascensor. Y de repente, cuando salgo del portal (la puerta se cierra, como siempre, detrás de mí) y me dispongo a meter las bolsas en los cubos, cada una en el suyo, lo descubro en el fondo de uno de ellos. Un bolso. Un bolso de color marrón. Parece nuevo, parece de piel. Está levantado, con las asas (de un marrón más claro que el resto) hacia arriba: no está tirado de cualquier manera. O sí lo está, y el bolso, curiosamente, se quedó así, como si lo hubiesen colocado estratégicamente, quién sabe. Alguien lo ha puesto ahí, en uno de los cubos negros, en el tiempo en el que nosotros subimos y yo, tras coger las bolsas, volví a bajar. No es mucho tiempo. El suficiente, no obstante, para hacerlo. ¿Qué hace ahí ese bolso? ¿Quién lo habrá depositado en ese cubo, el negro?, me pregunto con las bolsas de basura aún en el aire, como si me diese pena (o algo así) colocarlas encima de él. Miro hacia el bar de enfrente, como si algo dentro de mí me hiciese pensar de pronto que se trataba de una broma absurda (hay gente para todo) y alguien estuviese observando la reacción de la primera persona que lo descubriese. Nadie está mirando hacia el portal ni hacia los cubos de basura. Algunos hombres toman vino y cervezas, patatas fritas y aceitunas, pendientes -creo- de un partido de fútbol. Sí, es un partido de fútbol. Dejo la bolsa de basura en el cubo y entro, de nuevo, en el portal. En el ascensor, cosas del cine, me acuerdo de "La ventana indiscreta", en todos aquellos líos en los que se metían Grace Kelly (¿estuvo más guapa alguna vez Grace que en esta película?) y James Stewart. Y en la gran Thelma Ritter, claro: en su cara de malas pulgas y en su inmenso talento. Y vuelvo a pensar en el bolso. Quizá alguien lo haya robado y, después de coger lo que había en su interior -la cartera, el dinero, algún otro objeto valioso: un llavero, una joya, una petaca...-, lo tiró al cubo de basura. Quizá no era un buen bolso, pese a las apariencias, y el que llevó a cabo el hurto decidió que no le iban a dar ni tres euros por él. O quizá el hombre de una de esas extrañas parejas que a veces pasan la tarde en la terraza de la coctelería se lo regaló a su amante, y ella, enfadada por algo, con uno de esos arrebatos inesperados que da el abundante alcohol, se deshizo de él, del bolso, como si, al hacerlo, pudiese deshacerse también de su amante. Qué sé yo. Son tantas las posibilidades... Entro en casa y suena Ella Fitzgerald. Cojo mi copa de vino e intento contarle a Íñigo lo sucedido, pero está tan concentrado en lo que está preparando (y cuyo delicioso olor embarga ya toda la cocina) que decido dejarlo para luego. El misterio del bolso. Un misterio más, y como tantos otros, mejor que se quede así, en la imaginación...

miércoles, 14 de marzo de 2012

Iba yo a comprar tabaco

Era una mujer menuda, bajita, con el pelo muy corto y canoso, y una cara y un cuerpo extraños. Como si alguna enfermedad rara le hubiese deformado de algún modo algunas partes de su anatomía. Tenía una voz chillona, desagradable. Un tono demasiado alto. Estaba a mi lado, en el estanco, esperando la larga cola. Con una mano sostenía el móvil por el que estaba hablando y en la otra, muy cerrada, escondía algunas monedas. Podían verse a través de los dedos los destellos dorados de varias monedas de diez céntimos, el destello anaranjado de las monedas de uno y dos céntimos. Sólo hablaba con monosílabos -sí, no-, como si le diese un poco de vergüenza explayarse cómodamente delante de toda aquella gente que, silenciosa, aguárdabamos nuestro turno. Aunque habían bajado considerablemente las temperaturas, el sol entraba por la cristalera y posaba sus generosos rayos y su calor en la nuca de los que allí estábamos. La estanquera, con cara de pocos amigos, hacía un gesto cansino y repetitivo cada vez que un nuevo cliente se situaba delante de ella. Ni siquiera decía hola o adiós: ¿para qué? El convencimiento de que su negocio es de los pocos seguros en estos tiempos era casi absoluto. Y la amabilidad no está muy de moda, precisamente. Llegó mi turno, pero le cedí el paso a la mujer del móvil, que acababa de cortar la conversación que mantenía hasta entonces y de meter el teléfono en el bolso derecho de su abrigo, una o dos tallas por encima de lo necesario. Me sonrió con dulzura y, abriendo la palma de su mano, la que mantuvo cerrada hasta entonces, le preguntó a la estanquera con cara de pocos amigos que con setenta céntimos qué podía comprar. ¿Tabaco?, preguntó la otra sacando un tono de voz áspero y seco. Sí, murmuró la mujer, bajando mucho el tono, como si de pronto un ataque de vergüenza se hubiese apoderado de ella. Ningún tabaco, cortó en seco la estanquera mientras me miraba ya a mí, reclamando rapidez en mi pedido. Mientras me tendía el tabaco que le había pedido, la mujer del móvil se dio la vuelta y en medio de la gente que aguardaba a nuestras espaldas, abandonó el estanco. Nadie dijo nada más y todo siguió como hasta entonces. Salí de allí y vi a la mujer caminar unos pasos delante de mí. Su manera de andar era ágil, pese a los cortos pasos que sus pequeñas piernas le permitían dar. La luminosidad del día hacía más evidente lo raído de su abrigo rojo, la holgura de la talla por encima de lo necesario. De vez en cuando se llevaba la mano a los ojos, como si quisiese borrar de ellos una lágrima molesta e inesperada. Estuve a punto de acercarme a ella, ofrecerle un cigarrillo o dos de los que acababa de comprar, pero no me atreví a hacerlo. Me pareció, de pronto, algo inapropiado, fuera de lugar. Como si con mis palabras pudiese llegar a ofenderla o a atacar su dignidad. Y seguí caminando, buscando las gafas de sol en mi bolsa, tratando de no pensar demasiado en las cosas.

martes, 13 de marzo de 2012

La casa de Truman Capote

Era una soleada mañana de mayo. Una de esas mañanas de belleza abrumadora que, por varias razones, tan difíciles son de olvidar. Una de esas mañanas a las que te agarras con fuerza cuando el viaje se vuelve inhóspito y todas las expectativas están teñidas de negro. Acabábamos de casarnos. Y allí estábamos, en Nueva York, delante de la casa del genial escritor. Veo la foto del periódico que ilustra la noticia de la venta de su casa y me acuerdo de todo eso. Aún puedo sentir aquella magia, aquel silencio. Las teclas de la máquina del escritor -si escuchabas bien- resonando en el aire sosegado de aquella mañana luminosa. Escribiendo en la planta baja de la casa alguna de sus obras maestras, disfrutando con ello o batiéndose con alguno de sus fantasmas o consigo mismo, leves variaciones de una idéntica historia. Holly Golightly, el pequeño Truman y aquella pintoresca tía tan querida por él y que ocupa numerosas páginas de gran literatura, o aquellos míticos asesinos que convirtieron al escritor en una celebridad mundial. No hacía falta echar a volar demasiado la imaginación. Sólo tenías que sentirlo. Íñigo me hizo varias fotos en aquellas escaleras, en los alrededores de la casa. El sol calentaba las pieles y una suave brisa mecía las hojas de los árboles. Es una curiosa y vertiginosa sensación recordar momentos del pasado, esos instantes en los que, a diferencia de ahora mismo, del tiempo en que los recordamos, no sabíamos lo que vendría después. Y mientras hacía aquellas fotografías, recordaba a aquel joven que fui comprando en alguno de los saldos de Simago aquel ejemplar de "Música para camaleones" (el primer libro de Capote que leí) publicado por la editorial Bruguera. Es un ejemplar de 1984, una segunda edición, que conservo -muy manoseado, claro- como oro en paño en mi biblioteca. Con lo cual, supongo que yo tendría unos trece o catorce años cuando me hice con él. Nunca había oído hablar de aquel escritor, pero la fotografía de la contraportada me fascinó de inmediato. Es la de un ya maduro Truman, hinchado por el alcohol y las pastillas (como después lo vería en muchas otras fotografías e intervenciones televisivas), con los ojos vidriosos, un sombrero en la cabeza y un grueso anillo en uno de sus pequeños dedos. Recuerdo que cogí el libro de uno de aquellos cajones en los que colocaban los saldos en el mencionado establecimiento y me puse a leer: "Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos". Me identifiqué al instante. Aquel niño, menos en lo de los dibujos (que nunca me ha gustado ni he sabido hacerlos), era yo. Quién se iba a imaginar que muchos años más tarde yo me iba a encontrar allí, en Brooklyn, delante de aquella mítica casa amarilla. Ah, las vueltas de la vida... Pero no era un sueño, no estaba en mi imaginación. Se trataba de algo tan real como el sonido de las teclas que aquella mañana de mayo podía sentir en el aire de aquella calle tranquila, apenas transitada. Han pasado casi dos años. Y sin embargo, esta mañana, al leer la noticia de su venta y ver la foto de la casa en el periódico, las escaleras donde Íñigo me hizo numerosas fotografías, puedo volver a sentirlas. No hace falte que cierre los ojos. El sonido está ahí, permanente.

jueves, 8 de marzo de 2012

Mujeres

Me crié en un mundo lleno de mujeres. Mis abuelas, mis tías, mi prima, mi hermana. Y mi madre, claro. Y sus amigas, con las que tanto me gustaba pasar el tiempo y observarlas y reírme con su sentido del humor, con sus ocurrencias, con su fina ironía o su mala leche llegado el caso, mientras desayunábamos en los cafés cercanos o esperábamos el autobús donde venía mi hermana del colegio, siempre con ganas de llegar a casa y deshacerse de aquella pesada mochila con libros. Charlas que se convirtieron gracias al recuerdo en imágenes que, con el tiempo, se vieron reflejadas en otras imágenes en las que tú ya no eras el protagonista. Muchas veces he visto en algunas películas de Almodóvar (sin ir más lejos) reproducciones casi exactas de aquellas charlas muy parecidas a las que yo viví con aquellas mujeres. Las historias siempre se repiten, ya se sabe. Mujeres alegres, coquetas, sarcásticas, tímidas, descaradas, cantarinas, reservadas, aventureras, soñadoras, modernas o conservadoras, lectoras o no lectoras... De todo había. De todas aprendí cosas. Y todas contribuyeron, de un modo u otro, en mayor o menor medida, a hacer de mí el hombre que hoy, a mis cuarenta años, soy. Mujeres. Luego vendrían más: a través del cine, del teatro, de la literatura y de la vida real. Nunca las vi, como la mayoría de mis compañeros de aquel (espantoso) colegio de curas que por entonces no era mixto, como algo inalcanzable o irreal. Todo lo contrario. De igual a igual, con total naturalidad. Ellas comprendían mi mundo y yo el suyo. Así de fácil. Aquella vecina que acababa de separarse y, más sola que la una, me hacía confidencias delante de dos tazas de café soluble. Aún recuerdo sus lágrimas de entonces: separarse hace treinta años no era lo mismo que hacerlo ahora. Aquella otra que aún no estaba preparada para ser madre y hubo que ayudarle a poner remedio al asunto. Aquella que sus padres repudiaban porque quería estudiar y trabajar y no ser sólo la esposa de fulanito o menganito o la madre de unos hijos que no deseaba lo más mínimo (he conocido a muchas mujeres a las que les interesaba la maternidad y muchas otras, señor Gallardón, a las que no les interesaba absolutamente nada, menos que cero). Aquella otra que siempre se metía en líos gordos por culpa de algún cretino al que le daba más cuerda de la que merecía. Problemas que ahora no nos lo parecen, pero que existieron realmente, y no hace tantos años de todo ello. Y todas aquellas otras con las que me divertí y me reí y me emborraché, que son casi todas. Sin olvidar a las compañeras con las que he trabajado, no sólo en las librerías en las que lo he hecho hasta la fecha, sino en ese centro comercial donde trabajé por temporadas y ellas, mis compañeras, eran las que siempre me echaban una mano cuando llegabas a una sección por primera vez y nadie te decía cómo se hacían las cosas o donde estaba esto o lo otro. Eso unido al hecho de las famosas comisiones que cada vendedor llevaba por venta realizada, hacían de aquellos primeros días en aquel trabajo una especie de guerra en la jungla. Y no exagero un ápice. Siempre hubo una chica dispuesta a echarme una mano, aún a riesgo de perder su propia comisión en aquella venta. Son cosas que no se olvidan fácilmente. Y que las convierten de inmediato en nuevas compañeras de viaje. Otras más de las muchas que te vas encontrando por este viaje que, aunque parezca tan largo, resulta siempre cortísimo.
Mi infancia está asociada a las mujeres y a los libros más que a ninguna otra cosa. A los libros que me proporcionaban dos de esas mujeres, mi madre y mi abuela Virginia. Una de ellas, la abuela, ya no está aquí, aunque mi madre y yo, como la recordamos diariamente, siempre la tenemos muy presente en nuestras vidas. Y la otra, mi madre, viene hoy a comer con nosotros, a celebrar este día, aunque, dadas las circunstacias, no haya mucho que celebrar o, por el contrario, haya que celebrar todos los días que estamos aquí y ahora como si fueran los últimos. Vendrá luego, mi madre, y ya me dijo ayer por teléfono (no se pudo resistir) que me traerá ese libro, el nuevo de Almudena Grandes, que tantas ganas tenía de leer. Como hace treinta años, ya digo.

martes, 6 de marzo de 2012

Una mujer de hoy

A Julia le gusta decir que en unos pocos metros cuadrados cabe el mundo entero. Suficiente espacio, suele añadir, en el que puedes diferenciar a la buena gente de la menos buena, a los alegres de los amargados, a los que vienen a comprar una merluza o un cuarto de parrochas. Sí, Julia es pescadera. Acaba de cumplir los cuarenta y hace poco, después de casi veinte años trabajando para otros, consiguió su sueño: tener su propia pescadería. Le ha puesto su nombre, que también era el de su madre, fallecida dos años atrás. Ha sido un camino muy largo y difícil, de mucho trabajar y mucho ahorrar, mucho, mientras mis amigas y mis primas se iban por ahí, de fiesta y de viajes, que son muy sandungueras y tienen mucha marcha ellas, pero lo he conseguido, comenta al tiempo que esboza una gran sonrisa y limpia con garbo una de las piezas que tengo delante de los ojos. Mi madre siempre me animaba a que abriese mi propio negocio, confiaba tanto en mí... ¿La crisis? Claro que he pensado en ella, pero si no hacemos otra cosa que darle vueltas a ese asunto, no nos movemos más, que el miedo es lo que más paraliza. Como hago yo los domingos y los lunes, los días de descanso. Llego tan rendida, después de toda la semana, que casi nunca salgo de casa. Me paso las horas de la cama al sofá y del sofá a la cama, viendo la televisión, películas en el dvd, y leyendo. Me gusta mucho leer. Leo todo lo que cae en mis manos. Ahora mismo me acabo de comprar la última novela de Almudena Grandes, "El lector de Julio Verne", y ya casi voy por la mitad. Escribe muy bien esta mujer, la verdad. He leído todos sus libros, esas novelonas tan grandes que tienen muchas historias y muchos personajes dentro. Ésta es más delgadita, así que me la leeré en un abrir y cerrar de ojos, luego se la dejaré a alguna clienta, nos intercambiamos libros, ¿sabes?, son momentos de recuperar esos viejos trucos, que todo está muy caro... El último tuyo se lo he dejado a mi prima Tere, le está gustando mucho, dice que casi más que el otro, pero creo que se lo va a comprar y que quiere que se lo dediques... También leo algunas veces por las noches, cuando me acuerdo de mi madre o empiezo a hacer cuentas con la cabeza y a pensar en todo lo que me queda por pagar de este negocio, recibos y más recibos. Así me distraigo y ya no pienso más en nada de ello, ni deudas ni bancos ni leches. Y por la mañana, cuando voy a abrir la pescadería, ya veo las cosas de otra manera, con otro optimismo, con ganas renovadas. Creo que así hay que hacer las cosas, no queda otra. Son tiempos duros, todos lo sabemos, pero hay que enfrentarse a ellos. Es como el invierno: hay que pasarlo para que llegue la primavera y con ella, esos días en los que el sol entra por la puerta y la gente se anima a comprar más y a sonreír más. ¡Cómo me gustaría que viniese Almudena Grandes un día de esos por aquí! He leído en muchos de sus artículos que disfruta casi tanto haciendo la compra y cocinando como escribiendo. Seguro que tú la conoces... ¡Las conoces a todas! Por cierto, ¿qué te pongo?

sábado, 3 de marzo de 2012

En el Dickens 12

Una originalísima alfombra de vasos rotos, blancos y azules, se extiende delante de la puerta. La pisamos (una sensación extraña y agradable, como si flotásemos sobre bolsas de agua templada, sobre aquellas pequeñas bolsas donde nos metían a los peces de color naranja que comprábamos en El Fontán tantos años atrás, o algo parecido) y entramos en el local, Dickens 12. Así se llama como homenaje al célebre escritor inglés, al bicentenario de su nacimiento, y como recuerdo a uno de los cafés que el padre de su dueña, Yolanda Lobo, tenía en un Oviedo no tan lejano, unas cuantas calles más arriba. Aunque las instalaciones son las mismas, poco tiene que ver con las de aquel otro, El Tamara, donde tantas noches pasamos antes de encontrar definitivamente el amanecer (y otras cosas) en La Santa, situado justo al lado. Blancos y dorados, toques vintage, buena música: otros aires que tienen más que ver con los actuales, con las nuevas tendencias. Un ambiente muy acogedor para tomar una copa antes o después de cenar. Ésa es la primera impresión que percibimos. Yolanda nos recibe con su sonrisa de siempre, si acaso un poco nerviosa (ya dijo la gran Carmen Maura -¡cómo nos alegramos por ese premio César que recibió la semana pasada en París!- que si no te pones de los nervios la noche del estreno, mal asunto), con un cóctel, una fresa (más fresón que fresa: sabroso, en todo caso) y una bandeja repleta de chocolatinas que Gus con su amabilidad habitual nos va ofreciendo cada poco. No es mal comienzo. Yolanda tiene la capacidad de renovarse constantemente, de abrir nuevos caminos, de no quedarse atrás. La virtud de no tirar la toalla, que ya es mucha virtud en estos tiempos duros que corren. Demasiado bien lo sabemos todos. Constituye, por tanto, un añadido más a su importante labor como empresaria. Unos cuantos años ya ejerciendo esa labor. Sin ella, sin todo ese esfuerzo, trabajo y constancia, no sería posible entender con exactitud la noche de esta ciudad. Lo que fue, ay, y lo que será, seamos positivos, que no hay mal (ni crisis) que cien años dure ni cuerpo que lo aguante, por mucho aguante que tenga el cuerpo. Ahí están las ganas de esta mujer por seguir batallando. Y la ilusión. Ya digo: la toalla no se tira, ni ahora ni nunca, faltaría más. Aquí, si hay que morir, se hace con las botas puestas, la copa en la mano y la carcajada bien alta y sonora. Su familia, sus amigos, sus clientes: allí estamos todos, ilusionados con el nuevo proyecto, otra andadura que añadir a su currículum, deseando que sea el bonito arranque de un largo viaje, que falta nos hace a todos animarnos y descubrir interesantes apuestas en una ciudad en la que -lamentablemente- ya casi nadie apuesta por nada. Y vuelvo a recordar aquí todos esos lugares emblemáticos que cada día van desapareciendo, llenándonos de pena, rabia e impotencia a los que conocimos otra ciudad y otros tiempos. Pero no es día hoy para quejarse ni para hablar de penas o de tristezas. Es día de celebrar que tenemos un local nuevo. Y de dar las gracias, una vez más, a una mujer, Yolanda, que mira hacia delante, que se implica, que se resiste a darse por vencida, se pongan como se pongan los tiempos y las circunstancias. Por muchos, muchos años.

jueves, 1 de marzo de 2012

Reminiscencias

Es una noche más cálida que las de los últimos tiempos. Aún no son las once y las calles ya están prácticamente vacías. Venimos de tomarnos unos gintonics en casa de unos amigos. La gente quiere ponerse en tu situación, pero no lo consigue. La angustia que produce el hecho de estar los dos miembros de la pareja al paro y la sensación de que los días vuelan sin ningún atisbo de cambio sólo se puede sentir cuando lo estás viviendo. Es así. Estamos muertos de hambre. Con ese tipo de hambre que da el alcohol. Tres gintoncis a lo largo de la tarde (la luz que entraba furiosa por las ventanas a primera hora de la tarde se fue esfumando como si no quisiera hacerlo) tampoco son muchos, pero todos nos estamos haciendo mayores. De repente, recordamos que de camino a casa hay una pizzería que vende pizzas a tres euros si las tomas en el local, bebida aparte. No tenemos ganas de ponernos a cocinar, así que no lo dudamos y entramos. Nos sentamos al lado de la enorme cristalera y esperamos. Algunas parejas -pocas- están cenando en las mesas de al lado. Otras esperan su pedido para llevárselo a casa: si lo llevas tú, se mantiene la oferta de los tres euros. Corres el riesgo de que la pizza no llegue demasiado caliente a casa, pero te ahorras el precio de las bebidas: no es mala opción teniendo en cuenta que por dos Coca-Colas hemos pagado más que por una pizza mediana. Miramos hacia la calle, por donde pasa alguna gente de retirada, los repartidores llegan y se van en sus motos con los nuevos pedidos de pizzas y algunas personas se bajan de un taxi y entran en el ambulatorio que está situado un poco más arriba de la pizzería. Una mujer mayor, bien peinado su pelo completamente blanco, con un abrigo nuevo, que camina con lentitud y se apoya en el brazo de la que suponemos es su hija. Lleva un broche en su abrigo muy parecido a uno que tenía mi abuela, con piedrecitas de colores. Entran en el ambulatorio. Su historia se pierde por esos pasillos que conocemos bien en busca del médico de urgencias. Llega la chica con las pizzas y las coloca con una sonrisa sobre la mesa. Es alta, de generosos pechos, guapa, parece cansada pero, pese a ello, nos dedica esa sonrisa que agradecemos. Cenamos en silencio. Estamos cansados. No es un cansancio físico, es otra cosa. Tenemos el cansancio propio del que intenta hacer muchas cosas y no las termina de consiguir. Algo así. Supongo que mucha gente está en una situación parecida en estos difíciles momentos. Lo importante es que al día siguiente no decaiga el ánimo. El telón se levanta de nuevo y hay que salir a escena, sea como sea, con una sonrisa (como la de la camarera, pese al cansancio) si es posible. No hay opción para otra cosa. Por mucho que se empeñe este gobierno en lo contrario con sus absurdos planteamientos de trabajos sociales no remunerados para los parados, entre otras lindezas similares. Un retroceso constante detrás de otro el que están haciendo y todos nos quedamos tan panchos. Pero no queremos centrarnos en eso ahora, queremos comernos los trozos de la pizza (bastante rica, por cierto) y pensar que si alguien estuviese retratando desde fuera este local en el que nos encontramos podría captar la soledad o la desolación de algunos de los cuadros de Hopper aunque él no lo fuera, Hopper, ni esta ciudad fuera Nueva York. Hay algo, no obstante, que identifica el paisaje urbano, el vacío o la desolación de un instante y que va más allá de cualquier frontera, de cualquier lugar del mundo. Y nosotros, ahora, mientras cenamos, estamos atrapados en él.