miércoles, 29 de febrero de 2012

Contrastes

No es tan temprano como otros días, ni hace tanto frío como las pasadas semanas. Luce un sol que, cuando te atrapa sin rastro de sombras o corrientes de aire, calienta la piel, traspasando las gruesas ropas de abrigo. Un sol que, sin llevarte a engaños, te hace estirar la mano hasta el cuello para aflojar el nudo de la bufanda y pensar en la cercanía de la primavera. Todos tenemos ganas ya de que lleguen esos días, los de la primavera. El invierno está siendo demasiado largo e intenso. Es un día por semana, un día cualquiera, cerca de los mercadillos de flores del Fontán. Rosas, claveles, margaritas de todos los colores y mimosas, cientos de mimosas. Su olor, asociado siempre al último tramo del invierno, alcanzando ese espacio que nos separa de ellas. El amarillo de su tacto algodonoso, suavísimo, leve como un copo de nieve o una de aquellas pompas de jabón que hacíamos cuando éramos pequeños y que los niños, hoy, continúan haciendo. Las mujeres de esos puestos hablan entre ellas, se desabrochan los anoraks y se acercan a la gente que pasa y observa sus flores, tan bien colocadas, les preguntan qué flor les apetece hoy, qué flor nos apetece hoy. Nos apetecen todas, desde luego. Un ramo gigante, desmesurado. Necesitamos luz, color. Y ese olor que hace que por un momento -sólo por un momento- nadie dude de la existencia de la magia, de alguien que es capaz de crear cosas así y ponerlas a nuestro alcance. Necesitamos olores que borren ese olor tremendo (a puré, a lejía, a medicina, a jeringuilla, a viejo) de los hospitales, de donde venimos de hacer unos análisis rutinarios. Era temprano, muy temprano entonces. La niebla se iba despejando poco a poco, con dificultad. Ahí, en ese hospital construido hace décadas, en ese mamotreto tan feo y deprimente, las colas son interminables para todo, da igual a la hora que te presentes. Como siempre, hay gente eficaz que te indica las cosas, que se las indica sobre todo a la gente mayor, que siempre anda un poco perdida, un poco asustada y desvalida. Y hay, faltaría más, la típica marisabidilla que no tiene un ápice de sensibilidad con el que está allí, en el hospital, que nunca es por gusto. La historia, esa historia (como casi todas), siempre se repite. Pensamos ahora en ese chico que no sé muy bien qué iba a hacer -análisis, radiografías, un electro...- y que iba esposado. No tendría ni veinte años y allí estaba, alto, guapo, con un futuro por delante y escoltado por dos guardias civiles fornidos y con cara de pocos amigos. Ah, los destinos... En esa pareja de mujeres, hermanas probablemente, que parecían sacadas de "Grey gardens", aquella película donde una madre y una hija (Jessica Lange y Drew Barrymore, soberbias ambas, dando vida a dos personajes reales), primas lejanas de Jackie Kennedy, que vivían en el abandono, la miseria, el síndrome de Diógenes y la decadencia más absoluta, añorando aquel pasado dorado, su improbable regreso a él. Esos dos mujeres, con sus arañados abrigos de piel, sus pañuelos al cuello llenos de pelos de gatos (gatos que quizá ya no vivan en su casa), sus cabellos sucios y despeinados, sin medias ni nada que se le parezca, con los zapatos y los bolsos tan viejos como ellas mismas, que se sentaron a nuestro lado, a esperar. Ese olor a colonia rancia que no podía ocultar el olor de sus cuerpos, el olor de sus camisones (ese olor que ya nunca podrán quitar de sus ropas, de sus pieles), el salvaje zarpazo del tiempo. Todos esos olores están borrados ahora por el olor de estas flores, las de estos mercadillos del Fontán, esta mañana, una mañana como cualquier otra, donde la luz y ese cielo azul, completamente despejado, hacen que pensemos que aún está muy lejos lo verdadermente malo (en todos los sentidos, en cualquier sentido) que esté por venir, aunque a veces lo presintamos tan cerca, justo al lado, ofreciéndonos su pegajoso aliento.

martes, 28 de febrero de 2012

"Shame": desde el filo

Sí, en el filo. Ahí se encuentran los dos hermanos de "Shame". Ella, muy vulnerable, busca desesperadamente el amor. Él, no. Él intenta huir del vacío existencial, de los miedos, de lo raro que es vivir, que diría Carmen Martín Gaite, a través del sexo, en directo, en esas malas calles de Nueva York que pueden ser las malas calles de cualquier ciudad del mundo, de día o de noche, qué más da, o por los múltiples y diferentes contactos que puede proporcionar Internet, ese lugar donde todo está al alcance de una mano y una tecla, como sea. Huye del amor, de las más mínima posibilidad de amar o ser amado. Y vuelve a escabullirse gracias al sexo de eso a lo que intentó, sin éxito, darle una oportunidad, por insiginificante que pareciese: el amor, las relaciones que van más allá de un encuentro sexual rápido, de un polvo fugaz, de una helada masturbación mientras al otro lado del ordenador una chica que parece una muñeca asiliconada con voz de robot lascivo activa la libido con la misma facilidad con la que se apodera de los números de la VISA para cobrar por su servicio y dar paso al siguiente solitario o aburrido o desesperado que la está esperando. A veces, esas búsquedas a través del sexo, acarrean peligros, problemas, encrucijadas. No importa. Supone que así su situación es menos patética que la de su hermana, entregándose a cualquier cretino que le dice que la quiere para dejar de decírselo al minuto siguiente. Ella, con la voz y la presencia de Carey Mulligan, se mueve entre el dolor y las heridas del pasado, intenta buscar -a ratos y con dificultad- su sitio pese a todo, a todos los desmoronamientos y frustraciones. Pocas veces una actriz ha mostrado una fragilidad tan hermosa y estremecedora como la que Carey muestra en esta película. Su interpretación, casi en un susurro, del mítico "New York, New York" hace daño, perturba, arrebata, merece todos los premios habidos y por haber. La frialdad de su hermano, interpretada por un Michael Fassbender impresionante (que también se merece casi todos los premios, pese a que la Academia de Hollywood les haya ninguneado a los dos de un modo intolerable), contrastando poderosamente con esa fragilidad, no se queda atrás. Su mirada corta con la precisión con la que toma algunas de las decisiones que lo conducirán al tramo más espinoso del camino. A ese tramo del que, a pesar de los pesares, quizá haya retorno. "A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto que hay que alcanzar", dijo Franz Kafka. Cada cual, tras ver la película, dirá. Tampoco estoy muy seguro a estas alturas de que ése sea el punto que haya que alcanzar, pero quién soy yo para llevar la contraria a Kafka.
No es una película fácil de ver ni de digerir, ni tampoco es apta para todas las mentes. De hecho, cuando nosotros la vimos, una señora se pasó toda la película diciendo "qué asco, qué asco", a excepción de esos momentos en los que el descomunal miembro de su protagonista inundaba la pantalla en todo su esplendor. Así están las cosas por estos cines. Pero me quedo en la película, en esa atmósfera fría y triste y un tanto desoladora, reconociendo a un personaje y al otro, poniéndome en su piel, huyendo de cualquier juicio que no sea el de calificar a esta película, "Shame", como una película extraordinaria.

viernes, 24 de febrero de 2012

El afilador

Una de estas mañanas de sábado, trajinando por la cocina de mi madre, escuché ese sonido de flauta o de armónica que utilizan los afiladores cuando anuncian su llegada a las calles. Bajé el volumen de la radio, dejé lo que estaba haciendo (picando ajo, cebolla, patatas y pimiento verde) y desvié la vista hacia la calle. Evidentemente, allí estaba, con su boina negra y una especie de mono azul oscuro, en la acera de enfrente, aprovechando los tímidos rayos de sol -cielo despejado, mañana luminosa pero muy fría- que se acodaban en aquella esquina. No era un hombre mayor, pese a que su trabajo parece siempre asociado a otras épocas, las de mi infancia y adolescencia, sin ir más lejos. Entonces, en aquella época, treinta años atrás, jamás fallaba: una vez a la semana, normalmente los sábados, pasaba por allí delante ofreciendo sus servicios. Aquel afilador de entonces parecía tener bastantes más años que éste, aunque ya se sabe que cuando uno tiene diez o doce años todo el mundo parece muy mayor, mucho más de lo que en realidad es. Recuerdo a las mujeres agolpadas delante de él -quejándose, protestando- con sus cuchillos preferidos o con aquellas tijeras que ya no cortaban como al principio, cuando las habían comprado de oferta en la ferretería o en aquel economato al que iban para realizar la compra más importante del mes. Las ofertas ya se sabe lo que tienen, decía alguna... Hablaban entre ellas, claro: eran vecinas o familia y aprovechaban aquel momento, mientras el hombre afilaba sus utensilios de cocina y seguía vociferando para que todo el mundo se enterase de su presencia en aquella calle (¡afiladooooooor!), para ponerse al día de los últimos acontecimientos, de algún cotilleo, de los programas de la tele (en aquellas lejanas mañanas de sábado, "Gente Joven", que tan innovador parece recordándolo ahora, hacía furor), de lo que fuera. Otros tiempos. Hacía mucho que no veía a uno de estos hombres por Oviedo. Quizá la última vez, dos o tres años atrás, fue en las calles de los alrededores de la librería Trabe, donde pasé tres años, también en alguna luminosa mañana de sábado. Eran tristes aquellas mañanas. Apenas entraba nadie en la librería (su ubicación no era la más recomendable, más aún en los tiempos de crisis en los que ya estábamos inmersos) y aquel sonido, el de la flauta o la armónica del afilador y su grito posterior, me ponían algo melancólico. Me transportaban a otras épocas que ya no existen, que sólo conservamos en la memoria y que recordamos con un sabor agridulce. A la inocencia de aquellos tiempos en los que todo parecía posible, a aquellos pensamientos e ilusiones que nada tenían que ver con lo que finalmente la vida tenía previsto para cada uno de nosotros. Lo que éramos y soñábamos y en lo que nos hemos convertido: cada cual puede hablar por sí mismo y analizar los correspondientes ejemplos. El hecho de que apenas entrase gente en aquella librería (pese al amor y las ganas que todos pusimos en ello) e hiciese que se fuese barruntando el final de la misma, contribuían sin duda a aquella melancolía. El afilador, con su bicicleta y su poderoso grito (¡afiladooooooor!), recorría las calles varias veces hasta que su sonido se iba difuminando, casi hasta perderse en la lejanía. Ya no tenía el público de entonces y por eso daba vueltas y más vueltas alrededor de aquellas calles. Lo mismo que este otro afilador que la otra mañana estaba delante de la casa de mis padres, aprovechando los tímidos rayos de sol que no conseguían hacer olvidar lo crudo de este invierno interminable. Acaso un jubilado que le daba más conversación que trabajo o una peluquera que, aburrida y con ganas de cháchara, hacía tiempo hasta que entrase alguna clienta sin hora o alguna otra que se había retrasado con la suya. Subí el volumen de la radio, regresé al presente y escuché la voz de mi madre recordándome que el aceite de la sartén ya estaba caliente y que en el salón todos decían tener mucha hambre. El afilador ya no estaba en la esquina de enfrente. Y aquellos tímidos rayos de sol que alegraban un poco la mañana de febrero, tampoco.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Carnaval

En estos tiempos difíciles y extraños, de recortes e incertidumbres, lo mejor es refugiarse en las cosas pequeñas. No es un tópico. Es un hecho más que evidente. Son las únicas que salvan, aunque sea momentáneamente, de lo complicado que tenemos frente a nosotros, del tiempo que imaginamos que vendrá. La otra tarde, sin ir más lejos, haciendo una merienda para celebrar el carnaval, con chocolate y frixuelos incluidos. En casa de mis padres, por desgracia, no hay niños y de los mayores, mi hermana, como siempre, es la única que siempre quiere disfrazarse, pero dado el éxito de su iniciativa nunca hay disfraz para ella. Creo que un día se va a desquitar y se va a pasar un mes entero disfrazada por todos los disfraces que no pudo ponerse durante estos años. El caso es que allí estábamos, sin disfraz, pero en la cocina de la casa de mis padres, preparando la merienda. Esa cocina donde, tanto mi hermana como yo, tantas tardes pasamos: merendando, discutiendo, riéndonos, haciendo los deberes, recibiendo a amigos, hablando con mi madre de nuestras cosas cuando volvíamos de madrugada y ella siempre se levantaba a ver qué tal nos había ido, si habíamos visto a aquel chico que nos gustaba o si la noche no nos había sido demasiado propicia. Sólo con ver nuestra cara o sentir nuestros pasos antes de abrir la puerta, ya sabía la respuesta. Ah, las madres... Removiendo la pasta para los frixuelos, pensaba en todo esto. Deshaciendo el chocolate, también. Cuarenta años ya van siendo unos cuantos años y hay lugar para toda clase de recuerdos. Con el tiempo, se van dulcificando los amargos (bastante trabajo cuesta con algunos de ellos, no lo vamos a negar) y los otros, los mejores, fueron los que ayudaron a llegar hasta aquí. Hay, pese a todo, pese a todas estas circunstancias que nos rodean, que ser positivos. O intentarlo al menos. Me preguntaba hace poco el estupendo periodista Alberto Piquero para el suplemento cultural de El Comercio que de dónde provenía esta fuerza para, pese a algunas cosas y situaciones, encarar la vida con ese sentido positivo. De una depresión que sufrí durante dos años interminables, le contesté. Ay, suspiró. De la cama al sofá y del sofá a la cama: sólo tenía fuerzas para realizar esos viajes. Y cuando salí de aquello, me dije que nunca más. O que haría todo lo posible, todo, lo que fuera, para no volver a verme en una situación así de lamentable. Y ahí sigo. Creo, sin ánimo de parecer inocente o ingenuo, que en esas cosas pequeñas está la clave. Una charla con amigos, una tarde de cine, un paseo con tu pareja, una merienda con la familia. Son sólo algunos ejemplos. Dejémonos de tonterías, de intentar alcanzar lo imposible (lo bueno que tienen los años es eso: que los pies ya van estando más en la tierra y no intentas alcanzar lo imposible, ni siquiera, si me apuras, lo que parece posible). No me puedo imaginar una tarde más feliz que ésta de la que hablo. Mi madre y yo en la cocina, preparando los frixuelos y el chocolate, celebrando el carnaval a nuestra manera. Y el resto de la familia, en el salón, disfrutando del delicioso olor que llegaba hasta allí, contando los minutos para degustar la merienda. Y mi hermana, claro, de un lado a otro, intentando convencer a algún incauto para ir a comprar algún disfraz de última hora y salir este sábado a las calles vestida de china, de india, de pirata o de payasa, que lo mismo le da.

martes, 21 de febrero de 2012

Los lunes al sol

Están ahí, como nosotros, alrededor de los cuarenta años, unos cuantos chicos y chicas, al sol. Sí, han subido un poco las temperaturas, luce el sol y es lunes, curiosamente, pero podría ser martes o miércoles o jueves o sábado. Lo mismo da. Todos ahí, al sol. Todos los días, para los parados, son el mismo día. Unos están sentados en los bancos de ese parque, leyendo o charlando; otros hacen ejercicio; algunos -como nosotros- caminando a buen paso. Todos, cada uno a su manera, disfrutando de esa tregua que nos brinda hoy el tiempo, sobrellevando la espantosa situación del paro, tratando de dejar la mente en blanco al menos por un rato. Todos mezclados con los mayores, los jubilados, también al sol. También sentados en los bancos o caminando (a menor paso), charlando unos con otros o dejando que el sol caliente un poco sus huesos, sus manos completamente deformadas por el reuma. Vaya cuadro. Uno de tantos. Uno más. Cinco millones de parados. Aquí están -estamos- algunos de ellos. Es lo que hay. Y hay que afrontarlo de la mejor manera posible. No siempre se consigue. Son muchos frentes abiertos. Muchas cosas en las que pensar. ¿Qué pasará después? Mejor no incurrir demasiado en ello, ya digo. No es una película. No es un mal sueño. Es la realidad pura y dura. Pero mejor no enturbiarla hoy con todos esos dolores de cabeza, quebraderos que es imposible aniquilar. Mejor disfrutar del sol, de este sol que llegó hoy, lunes, inesperadamente, después de un domingo de lo más invernal: domingo de frío, lluvias y aguanieve. Caminar en silencio. No pensar tampoco en esas palabras que nos dijo nuestro casero sobre la posiblidad que le sugerimos de bajarnos un poco el alquiler mientras los dos estuviésemos en esta situación. Sólo mientras tanto. Dijo: la dueña de la casa es una mujer que vive en La Moraleja y lo hace ajena a todo lo que está cayendo. Tal cual. Viva la solidaridad, el ponerse en la piel del otro. Bastante es, añadió, que no os suba el recibo. Palabras literales. Y a callar. O a marcharse. Pero miras los anuncios y todos los alquileres se desbordan. Parece que la gente haya perdido el norte. ¿Hacia dónde vamos? Ya no lo sé. Mandas currículums que te imaginas que acabarán en la papelera más cercana, llamas a puertas que te cierran directamente en la cara o a otras que ni siquiera se molestan en abrir. Así las cosas. Y sigues caminando, cada día, por ese parque, el de Invierno, o por cualquier otro, recorriendo la ciudad a buen paso, resistiendo. Inventando planes y risas para que esa persona que está a tu lado tampoco se derrumbe. Resistiendo. Sí, creo que ésa, más que nunca, es la palabra. Como aquella canción del Dúo Dinámico, ya asociada para siempre con el final de esa película de Almodóvar, una de las mejores, "Átame!" (pocas veces estuvo más guapa Victoria Abril: radiante la otra noche, por cierto, en la gala de los Goya, qué triste también que no le ofrezcan más papeles a la altura de su inmenso talento). No queda otra. Y en eso piensas para no pensar en nada, para dejar que el sol de este lunes o martes o miércoles o jueves, qué más da, te caliente un poco los huesos como los de esos jubilados que cuentan los días, conscientes de que para ellos un nuevo día es más un victoria que cualquier otra cosa.

sábado, 18 de febrero de 2012

Los otros son más felices

Dos mundos. El de la gente con dinero y el de la gente con menos posibilidades, la cosmopolita y la gente del pueblo (en el propio pueblo manchego o en la capital, Madrid), los padres y los familiares catalanes: "los Soley", "los primos catalanes". Y en medio, ella, la joven protagonista de esta novela, "Los otros son más felices", la cuarta de Laura Freixas. La joven, Áurea, de catorce años, ya en Cataluña, que es al lugar al que se traslada (como allí se trasladaba también Andrea, la protagonista de la novela de Carmen Laforet, "Nada"), va descubriendo otras voces, otros ámbitos (no cito en vano la novela de Truman Capote -otro clásico, al igual que la de Laforet-, también de iniciación) que marcarán su vida, un mundo alejado del suyo, de los suyos, y por el que siente una especie de admiración y de respeto en todo momento. Ese contraste -contraste de gentes, colores, olores, sabores y paisajes- es un hilo silencioso e importantísimo que recorre la novela, que le da sentido, como ese otro hilo le da sentido a la cometa o el plano se lo otorga al edifico antes de ser construido. Hay un gran trasfondo ahí detrás, siguiendo ese hilo, rememorando. Dos Españas (y no me refiero ahora a cuestiones políticas, o no sólo a ellas) que chocan, que chirrian a ratos, que conforman un mundo que era así, como se plantea, y que sirve para que la protagonista vaya descubriendo las cosas como son o como eran, quién sabe. También, hay que decirlo, dos Españas que avanzan juntas, y no siempre -o no del todo- cada una por su lado (la evolución del personaje de la madre de la protagonista, obligada a adaptarse a algunas circunstancias para las que no fue educada -una separación, por ejemplo-, puede explicar bien esto). Y con ello, con esas dos Españas (¿aún vigentes? quizá sí, aunque de otro modo: o eso queremos imaginar, pese a los tiempos), dos tipos de hombres y de mujeres cuyo recuerdo está aún muy presente en los que vivimos épocas parecidas en la infancia o la juventud, años arriba o abajo, aquí o allá. El mundo de los descubrimientos, de aquellas cosas que los mayores decían en voz alta y aquellas otras que se silenciaban, se susurraban o se insinuaban más o menos veladamente. Los años de formación. Las historias y los secretos que se descubren, que se van descubriendo, con el transcurrir del tiempo. Y los recuerdos -reales o inicialmente edulcorados, suavemente deformados por los años, como corresponde- que, con el paso de ese tiempo, los van arropando. Los recuerdos que tejen esa tela que explica a la perfección lo que fuimos y en lo que nos hemos ido convirtiendo hasta el día de hoy. Ahí es nada.
Aunque de otra manera, ya había tocado Freixas este tema (los familiares de una y otra provincia, ese contraste) en la que, junto a esta que ahora nos ocupa, considero su mejor narración hasta la fecha, "Adolescencia en Barcelona hacia 1970", una especie de memoria personal que adquiría la dimensión de un retrato generacional. La fascinación por observar esas cosas que ocurren más allá de tu cuarto o del círculo cerrado que lo conforma y la galería de personajes que te vas encontrando en ese viaje. Ése, el de los personajes, es otro de los logros de esta narración: su variedad y en ella, de nuevo, el contraste. Ese contraste tan bien explicado, como antes mencioné, en el personaje de la madre de la protagonista: tan llena de contradicciones, tan humana por eso precisamente. Y en cómo, al ir asumiendo esas contradicciones, se va convirtiendo en alguien más cercano para su hija. Pero hay más -sobre todo femeninos-, muchos más, y cada uno a su manera va explicando y dando sentido a la propia vida de la protagonista, Áurea, a la mujer en la que se ha ido convirtiendo. Esa vida que ahora, junto a Claire, su interlocutora silenciosa, rememora. Hilos que, como siempre, van tirando de otros hilos -de la adolescencia a la edad adulta- y que demuestran que eso de que los otros son más felices no es siempre más que una apariencia y un bonito título.
No sé si es la mejor novela publicada el año pasado en este país, pero sí sé que es una de ellas.






miércoles, 15 de febrero de 2012

Las cosas de la vida

La chica me recordó a ese personaje que aparece en varias obras de Marguerite Duras y que ella denomina la loca, la mendiga, la que perdió los papeles por amor, la que se queda a las puertas de las grandes mansiones, la que grita por las noches, la que observa. Estaba a nuestro lado, esperando a que el semáforo cambiara de color para cruzar de acera. Una tarde revuelta en la que lo mismo salían dos rayos de sol que se encapotaba el cielo y comenzaba a nevar tímidamente o a llover con furia. Cargaba con una bolsa enorme que parecía bastante pesada e iba desaliñada, las ropas viejas, muy viejas, y usadas, grandes zuecos como esos que llevan las enfermeras o la gente que tiene que pasar muchas horas de pie en sus trabajos, y debajo de ellos, de aquellos zuecos sucios y amarronados, unos calcetines llenos de bolas, completamente desgastados, caídos, sin goma alguna que los sujetase a la altura del tobillo. Estaba absorta en sus pensamientos. Por eso aunque la mirases, siempre con disimulo, no parecía que se diese mucha cuenta. Tenía un aire a Clara Sanchís, la actriz, la hija de esa otra importante actriz, Magüi Mira. Pero no era ella, Clara Sanchís, porque había leído semanas atrás que la actriz estaba en Madrid, cosechando un gran éxito con "Agosto", esa estupenda obra de teatro que descubrimos hace casi tres años en Buenos Aires con Norma Aleandro en el papel que ahora hace aquí Amparo Baró (la vi varias veces en teatro: siempre deslumbrante: por su genio, por su naturalidad, por la capacidad que tiene para apoderarse de cada personaje, de hacerlo suyo, al lado de las hermanas Gutiérrez Caba, de María Fernanda D´Ocón, o de quien fuese). Siempre que veo a alguien así, perdida, desorientada, caminando por las calles con sus pertenencias en una pesada bolsa, con la mirada triste y el aspecto de quien no espera ya demasiado de la vida, me pregunto los motivos que la habrán llevado a esa situación. Casi siempre son los mismos (creo): desarraigo, desamor, falta de oportunidades y de entendimiento con sus familias... Y ausencia de dinero, claro, por las razones que sean. Hoy no hace falta mucho para llegar a una situación así. Hace pocos días, en una de las calles del centro, me encontré con un chico más o menos de mi edad con el que años atrás coincidía muchas noches en los locales de moda de esta ciudad: estaba en el suelo, delante de una pastelería, muy avejentado (entonces resultaba atractivo: los ojos verdes, el pelo negro, la actitud de quien, rodeado de amigos, se lo estaba pasando bien y de quien pensaba que aquello no iba a tener fin), con un cartel a sus pies, pidiendo unas monedas, algo para comer. Por un momento, nuestras miradas se encontraron (me imagino que me habría reconocido de igual modo que yo a él) y sentí el vértigo de quien sabe que allí, donde ahora estaba sentado, en el suelo de una céntrica calle de una ciudad que cada día cierra dos o tres negocios, podemos -a este paso- estar en cualquier momento cualquiera de nosotros, más pronto que tarde viendo todo lo visto, escuchando las noticias, leyendo los periódicos, imaginando el panorma más cercano. Seguimos caminando y ella, la chica que se parecía a Clara Sanchís pero que no era Clara Sanchís, se quedó atrás, ensimismada, pensativa, moviendo lentamente los pies (pies pequeños dentro de zuecos grandes) como el que no tiene prisa por llegar a ninguna parte, como el que sabe que lo mismo le dan las doce de la mañana que las ocho de la tarde, como el que ya ha traspasado la línea y no tiene demasiado en lo que creer.

martes, 14 de febrero de 2012

Sobre el amor o algo parecido

La luz de la tarde es una luz dura. Aunque ya oscurece más tarde, media hora más tarde ya que hace un mes, esa luz, a causa de la nieve y el aguanieve y esa ola de frío siberiano que no termina de irse, no pierde esa dureza. Los dos hombres salen del café donde, aparte de tomarse un café descafeinado con sacarina y dos tostadas con mermelada y mantequilla, han estado leyendo el periódico del domingo, los suplementos que vienen en su interior. Son difíciles las tardes de los domingos, todo el mundo lo sabe. Los fantasmas, sean cuales sean, siempre hacen su aparición. Y es mejor no encontrarse con ellos cara a cara. La tranquilidad de ese café, la luz tenue, la música (jazz) suave y el ambiente agradable, hacen más llevaderas esas horas, casi las últimas del domingo. Un domingo como todos los demás domingos. Los dos hombres acaban de jubilarse. Son pareja desde hace algo más de treinta años. Treinta y uno, para ser exactos. Algunas personas conocemos su relación; otras, la mayoría, no, aunque la intuyan. Vivieron unos tiempos en los que las cosas no eran tan sencillas como ahora. Tomar una copa en un bar de ambiente suponía muchas veces pasar la noche en el cuartelillo. Siempre nos recuerdan esas palabras. Y supongo que hacen bien en hacerlo. Sin embargo, pese a llevar más o menos en silencio esa relación, están pensando en casarse. Bueno, ya casi está decidido. Uno de ellos, el mayor (apenas los separan unos meses), no tiene ninguna relación con su familia. Fue así desde que descubrieron su homosexualidad. De hecho, no sabe si viven o si están todos muertos. Él dice que eso ya es agua pasada, que todo está olvidado, pero las huellas de ciertas heridas no son tan fáciles de borrar, por mucho que algunas palabras y los gestos de indeferencia o de restarle importancia a las cosas hagan su papel. El otro, seis meses menor, tiene un hermano y una cuñada y unos sobrinos con los que suelen comer una o dos veces al mes. Todos ellos están encantados con la posibilidad de la boda (aún no se lo han confirmado). Les acompañarán, claro. Todos ellos y algunos de los amigos -pocos- que les van quedando, algunos de sus amigos más jóvenes. Después de los años ochenta, perdieron numerosos amigos. Ah, esa maldita enfermedad. Ellos se libraron. Las sucesivas pruebas así lo confirmaron. A veces, recuerdan a esos amigos y se entristecen. Gente joven, en el mejor momento de sus vidas, derrumbada por una enfermedad tremenda, devastadora. Con los años, dicen, todas las cosas te emocionan de una manera especial. El recuerdo de una charla con uno de esos amigos desaparecidos, el recuerdo de una tarde o de unas copas de vino compartidas. Ésas son las cosas verdaderamente importantes, las que merecen la pena. Lo demás, sólo es accesorio. Sobrevivir a un domingo, hacerlo de la mejor manera posible. Leyendo el periódico y los suplementos y tomando una especie de merienda-cena. Les veo salir del café. No se abrazan ni caminan de la mano, como hacían algunas parejas similares en edad que conocimos cuando estuvimos en Nueva York y San Francisco. Hombres y mujeres que lucharon por sus derechos, que se manifestaron, que se enfrentaron a la policía. Estos otros hombres (que hicieron las cosas a su manera: como supieron, como pudieron), van uno al lado del otro, en silencio o diciendo alguna palabra susurrada mientras señalan alguna cosa a lo lejos. El mar, las escasas gaviotas que lo sobrevuelan, la luz dura de este atardecer que va desapareciendo porque la noche se está echando encima y con ella, con la noche, esos copos de nieve tan frágiles, tan ligeros, que apenas dejan rastro en nuestros abrigos oscuros, en esos paraguas que decidimos no abrir para que no nos impidan ver la magia del momento, de este momento.

lunes, 13 de febrero de 2012

Los 80 siguen siendo nuestros

Es domingo y me levanto con la triste noticia de la muerte de Whitney Houston. Afuera, sigue haciendo mucho frío. Preparo café y me entero de algunos detalles: la bañera, la habitación de hotel, sus recientes rehabilitaciones, los preparativos para su eterno regreso a los escenarios... Dos noches atrás, la del viernes, en casa de unos amigos, después de la cena (exquisita, por cierto), con un gin-tonic ya en las manos, hablábamos, precisamente, de eso, de los mitos americanos de los años ochenta, de las series innovadoras de las que pudimos disfrutar ("Cheers", "Fama", "Dinastía", "Enredo", "Las calles de San Francisco", "Las chicas de oro"...), de las películas, de los cantantes, de los grupos musicales, de los vídeos (¿qué persona de las hoy ronda los cuarenta, año arriba o abajo, no recuerda la conmoción y la fascinación que supuso ver por primera vez "Thriller", el vídeo de Michael Jackson?), de las divas... No nos acordamos de Whitney esa noche, aunque ella estaba, sin duda alguna, en aquella larga lista. Era, por méritos propios, una auténtica diva (también, según cuentan, con sus caprichos como tal). Sus primeras canciones, aquella voz poderosísima, la rotunda belleza, el futuro más que prometedor. El ascenso y el posterior y salvaje declive: alcohol, drogas, intentos de rehabilitación, la pérdida de la voz, las constantes peleas y enfrentamientos con su marido, la extrema delgadez, los excesos, las revistas y los vídeos donde la pillaban demacrada, a un tris (parecía) de ese desenlace que tuvo lugar la otra noche... Tantas y tantas cosas que intentaban arruinar la vida de una chica que parecía tenerlo todo a raudales: talento, belleza, dinero, seguidores, éxito... Todo eso que, unido a su voz, ya la han convertido en lo que es, un mito. Un mito que nació en los ochenta y que se murió una noche de febrero, sola, en la bañera de la habitación de un hotel, sin que aún sepamos las causas aunque podamos imaginarlas. La historia no es nueva (ahí están el recuerdo y la leyenda de Jim Morrison, de Janis Joplin, de Amy...), pero ello no le resta un ápice de interés. La fragilidad y la fortaleza de una mujer que empezó a cantar cuando apenas era una adolescente, que estuvo arropada por su madre, Cissy Houston, también cantante, por su prima Dionne Warwick, por la gran Aretha Franklin, que la amadrinó. Todo eso que nos fascinó desde que compramos su primer disco, desde que la vimos en sus primeras apariciones televisivas, en sus vídeos musicales, en sus películas. Sobre todo, en aquella tontería que tuvo tanto éxito, "El guardaespaldas", donde lo único destacable eran su presencia y sus canciones y aquel Kevin Costner en sus últimos coletazos atractivos (pocas veces se ha visto un declive artístico tan tremendo como el de Costner: de ser el heredero de Gary Cooper, según proclamaban todas las revistas y críticos especializados, a películas de serie Z que no se estrenan más que en dvd y eso con suerte). Éramos jóvenes, muy jóvenes, entonces, pero ya empezábamos a distinguir lo que nos gustaba de lo que no nos gustaba tanto. Todo aquel esplendor que venía del otro lado del Atlántico y que contrastaba poderosamente con aquel blanco y negro que había por aquí y que sólo unos pocos -desde estas tierras- nos ayudaban a dejarlo atrás (Almodóvar, Alaska, Tino Casal...). Ah, los años ochenta. Cuántos cambios. Cuántos intentos de renovar las cosas. Momentos fascinantes, momentos donde la leyenda supera a la realidad y momentos llenos de estremecimiento. Aquellos primeros casos de sida que se extendieron como la pólvora y que cambiaron de un modo rotundo las cosas. Tantas gentes, famosas o conocidas o cercanas a nosotros, que se fueron quedando por el camino. Y tantos mitos traspasados por la fatalidad que, para nosotros, siguen estando ahí, en lo más alto. Donde nosotros habíamos puesto los sueños y aquellas ganas de comernos el mundo que, a ratos, seguimos haciendo propias.

jueves, 9 de febrero de 2012

Bajo el agua

Estoy bajo el agua y los latidos de mi corazón producen círculos en la superficie. La frase no es mía, sino de Milan Kundera. Estoy bajo el agua y pienso en ella, en esa frase. Voy de un lado a otro de la piscina, moviendo con fuerza los brazos. Aún es temprano y la piscina está prácticamente vacía. La nieve cae lentamente al otro lado de las enormes cristaleras y luego, de repente, mientras mi cuerpo aún está bajo el agua, esa nieve se transforma en lluvia furiosa que golpea el cristal. Es una sensación extraña y placentera: la nieve, la lluvia, la piscina casi vacía, las palabras del escritor checo, el silencio... Siempre que estoy aquí, en la piscina, recuerdo a las protagonistas de las obras de Soledad Puértolas, casi todas expertas nadadoras, como la propia escritora. La protagonista sin nombre de "Una vida inesperada" (una de sus obras mayores), que también iba a la piscina para relajarse y olvidar las largas esperas que nunca sabes qué sentido tienen ni a qué te conducirán. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí, por esta piscina cubierta. Hubo un tiempo lejano en que lo hacía, recorrer el largo camino que separaba la casa de mis padres de estas piscinas y venir casi todas las mañanas, pero prefiero no recordarlo demasiado. La vida se va componiendo de diferentes tramos, altos y bajos, luminosos y oscuros, espinosos y menos espinosos. Para qué recordar los peores, no encuentro la necesidad. Lo que hay que hacer es avanzar, tirar de frente, sobrellevar la espera, porque la vida no es más que eso: una continua espera. Ahora, pese a las trabas que te va poniendo la vida, ya no estoy en aquel tiempo. Hace tiempo que dejé de estarlo, aquellas sombras que acechaban. (¿Qué vida no tiene sombras que la acechan?). Nunca pienso demasiado en él, en ellas, ni en los motivos que las provocaron. Estoy aquí, bajo el agua, pensando en otras cosas: en la frase de Kundera, en las palabras de la doctora Rozas. La doctora -la tercera consulta que visitamos en menos de un mes-, especialista en párpados, nos dijo que lo del ojo era un tumor benigno (nunca me gustó tanto escuchar el sonido de una palabra, aunque sea tan fea como esa, benigno, que hasta ahora siempre iba asociada al nombre del profesor que tuvimos en segundo de EGB, un tirano que nos ponía la cara fina a tortazos cuando no entendíamos alguna de sus nefastas explicaciones), que había que pasar por quirófano para quitarlo, ponerle puntos, volver a los pocos días a quitarlos, no asustarse demasiado porque esa parte de la cara, la izquierda, se me pondría completamente morada durante unos días. La doctora Rozas es joven, atenta, directa, agradable, y ofrece lo fundamental en estos casos, seguridad. No todo el mundo lo hace cuando te pones en sus manos. Hay médicos (¿quién no se encontró con alguno así?) que te ofrecen todo lo contrario, inseguridad y ganas de echar a correr de la consulta y olvidarte para siempre de tu problema, sea el que sea. No es el caso de esta doctora, la que me ha tocado en suerte, la que me operará el ojo dentro de un par de meses, cuando llegue mi turno. Estoy en una larga lista de espera. Pero ahora quiero olvidarme de todo eso (médicos, tumores, salas de espera, consultas, análisis, quirófanos...). Y quiero seguir aquí, bajo el agua, los latidos de mi corazón produciendo círculos en la superficie, esperando. Más que eso: tratando ya de no pensar en nada, dejar que el agua me relaje por completo, poner la mente en blanco, observar esos círculos que mi corazón produce en la superficie, olvidar los temblores y habitar en este silencio que sé que muy pronto se romperá.

martes, 7 de febrero de 2012

Días de radio

Mis primeros recuerdos de la radio vienen de la cocina de la casa de mis padres, los sábados por la mañana, mientras mi madre cocinaba y yo, con apenas nueve años, escribía mis primeras historias. La radio estaba allí, entre la cocina de gas (nada que ver con estas cocinas vitrocerámicas que tenemos que padecer ahora en todas las casas) y la ventana, y de ella salían las voces de grandes cantantes extranjeras o españolas: de Ella Fitzgerald a Concha Piquer. A mi madre le gustaban más esos programas, los musicales, que los de opinión, entrevistas o debate. Al menos, para cocinar y hacer las tareas de la casa. Siempre la instaba a que subiese el volumen. Todas aquellas músicas prodecentes de aquel aparatito me ayudaban a inspirarme, hacían que mi imaginación volase a buen ritmo para contar todo lo que veía a mi alrededor, mis propias historias basándome en los personajes de Zipi y Zape, o qué sé yo qué cosas. Después, la radio ha sido fundamental en mi vida, mucho más que la televisión, de la que podría prescindir fácilmente, como le escuché decir un día a José Luis Sampedro, hombre lúcido entre los lúcidos. Llego a casa y una de las primeras cosas que hago es poner la radio, un programa u otro, una emisora u otra, dependiendo de la hora. Lo mismo cuando me acuesto o me despierto en mitad de la noche y quiero seguir atrapando el sueño un ratito más. Ah, la radio nocturna. No todo el mundo es capaz de hacerla, aunque sea un buen comunicador. La radio nocturna requiere un tono especial, una manera de acercarte al oyente. Recuerdo a Carlos Pumares, hace más de veinte años, en aquel "Polvo de estrellas" del que tantas cosas de cine aprendí. A Isabel Gemio y sus "Noches de amor", que fue uno de sus grandes trabajos y que si en este país existiese la justicia se hubiese llevado un más que merecido Ondas. También recuerdo a Gloria Berrocal (sustituyendo a Gemio, cuando se fue a la tele), a Concha García Campoy abriendo cada noche el programa con la voz rota de Paolo Conte, a Rosa María Mateo y Diego Manrique en "Modernos populares" (hacían el programa -dos diferentes- a las tres de la tarde y después de las doce de la noche: mi absoluta rendición ante la voz de la Mateo hacía que nunca me perdiese ni uno ni otro, como tampoco me perdía ninguno de sus telediarios), a Marta Robles, en la SER, cuando empezaba, o a Andrés Aberasturi, quizá ya más cerca de la madrugada o del amanecer, susurrando poemas, propios y ajenos. (Desde hace algún tiempo, la noche está bien cubierta con los magníficos Silvia Tarragona y Óscar López: y para los que desde aquí reclamo un premio Ondas). Estos días que Radio Nacional cumple 75 años, me he acordado de algunos de ellos, aunque casi todos los grandes pasaron en algún momento por la radio pública, la de todos, como dice la publicidad. Beatriz Pécker, Olga Viza (mejor en la tarde que en la mañana), Ángeles Caso, Mavi Aldana, José María Pou (llevándome a la calle 42, antes de conocerla), Íñigo Alfonso... Radio 5 o Radio Clásica suelen ser en los últimos tiempos mis favoritas, dependiendo del momento o del estado de ánimo. Algunas veces, en la tarde, vuelvo a Julia Otero, a la que, en unos horarios u otros, tantas veces escuché. O a la Gemio, en las mañanas de los fines de semana, que el año pasado tuvo el detalle de hacerme una pequeña entrevista a propóspito de mi anterior libro y que consideré como un regalo por tantos años de fidelidad. Recuerdo, trabajando aún en la librería Aldebarán, sus dos horas, las de Julia Otero, por la mañana, en Punto Radio, como uno de sus mejores trabajos. ¡Qué rabia me daba cuando alguna clienta, al hilo de un libro o cualquier material de papelería, decidía contarme su vida! Ah, ¿volvió Julia a la radio?, me preguntaban cuando veían que estaba muy pendiente del programa que salía de aquella pequeña y antigua radio que Paquita conservaba como oro en paño desde los tiempos en que había abierto la librería, veinte años atrás. Muchos programas de radio, muchos momentos de la vida (sensaciones, imágenes, vaivenes, risas y menos risas), muchos recuerdos asociados a ellos. Algunos de mis días de radio. Cada uno tendrá los suyos, lógicamente. Desde aquellas lejanas mañanas de sábado a la actualidad. Un largo recorrido, sin duda. Y el que aún nos queda por hacer. Y la ilusión por todo lo que le rodea vuelve a unir a aquel niño de nueve años que escuchaba la radio en la cocina de su madre con este adulto de hoy, que sigue escribiendo y escuchando, mientras lo hace, uno de esos programas donde sólo suenan esas músicas que te reconcilian con la vida. Muy bajito, eso sí, para que nadie se despierte aún.

domingo, 5 de febrero de 2012

¡Y que viva España!

Hacía frío, mucho frío. Ni siquiera los gorros, los guantes, las bufandas y las botazas podían con él. En una farmacia cercana, nada más salir de casa, comprobamos cómo marcaba un grado de temperatura. Íbamos de camino a los mercadillos de El Fontán, como todos los sábados. Esos mercadillos, los sábados, son muy diferentes a los que ponen los domingos, que son más propicios para encontrar libros o películas de segunda mano, para observar cosas antiguas: muñecas, relojes, cuadros, aparadores, espejos, mecedoras, cajas de música, utensilios para la labranza... El sábado son, básicamente, puestos de comida: verduras, patatas, cebollas, ajos, ajos puerros, zanahorias, fabas, miel, castañas, alguna fruta de temporada... También hay un puesto de caramelos y frutos secos, y otro que vende hierbas medicinales: para el reuma, para el ácido úrico, para el colesterol, para tranquilizar los nervios... Es un espectáculo, si vas muy temprano, ver a todas esas mujeres que vienen de los pueblos con sus bolsas y sus cajas cargadas de alimentos y contemplar cómo las colocan, cada una en su sitio, respetando los espacios de las de al lado. ¡Cuántas historias se podrían encontrar detrás de cada una de esas vidas! Y cuántas merecerían ser contadas. Aún era pronto y decidimos tomar un café en uno de esos locales donde, con sabiduría y respeto por la situación que estamos viviendo todos, han bajado los precios y el café, aparte de exquisito, cuesta un euro. Si vas más tarde, es complicado encontrar un hueco en la barra. Aún estábamos en la hora en que era posible acodarte delante de tu café sin problema, incluso de pillar uno de esos periódicos que nunca compramos. Sentada delante del escaparate del supermercado que está situado al lado de ese café, había una chica extranjera, rumana probablemente, con un cartel a sus pies, pidiendo algo de dinero a quien pasaba por allí. Delante de nosotros, con el periódico (uno de esos que nunca compramos) bajo el brazo, iba un señor alto, muy alto, de unos sesenta años más o menos, bien vestido, convenientemente peinado, con un andar ligero y un punto chulesco. La chica, con su castellano balbuceante, le dijo que si le podía dar algo, unas monedas para desayunar. El hombre se giró hacia ella y con todo el desprecio del que fue capaz le espetó: A nadie, que no sea español, le doy dinero. Y siguió caminando, tan ancho, con su periódico bajo el brazo, después de verter aquel exabrupto. ¿Qué necesidad había de esgrimir aquella crueldad? No sabe este hombre (¿su periódico no se lo cuenta?) la cantidad de gente que se está marchando de esta ciudad, de esta provincia, de este país, para buscarse la vida en otros lugares,en otros países. Y la que tendrá que hacerlo en los próximos meses para encontrar un trabajo, el que sea, que no está la cosa para muchas exigencias. Por no hablar de la que lo hizo años atrás, en la época de nuestros padres y abuelos. ¿Cómo se puede ser tan ignorante? Ignorante y cruel, desde luego, que aún es peor. Así estamos por aquí. Cuando se pierde la capacidad de ponerse en la piel del otro, me temo que está todo perdido. Y cuando, aparte de perder esa capacidad, vas exhibiéndola como si fuera un preciado tesoro, las cosas se ponen todavía peor. De todo esto vamos hablando cuando llegamos a los mercadillos, donde, con toda probabilidad, este buen hombre andará de puesto en puesto regateando unos céntimos a esas mujeres que llevan ahí, en sus lugares de trabajo, desde antes de que amaneciese, mientras él, en su cama, escuchaba (estoy seguro) alguno de esos programas de radio o de televisión que alimentan (incendian, más bien) pensamientos como el suyo. Y lo peor es pensar en lo que aún nos queda por ver y oír. Qué cansancio, la verdad.

viernes, 3 de febrero de 2012

Wislawa Szymborska o la nieve o el amor

La fragilidad de la nieve. Los copos revoloteando cerca de la ventana. La gata, Francesca, que los observa con aire de perplejidad, muy concentrada. Una serie de extrañas sensaciones, las que provoca la nieve, su inquieto revoloteo, su danza enmarañada que termina en el suelo, sin llegar a cubrirlo del todo. La noticia, triste, devastadora, de la muerte de una poeta polaca, Wislawa Szymborska, sencilla (en apariencia) y genial. El eco de sus poemas, que nunca se han ido, que siempre están ahí. Sus libros, desgastados, las hojas dobladas señalando los versos más sublimes, esparcidos por varios rincones de la casa, otorgando un orden estricto al desorden. En la entrada, en el mueble donde están los otros libros, los de fotografías (de estrellas de cine a los personajes anónimos de Diane Arbus), siempre hay uno suyo, abierto por alguna de sus páginas, señalando el eje, el centro del universo, como un faro en una noche de tormenta o la cálida palma de una mano. Ese particular universo que, ahora, aunque ella ya no esté entre nosotros, jamás desaparecerá. Como no desaparecen los muertos a los que amamos mientras aún los recordemos cada día. Las manzanas, muy verdes, tan verdes que casi hace daño morderlas, sobre la mesa. Su olor, al desgarrarla con los dientes, entremezclado con el olor del incienso que trae un instante de serenidad. Ah, la serenidad, ese preciado tesoro: da igual que venga envuelto de una manera u otra: lo importante es que haga su aparición, tarde o temprano, fugaz como el copo de nieve que vuela y desaparece, que vuela y permanece. Otro libro que aguarda, que ha llegado con la noticia de la muerte de la inmensa Wislawa: "El temblor del héroe", de Álvaro Pombo. Él me lo ha traído, Íñigo. ¿Qué es el amor? ¡Cuántas complicaciones para definirlo! Absurdos vericuetos que recorremos para definirlo como el que no tiene otra cosa mejor que hacer, en qué pensar, a qué acudir. La otra tarde, en un correo, un lector al que no conocía me lo preguntaba -¿qué es el amor?-, tras leer, entusiasmado (generosas fueron sus palabras y por ellas le estoy agradecido como yo lo estoy a los autores que me emocionan), mis dos libros. El amor es eso, sin ir más lejos, no nos compliquemos más: un regalo inesperado que llega cuando lo deseas fervientemente y sabes que no puedes (no debes) hacerte con él. Un libro (fíjate qué insignificancia, qué grandeza), esta mañana, de otro autor genial, Pombo, mientras la nieve revolotea y la gata, Francesca, curiosa y muy despierta, la observa detenidamente, ajena a las caricias que dejas en su cabeza, entre una oreja y la otra, también en el cuello, donde más le gustan. Su maullido, más mimoso y susurrante que de costumbre, rompe el silencio de la habitación. Es el único que se atreve a hacerlo. Parece que quisiera explicarnos su admiración por ese espectáculo, el de la nieve revoloteando, enmarañada, al otro lado de la ventana. El invierno que no ha hecho más que comenzar. Como metáfora y como estación. No es momento de tener miedo, de retraerse. Lo que nos asusta, asusta a (casi) todo el mundo. Mal de muchos, por otro lado, ya se sabe. El tiempo que nos toca vivir. Ayer, pagando en el supermercado, vimos cómo la cajera le impedía la entrada a dos chicas con buen aspecto, ropas caras venidas a menos, bolsos ajados, sonrientes, alegando que siempre que lo hacían, que entraban allí, robaban. Lo normal, pensamos, si llega ese momento desesperado en el que no tienes ni para comer. Cuando todo está perdido. O a punto de perderse. Como esas dos chicas, que se alejan, con sus ropas caras venidas a menos, los bolsos ajados, buscando -quizá- otro supermercado al que entrar, entre risas, disimulando, para esconder la comida (unas magdalenas, una tableta de chocolate, un trozo de queso, un cartón de leche o de vino...) bajo la ropa, en los bolsillos del abrigo, entre las bufandas. No hay dos sin tres (los libros, que se van enlazando con ese hilo secreto e invisible que los une, que los agrupa) y un mensajero me trae a la puerta el último libro de Paul Auster (lo reseñaré en algún sitio), "Diario de invierno". Lo abro al azar, despreocupadamente, mientras el sol sale y se oculta casi al mismo tiempo y vuelven a caer gruesos copos de nieve, y leo: "(...) porque estabas enamorado y entonces el amor era tu debilidad, como lo sigue siendo ahora". Szymborska, Pombo, Auster... Y la gata, Francesca, que continúa contemplando cómo cae la nieve y que mañana, cuando sólo sea un trozo de hielo sucio arrinconado en las calles, seguirá observándola, sin que nadie, ni siquiera ella misma, se atreva a romper el silencio de esta tarde, una tarde de febrero como cualquier otra y por eso, precisamente, irrepetible.

jueves, 2 de febrero de 2012

Susan Sarandon en el INEM

Todos los que hemos pasado por allí, por el INEM, sabemos lo importante que es que te atienda una persona amable. No siempre sucede, claro. Ah, la célebre frase del personaje estrella de "Un tranvía llamado deseo", Blanche Dubois: siempre he confiado en la bondad de los desconocidos. Se hace más vigente que nunca en estos tiempos tremendos. Es una situación difícil y complicada pasar de tener un empleo a no tenerlo. Los nervios acumulados durante los días previos (desde que te dan la noticia hasta que estás allí, tramitando tu situación económica para los próximos meses: y, dadas las circunstancias, a saber hasta qué momento), el estrés por cerrar de golpe y porrazo una etapa de tu vida (otra más), el aceleramiento que provoca querer tenerlo todo solucionado cuanto antes. El caso es que allí estábamos, la otra mañana, un día después de dar carpetazo a la mudanza (¡qué trajín!), alrededor de las once (ahora dan cita previa, como en el médico, pero no sé muy bien para qué si te atienden una hora más tarde de lo acordado el día anterior por teléfono). Y enseguida la vimos: era idéntica a Susan Sarandon. Los mismos ojos grandes, la misma boca, la melena rojiza, los movimientos de las manos, de la mirada. Quizá algo más joven: poco más. Observarla era una manera de hacer más llevadera la espera. Hay algo -no sólo el parecido con Susan Sarandon- que la hace destacar por encima de sus compañeras, algunas medio amodorradas y con cara de sueño y malas pulgas. Es nuestro turno y nos toca ella. ¡Bingo! Nos acercamos a su mesa y desde el primer momento despliega una amabilidad y una profesionalidad fuera de lo común. No todo está perdido, pienso: por un momento me alegro de no haberme largado de esta ciudad. Íñigo habla con ella, movimiento rápido de sellos y papeles, de fechas y cifras, de anotaciones en el ordenador y recordatorio de las próximas fechas de sellado, y yo fantaseo con su vida. ¿Vivirá aquí o vendrá todos los días a Oviedo a trabajar? ¿Estará casada, tendrá hijos? ¿Qué le gustará leer? ¿A qué partido votará? ¿Qué pensará de Cascos? ¿Habrá visto todas las películas de Susan Sarandon? ¿Le habrán dicho muchas veces que se parece a ella? Me imagino, cosas mías, que sí, que le han dicho muchas veces que se parece a la actriz americana, que ha visto todas sus películas, que no soporta a Cascos, que vota a la izquierda (ya que se parece a la Sarandon, no me la voy a imaginar votando a Mariano o celebrando las últimas decisiones de Gallardón: ay, Gallardón, Gallardón...), que le chifla Javier Marías, que no está casada ni tiene hijos (pero sí un novio estupendo) y que viene todos los días a trabajar desde Gijón, donde, por supuesto, tiene un piso con vistas al mar. Ya puestos a ser positivos y a dar rienda suelta a la imaginación... No es sólo la amabilidad lo que me lleva a imaginar que su vida no está mal, sino el sosiego que transmite, la seguridad que comunica: algo así como "estás aquí, pero no te preocupes, pronto se solucionarán las cosas y dejarás de estarlo". Lo que, en estos momentos, necesitamos oír y sentir, vaya. Lo que se entiende por una profesional de lo suyo. Íñigo termina de hablar con ella, recoge los papeles, el DNI, cierra la carpeta, se levanta de la silla, y yo me quedo, por unos segundos, allí, detenido frente a ella, observándola por última vez. Me sonríe, me dice adiós, mueve la melena hacia atrás, y por un instante siento que se ha dado cuenta de todos mis pensamientos, de la película que me acabo de montar yo solito en la cabeza. Y cuando ya nos alejamos, y me vuelvo a dar la vuelta -igual que lo hacía cuando era muy pequeño y mi madre me llevaba a ver a un Rey Mago a Galerías Preciados: la misma fascinación, el mismo temblor-, su sonrisa, aún dirigida a mí, me lo confirma.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Paco España

Nunca le vi actuar en directo, pero la noticia de su muerte (en soledad y misera, según leo: soñando, ay, con alguien que le ofreciese una casa donde poder instalarse), me ha traído a la memoria algunos de los transformistas que conocí a lo largo de estos años. Gente con talento (en algunos casos) y con una percepción de la vida mucho más moderna de la que les había tocado vivir. Con unas historias, la mayoría de las veces, tremendas, sobre todo las vividas en los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia. Les gustaba vestirse de mujeres, de folclóricas sobre todo (Lola, Rocío, Isabel, Marifé...), y dar rienda suelta al arte que llevaban dentro con ese otro arte, tan difícil de alcanzar cuando se hace bien, el de la imitación. Los mejores no utilizaban el play-back: cantaban en directo tratando de acercar su voz a la de su artista preferida. Dentro de los que utilizaban el play-back, había buenos artistas y otros, demenciales. Recuerdo hace años, en Barcelona, a un imitador de la Pantoja que, la verdad, mejor se hubiese dedicado a otra cosa. Aquello no era serio. Más aún: era esperpéntico. Cuando el público no se ríe de lo que dices entre canción y canción, sino de ti mismo y tu falta de profesionalidad, eso es esperpento. La mayoría de los transformistas se tomaba con mucha disciplina su trabajo: buscando el tono, el gesto, el vestuario exacto de la artista en la que se convertían cada noche. Y así salían al escenario, con profesionalidad, pese a ese aspecto marginal y un poco sórdido que siempre acompañaba a sus trabajos, a los locales donde actuaban y a las complicaciones de sus vidas, que me imagino que tendrían unas cuantas detrás. Una vez, conocí a un chico que se dedicaba a esto. Era un chico alto, delgado y guapo (con cierto aire al joven Antonio Banderas), con unos ojos verdes y tristes y una voz cavernosa (fumaba un Ducados detrás de otro, dejando largo rato el humo en la garganta) que chocaba poderosamente con la suavidad de sus gestos, con una fragilidad en la que también había algo de pose, de heroína de Tennesse Williams. Imitaba a varias artistas en un garito de mala muerte. Siempre a las más raciales, las más morenas, como él mismo y su largo pelo ensortijado. Vivía solo desde que sus padres se habían enterado que era homosexual y se dedicaba a aquel trabajo. Sus hermanos tampoco le hablaban. Y estoy refiriéndome a unos diez años atrás, más o menos, no a los años cincuenta o setenta. Así son las cosas. Me despedí de él en la calle, bajo la brisa caliente de aquel otoño revuelto, prometiendo ir a verle actuar alguna noche. Nunca lo hice y a veces me preguntó que habrá sido de él. Dadas las circunstancias, supongo que se marcharía hace tiempo a algún lugar de la costa mediterránea, donde, sobre todo en verano, siempre había trabajo para ellos, según me contó aquella lejana y extraña noche. Pienso en él esta mañana y también en Paco España, el primer transformista que hubo en este país, en sus noches de gloria, en su valentía y en ese final, abandonado a su suerte, perdido entre la desesperación, la soledad más absoluta y el alcohol. No, nadie dijo que las cosas fueran fáciles.