viernes, 30 de septiembre de 2011

Jessica Lange, fotógrafa

No creo que sea necesario hablar a estas alturas de la calidad interpretativa de Jessica Lange, de su arte delante de las cámaras, sobre los escenarios. Llegó, desde su Minnesota natal -tras una breve estancia en España y en París, donde llegó incluso a hacer de mimo por las calles: su obsesión siempre fue obtener de su cuerpo gestos que otorgasen sentimientos verdaderos, que expresasen algo más que esa innegable rotundidad física que posee-, a Nueva York en la década de los setenta. A aquella ciudad, en aquel tiempo, que Patti Smith, gran amiga de la actriz y de su marido, el actor y escritor Sam Shepard, define en su reciente libro de memorias, Éramos unos niños, como “una urbe auténtica, furtiva y sexual”. Buscó una oportunidad en el cine. La consiguió subida a las garras de King Kong. Obtuvo por ella las peores críticas de su carrera. Sólo la veían como un rostro bonito, un cuerpo perfecto y tremendamente sensual. Prosiguió en el empeño. La Cora de “El cartero siempre llama dos veces” (aunque esa versión de la película le provocase el vómito a la mismísima Lana Turner, la Cora de la versión anterior, como ella misma reconoció con un gesto de lo más significativo cuando vino al festival de cine de San Sebastián para recoger el Premio Donostia, que, unos años más tarde, por cierto, recibiría la propia Jessica de manos de José Coronado y con un Kursaal completamente entregado a sus méritos), con aquella inolvidable escena sexual sobre la mesa de la cocina incluida, le otorgó un prestigio que ya no volvió a tambalearse, ni siquiera cuando se subió por primera vez a las tablas de Broadway y los críticos no aplaudieron su interpretación de la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”. La leyenda ya estaba forjada. Trabajos siempre interesantes, arriesgados, que huían de lo fácil, de lo establecido. Algunas películas menores donde lo mejor siempre era su presencia, su entrega, su credibilidad. Dos Oscar -como actriz secundaria y como principal- de un total de seis nominaciones, varios Globos de Oro, un Emmy, el mencionado Premio Donostia y demás premios, distinciones y reconocimientos por todo el mundo. Una de las grandes. Una de las que pasará, sin lugar a dudas, a la Historia del cine. (Estas palabras cobran aún más significado cuando vemos a todas esas actrices, tan parecidas unas a otras y tan faltas de personalidad, que llegan del cine americano actual y que se irán sin pena ni gloria).
Entre medias, entre un papel y otro, Jessica viajaba por el mundo con su cámara de fotos a cuestas. Descubrió, en esos viajes o en los descansos de los rodajes, que colocarse al otro lado de la cámara también tenía para ella su punto de interés. Allí, situada detrás del objetivo, buscando la luz, otro tipo de luz, pasaba desapercibida y no se sentía observada. Y aquello le gustó. Captó imágenes de personas solitarias, de miradas tristes, de seres que deambulaban por una cuerda que terminaría aflojándose, el vacío de los paisajes nevados del norte, de los parajes machacados por el sol. Siempre en blanco y negro, buscando, de día o de noche, la parte emocional del ser humano, de las pequeñas cosas. Ahí reside siempre la base que conforma el arte más creíble. Ella, Jessica, lo sabe bien. Más deudora de Cartier-Bresson que de Diane Arbus, según respondió la otra mañana a la pregunta que le formulé, aunque a veces veamos en sus imágenes rastros de la soledad, la desgarradora tristeza, el patetismo y la crueldad -algo más edulcorados, eso sí- que habita en los trabajos de aquella genial fotógrafa neoyorquina. Trozos del mundo que ella ha visto son los que conforman ahora esta espléndida exposición que puede verse en el Centro Niemeyer de Avilés. Y también están las fotografías que realizó en sus viajes a Méjico, uno de los lugares que más la obsesionan. Su exceso, su peligrosidad, su misterio y esa luz que une el final del día con la noche, quedan perfectamente reflejados en esta parte de la exposición. Ahora, le queda acercarse de nuevo por allí para retratar la celebración del día de los difuntos. Todo un acontecimiento. Otra luz, seguramente. La misma obsesión por su búsqueda.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Esto es lo que hay

Victoria Vera, treinta años después, vuelve a desnudarse en la portada de Interviú. Siguiendo con otro mito de la transición, Bárbara Rey dice por la televisión que no se emborrachó en su vida. El Partido Popular anuncia que derogará la actual ley del aborto porque la considera injusta e innecesaria (ni te cuento lo que hará con la del matrimonio homosexual). Siguen apareciendo inéditos de la escritora Carmen Martín Gaite (ahora, la correspondecia con Juan Benet) a precio de oro. Y en las bibliotecas públicas, cada vez entran menos libros. Las bolsas bajan. Y la gasolina sube y sube. Por no hablar de la luz. La sanidad catalana se desploma. Y en la de aquí, donde antes tenías que esperar una hora sobre lo concertado para que te atendieran, ahora tienes que hacerlo tres: ¿quién dijo que las prisas eran buenas? Un día cenamos con la foto de Michael Jackson muerto, que se vea bien que los ídolos son tan humanos como nosotros y se mueren como todo hijo de vecino. Y al otro, con Sara Montiel vendiendo su casa por Internet y afirmando que su piscina no es ninguna charca, ojo. No hay dinero para nada, pero el fútbol sigue campando a sus anchas por todas las radios y televisiones, públicas y privadas. Un especulador financiero abre la boca y arde Troya. El consejero de Cultura y Deporte asturiano, Emilio Marcos Vallaure, dice que Jessica Lange es una mera aficionada a la fotografía. Y Cascos bromea con el Rey sobre su condición de "novato". La compañía Southwest Airlines Co. expulsa de un avión a una actriz por besar a su novia. Y un granjero le dice a la cantante Rihanna que se ponga más ropa encima, que qué desvergüenza. Yo, por mi parte, sigo peleándome con las chicas del INEM (batalla perdida de antemano, lo sé) cada vez que hago una colaboración literaria y el importe de la misma, pese a cobrar una miserable prestación, se va a las arcas del Estado. Esto es lo que hay. Unos pierden y otros ganan, ya se sabe. Pero para acabar (no me quiero amargar el día), me voy con las lúcidas palabras de ese mito del cine italiano que es Anita Ekberg. Con 80 años, recluida en una clínica de Roma, inmóvil en su silla de ruedas y reconociendo sentirse algo sola, dice: "He amado, he llorado, he estado loca de felicidad. He ganado y he perdido. No tengo ni marido ni hijos". Ah, los mitos. Los de verdad. Siempre serán nuestro consuelo. Siempre nos quedará aquella poderosa imagen, la de su escultural cuerpo bañándose en la mítica fuente, el sonido del agua, la mirada de Marcelo Mastroianni... Aquel tiempo que ya no existe más allá de esta habitación en penumbra donde nos refugiamos.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Yo lo que quiero es bailar

De aquellas viejas zapatillas que calzaba su último personaje, la cansada Madame Rosa de "La vida por delante", a estos zapatos rojos de alto tacón con los que la actriz ya fantaseaba en secreto frente al espejo cuando apenas era una niña de provincias y quería ser, precisamente, eso: una primera actriz. Un recorrido por su vida personal y profesional. Más de cincuenta años sobre los escenarios, en los platós de cine y de televisión. Drama, comedia o musicales, o lo que tocase hacer en cada momento. Trabajos importantes y trabajos menores que ayudaban a costear otros más arriesgados, más profundos, más prestigiosos. Los que le han otorgado el nombre que tiene desde hace muchos años. Así es el negocio. Ahora, ahí está de nuevo: sobre los escenarios. Concha Velasco. Rememorando. A lo grande, como en las mejores tablas de ese Broadway que ella adora tanto como nosotros. Canciones de su repertorio y del repertorio americano, músicos en escena que se convierten en bailarines que se mueven a su ritmo, una camisa blanca, un body negro, una silla, unas piernas que siguen siendo imponentes y una presencia que no necesita los grandes focos para brillar. Sabiamente orquestada por Josep María Pou (importante hombre de teatro, en todos los aspectos, desde todos los ángulos, del que muchos aún recordamos con júbilo aquel trabajo en Radio Nacional, "La calle 42", junto a Concha Barral, sobre los musicales americanos y su historia), con texto original de Juan Carlos Rubio, la obra empieza cuando la niña (hiperactiva) le dice a su madre aquello de "mamá, quiero ser artista" y termina en la actualidad con la actriz (aún hiperactiva), con los sueños ampliamente cumplidos -a pesar de no haber ganado un premio Goya, como nos recuerda entre divertida y dolida-, sobre el escenario: cantando, bailando, recitando algunos de los mejores textos que interpretó a lo largo de todos estos años y viviendo. El teatro, el medio donde mejor se encuentra como actriz, y la vida. Anécdotas, recuerdos y personajes, muchos personajes. Algunos, como los de Antonio Gala, creados expresamente para ella; otros, también interpretados por las actrices más importantes de todos los tiempos. Por autores que van de José Zorrilla a Tennesse Williams, de Marsha Norman a Adolfo Marsillach. Y Mary Carrillo, como la mejor compañera, la más admirada por la actriz vallisoletana. Celia Gámez, Tony Leblanc, Luis Escobar, Josefina Molina, dos tragos de whisky y la noche en que sustituyó a Nati Mistral en el teatro Eslava. El show termina con la actriz, enfundada en una chaqueta de lentejuelas rojas, moviéndose por el escenario y con esa pose final que tanto nos recuerda a la de la gran Liza Minnelli (no será el único momento de la función en que nos venga a la cabeza la imagen de la hija de Judy Garland). Y después, todos a bailar la mítica chica ye-yé. Y se apagan las luces. Y lo que queremos es seguir bailando.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Palabras que el escritor Hilario Barrero dedica al nuevo libro, "Ventanas compartidas".

Ventanas compartidas acaba de llegar a Nueva York. Viene de Oviedo y trae entre sus páginas muchas ventanas por abrir. Porque uno no sabe lo que le espera, abrir una ventana a veces no es sencillo, pero las ventanas de Ovidio Parades se abren solas. Te enganchan y te invitan a que entres en el mundo del autor. Un mundo en el que hay que destacar de entrada dos virtudes que uno aprecia: la sinceridad del escritor a la hora de ver el tema y la naturalidad con que escribe. Tienen estas ventanas cristales impolutos que te dejan ver el interior de las habitaciones donde personas de carne y hueso, junto con “famosos”, viven y trajinan en el libro. Son ventanas con una luz de atardecer, de madurez, una mirada fresca, a veces desenfadada, siempre con destellos que te llevan a la reflexión. Estremece la valentía, a menudo descarnada, del yo narrativo. Y sobre todo uno valora el sentido común del escritor, la mirada face to face con el personaje, con el amigo, con la noticia. Uno admira el nivel visual y emocional de Parades y como eleva, de una manera “natural”, temas que a la mayoría de nosotros se nos pasarían por alto. Lo cotidiano lo convierte en extraordinario. Lo que otros escritores han pensado y no han querido, podido o sabido decir, Parades nos lo ofrece a corazón abierto, tan real como la vida misma. Esta sinceridad tan visceral es uno de los hallazgos del libro, como lo es la brevedad. Y ya se sabe: Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Ventanas compartidas es un viaje con parada y fonda en muchas ciudades, un diario que anota, sin anotar, el latido de una ciudad, un pequeño museo de provincias con retratos de personajes resueltos de trazos sólidos que configuran una sociedad que nace, vive, trabaja y muere. Un edificio con buenos cimientos y mejor techo. En la planta baja un melancólico café de ciudad, antes lleno de humo, donde el escritor fumaba, con personajes que sin prisa esperan que la lluvia acabe, con pasadizos resbaladizos, confesonarios ateos, fotografías de artistas enmarcadas, cuartos más o menos oscuros, habitaciones claras y luminosas y armarios en donde nadie está escondido. Y dos anillos de plata, uno mayor que el otro, comprados en Paris, una sonrisa inolvidable compartida una mañana en Nueva York y la gata Francesca.
Ventanas compartidas tiene textos llenos de “dolorido sentir”, de dulce melancolía por la vida que se va, del tiempo pasado y del presente, de noches en blanco y de días de vinos y de rosas. Textos que hablan de una hermosa historia de amor, de una familia y de una madre, de ti y de mí, del vecino del quinto, de Alice Munro y de Mapplethorpe. De lo humano y de lo no divino. Textos interioristas, hondos y con techo y textos abiertos, al aire libre, aparentemente light, pero que bien leídos y reflexionados pueden estallar en el corazón y en la mente del lector dejando en ellos una carga de munición emocional.
Otro acierto del libro es el orden de los textos y los subtítulos que los agrupan. Personalmente, se valora que Ventanas compartidas comience en Manhattan y termine en Brooklyn, dos barrios conocidos. Este alfa y omega neoyorkino, le da al libro un aire cíclico. Redondo, con un principio, un cuerpo y un final, una fruta madura llena de sabor y de perfume. Revisado por Esther Pietro (a quien no se le escapa nada, cosa que ya es difícil con la extensa nómina que se maneja) y editado por Trabe, es un mundo dentro de muchos mundos y de muchas vidas, de esperanzas y soledades. Un libro para los que vamos a pie y soñamos, en ocasiones, que volamos.
En el perfil de Manhattan y de Brooklyn, pasando por Oviedo, se encienden y se apagan cien luces, cien miradas, cien destellos que iluminan nuestras vidas a menudo en tinieblas. Un viaje nada extraño alrededor del mundo cotidiano y compartido de Ovidio Parades y que ahora ya es el nuestro. Las ventanas de Ovidio Parades, las del corazón y las de la vida, las de la noche y las del amor, están abiertas de par en par.

Hilario Barrero



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Como la vida misma

Shirley Valentine es una ama de casa de Liverpool que habla con la pared (esa pared que pintó, entre ilusiones, juegos y risas, por primera vez mucho tiempo atrás, mano a mano con ese marido al que le prepara rutinariamente la cena todas las noches y con el que ya apenas tiene comunicación), que siente que la vida -al borde los cincuenta años- se le está escapando de las manos y que, lejos de achicarse, decide agarrar el toro por los cuernos, coger la maleta, el billete de avión, el sombrero y replanterase el futuro dándose una nueva oportunidad. Es una comedia escrita por Willy Russell que, junto a su frescura y aparente sencillez, esconde múltiples aristas y una vida, la de la propia Shirley, detrás de la que pueden verse identificadas muchas otras mujeres. Es un monólogo ideal para ese tipo de actriz que combina mágicamente los registros cómicos y los menos cómicos. Esas actrices que saben reflejar como nadie los momentos cotidianos, el día a día, los problemas y las satisfacciones, que pueden estar riendo y al minuto siguiente llorando (o ambas cosas al mismo tiempo), como en la vida misma. Un nudo en la garganta y una sonrisa que, finalmente, no pierden nunca. Podría citar a varias maestras del género, pero quizá Shirley MacLaine y Carmen Maura encabezarían la lista por indiscutibles méritos propios. Verónica Forqué presentó el martes en el teatro Filarmónica su versión del personaje. Es una actriz ideal para ello. Ella sabe bien combinar eso, lo cómico y lo menos cómico que se esconde detrás de esta Shirley Valentine, la lágrima y la sonrisa, la tristeza y las alegrías (cuando las hay). Detrás de cualquier vida en realidad. Sólo hay que pararse a pensarlo, a hacer recuento. Las vidas grises y las otras, las de mayor colorido, que se van dibujando para salir adelante en la imaginación de cada uno. La Forqué, dirigida por su compañero, Manuel Iborra, enseguida atrapó al público con su manera de hacer. Es, la Forqué, de esas actrices que siempre están perfectas. No recuerdo una desganada interpretación suya.
Hace unos veinte años (ay), poco después de que Pauline Collins estrenase la versión cinematográfica de la obra, también en el Filarmónica, vi a Esperanza Roy haciendo este mismo papel. Quizá Esperanza, grande entre las grandes, le daba un aire más arrabalero, más de mamma italiana, con sus zapatillas, su delantal, su maravillosa voz ajada y su estupendo desparpajo. Y es que Esperanza, nunca tan reivindicada como se merece, es de esas actrices que lo mismo vale para un roto que para un descosido, para hacer de ama de casa solitaria que habla con las paredes como de vedette rodeada de plumas por todas partes o de la mismísima Marlene Dietrich, personaje que, por cierto, también interpretó con acierto por estos teatros.
Una obra inteligente y divertida, que hace pensar y reflexionar, que no deja indiferente. Y que esconde algunas cuestiones que siempre deberíamos plantearnos. La cara y la cruz de la misma moneda. Los problemas y las satisfacciones de cualquier ser humano. La importancia de las pequeñas cosas. El significado de intentar nuevos proyectos, de conseguir el mayor número de momentos felices posible, arañando de aquí y de allá. Como en la vida misma, ya digo.

martes, 20 de septiembre de 2011

América en Asturias

Ayer, a primera hora de la mañana, mientras los operarios del ayuntamiento colocaban las sillas a lo largo de toda la calle Uría para el desfile del Día de América en Asturias, sobre las aceras aún mojadas por las lluvias de la noche anterior y los puntuales camiones de la limpieza, vino a mi memoria aquella imagen. El niño, la madre, la abuela. Treinta y pico años atrás. Las dos mujeres alquilaban las sillas para que el niño viese el desfile en primera fila. Las carrozas, los grupos folclóricos de aquí y de allí, las bailarinas -enfundadas en sus escuetos trajes de lentejuelas doradas, plateadas o fucsias, adornadas con numerosas plumas y agitando abanicos de un tamaño desmesurado para sus pequeñas manos- y sus acompasados e insinuantes movimientos, las cintas que se elevaban hacia lo alto, el confeti y las serpentinas que otros niños lanzaban desde los balcones de las casas, la extensa gama de vistosos colores, los desmesurados sombreros de paja bajo los que se escondían los rostros de aquellos hombres y mujeres de piel tostada y pelo oscurísimo y primorosamente trenzado, la música alegre, los sonidos contagiosos, la algarabía, el ritmo y el espectáculo constante. Quizá al niño le surgiese, muy pocos años después, la afición por el teatro (y por situarse obsesivamente en sus primeras filas) de aquella época. Quién sabe. Para el niño, aquello suponía todo un acontecimiento. Sus piernas todavía no llegaban al suelo. Los pantalones cortos aún se recortaban más al sentarse, dejando al descubierto aquella piel -que conservaba el moreno por las recientes vacaciones en aquel pueblo costero del sur, San Juan- en la que la madera de la silla iba dibujando sus formas. Las dos mujeres que más quería estaban allí, una a cada lado, disfrutando con él de aquel torrente de imágenes, ruidos y sensaciones. Aquella tarde no había colegio, lo que, sin duda, suponía un aliciente más. Qué diferencia entre toda aquella luminosidad y los sombríos muros y patios de aquel colegio. El día y la noche. Todo aquello, a ratos, le recordaba al circo, a aquellas tardes en las que, acompañado de sus padres (a veces, también, de aquella abuela que vivía en Mieres, su preferida), en lo alto de las gradas, disfrutaba de aquel otro espectáculo antes de que, lamentablemente, se precipitase en la decadencia en la que hoy en día se encuentra. Qué pena produce esa lenta y casi agonizante desaparición, la de los circos. (El niño vería también, más o menos por aquellos años, el gran circo de Ángel Cristo y Bárbara Rey: la vedette había abandonado su carrera y recorría el país junto al domador, con su atrevido número con los elefantes como gran reclamo publicitario). Pero en aquellas tardes, las del 19 de septiembre, eso, como tantas otras cosas, aún estaba muy lejos. Ayer, a primera hora de la mañana (el cielo aún no había clareado del todo: la mejor hora para pasear), mientras los operarios del ayuntamiento colocaban las sillas a lo largo de toda la calle Uría, volví a verlos. Sí, eran ellos. El niño, la madre, la abuela. Allí estaban: felices, sonrientes, ensimismados con el espectáculo, ajenos a todo aquel tiempo que vendría después.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Entre sombras

Una tarde de sábado de mediados de septiembre. El sol va y viene, dejando en el horizonte desiguales líneas anaranjadas. Las dos mujeres caminan por el bosque cercano a la casa de una de ellas, la mayor. Son madre e hija. Una acaba de cumplir ochenta años, la otra tiene treinta años menos. El sonido de las aguas del riachuelo, el de las hojas secas que van removiendo con sus botas a su paso y el de los aislados ladridos del viejo Pipo son los únicos que se pueden escuchar. A veces, la hija rompe el silencio para contarle a la madre alguna historia de su vida cotidiana: de los hijos, del marido, del trabajo, de Laura, aquella amiga que conoció en la universidad de letras y que a la madre, cuando venía al pueblo con ella casi todos los fines de semana de aquellos lejanos veranos, tan bien le caía. ¿Sabes que Laura va a ser abuela para la primavera, que cada día despiden a una o dos personas en la oficina, que Arturo sigue con esa famosa dieta y ha bajado ya cinco kilos y medio, que los críos pasarán este año la Navidad en Londres? La madre, agarrada del brazo de su hija, no dice nada. Apenas dice nada. Lleva dos años así, perdida en su propio mundo, entre sombras y silencios, sin memoria. Ese mundo del que no sabemos demasiadas cosas. Sólo la ternura, la angustia y el desconcierto que nos inspira. Algunas noches, antes de acostar a la madre, la hija le muestra fotografías del padre, de ella y de su hermana cuando eran pequeñas. Al principio, la madre ponía el dedo sobre los rostros, deslizaba suavemente la mano por el papel y reconocía a su marido y a sus hijas, sobre todo en las fotografías en las que el marido aún era joven y las hijas dos niñas rollizas de largas melenas. Ahora ya no reconoce a nadie: ni al marido ni a las hijas. Si le enseñan una de aquellas fotografías muestra el mismo interés que si le ponen delante un folio en blanco o un plato vacío. Ya no llora, como hacía antes, al comienzo de este tramo de su vida, el de la enfermedad, cuando escuchaba una música melancólica por la radio, veía la lluvia deslizarse por los cristales de la ventana de la cocina o la hija le preparaba natillas con canela o manzanas asadas al horno, sus postres preferidos desde siempre. Ya no. Hace tiempo que no expresa emoción por nada. Eso es lo que más daño le hace a la hija, claro. Siempre está la duda, la incógnita: ¿qué seremos para ella?, ¿sombras extrañas, fantasmas que pasean sin sentido por su lado, unos completos desconocidos? A ratos, la hija piensa que es una egoísta. No puede evitarlo. Pese a ver así a su madre, a saber que nunca habrá vuelta atrás, que el tiempo no le devolverá aquella madre alegre, dinámica, dicharachera, cariñosa y muy activa que era en el pasado, no quiere que se vaya. Quiere volver a esa casa, la del pueblo, la de su infancia, todos los fines de semana, pasear con ella por el bosque, cerca del riachuelo, sentir su presencia y su calor, abrazarla, arroparla por las noches, aspirar el olor de su piel, el olor de la madre, y que no desaparezca jamás de su memoria. Quiere recordarla como entonces: trajinando de un lado a otro, subiendo y bajando las escaleras del hórreo, recogiendo los huevos del gallinero, ordeñando las vacas, trabajando la huerta, cogiendo ciruelas o higos, según fuese la época del año.
Las luces anaranjadas del cielo se van oscureciendo. Es hora de regresar y preparar la cena. La hija le pregunta a la madre si tiene hambre y la madre asiente con la cabeza y sonríe. De pronto, cerca ya de la casa (Arturo, limpiando aún el coche, las saluda con la mano), mientras la hija le abrocha todos los botones de la gruesa chaqueta de lana que lleva puesta y que ella misma tejió en el pasado, la madre le aparta con sus manos arrugadas y llenas de manchas oscuras el pelo que le cae sobre la cara y le dice: Tú y yo tenemos algo que ver, ¿verdad?

viernes, 16 de septiembre de 2011

Una jornada particular

Ahí llega Nati, cargada de bolsas, corriendo, con la lengua fuera, pidiendo disculpas por llegar tarde, como siempre. Que si había tráfico, que si me mandaron ir a no sé dónde, que si se me estropeó el coche en medio de la carretera, que si... No tiene remedio. Ya hablé más veces de ella aquí, de su elegante esqueleto, de su voz cascada y de su aire a la gran Marisa Paredes. Siempre que la veo, no puedo evitar recordar el día que la conocí, la tarde que vino por primera vez a Trabe. Venía a sustituir a la otra chica que limpiaba hasta entonces la librería, que había decidido cambiar de empresa. Aquel día, Nati, tan acelerada como acostumbra, quería sacar todos los libros de las estanterías, removerlo todo en dos horas y pico. Le expliqué que eso no era necesario, que se relajase, que pasase a la parte de atrás de la tienda, que se fumase un cigarro y luego se pusiese en órbita con tranquilidad. Recuerdo, pese a la fortaleza que aparenta, su cara de animalillo asustado, sus expresivos ojos reclamando aprobación, su interés por querer agradarme a mí y a mis compañeros de la editorial, las manos inquietas sujetando aquel cigarrillo negro, colocando un papel que se había salido de su carpeta, un cajón que no se había cerrado del todo. A partir de ese día, formó parte de aquel buen grupo de trabajo. Si celebrábamos un cumpleaños, instaurada ya la costumbre de abrir una botella de vino cerca de la hora del cierre de la librería, allí estaba Nati con nosotros, brindando, riéndose, contando historias (a veces, tan surrealistas como la propia vida) y fumando un Ducados detrás de otro. Lo mismo por Navidad o en cualquier fecha cercana a las vacaciones: siempre hay motivos para descorchar una botella de vino y brindar. Nati y yo, entre bayetas por aquí y fregonas por allá, nos fuimos contando nuestras vidas, nuestros problemas, nuestros proyectos, nuestras inquietudes, nuestras expectativas. Fue la primera persona a la que le dimos la invitación para nuestra boda. Aquella noche, la de la fiesta de aquel importante día, estaba radiante. Elegante, sofisticada, espectacular: como una actriz clásica. O como una auténtica chica Almodóvar. Bailamos todas sus canciones favoritas. Domina el baile como pocas. Ella fue la que durante las semanas previas a la boda, en la trastienda, me enseñó a dar los pasos oportunos que debía de seguir con Íñigo mientras sonaba el "Fly me to the moon", de Frank Sinatra, con la que se inció el momento de lanzarnos a la pista. Después de aquel día, el de la boda, la recuerdo muchas tardes en Trabe, cuando la crisis ya estaba acribillando la librería, apoyándome, dándome conversación, tratando de que no pensase mucho en la llegada de aquel final que enseguida se precipitó. Desde entonces, Nati viene por aquí una vez al mes. Nos echa una mano con las cosas de la casa. Una mano mágica, por cierto. Y siempre, siempre, es una alegría recibirla. La complicidad que nos une sigue intacta, como la de esos buenos amigos que no hace falta que se vean todos los días para conservar sus lazos de unión. Cuando va terminando de hacer las cosas, me meto en la cocina, abro una botella de vino y voy preparando la cena. Luego, cenamos los tres y nos peleamos por quitarnos las palabras de la boca, por querer contarnos esto y lo otro, por recordar anécdotas, historias que nos unen. Cuando se da cuenta de que se acerca la madrugada, mira el reloj, se levanta y dice, anda, si yo mañana tengo que levantarme a las siete. Y vuelve a sentarse en el sofá, se enciende el último cigarro y dice: se pongan como se pongan, unos y otros, no pienso dejar de fumar. Y es ahí, en ese momento en el que fuma con absoluto deleite ese último cigarrillo en nuestra casa, cuando más que a Marisa Paredes se parece a Marisa Paredes imitando a Bette Davis. La misma fuerza, la misma ternura, las mismas inseguridades. Y pensamos que ya queda menos para nuestro próximo encuentro, para otra de esas jornadas particulares con las que tanto disfrutamos y nos reímos, que buena falta nos hace a todos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Surrealismo

La mujer, en una de esas pocas pequeñas y acogedoras tiendas de barrio que van quedando, protestaba por todo. Que si el calor, que si la lluvia, que si las cebollas estaban machacadas, que si los kiwis parecían excesivamente maduros, que si las naranjas eran viejas, que si el ruido y el gasto que acarrean las fiestas de la ciudad, que si esto, lo otro y lo de más allá... La gente que estaba allí, concentrada en sus historias, en sus problemas y sus monedas, no le prestaba demasiada atención. Sólo la dueña del local, más por cortesía que por otra cosa, con una cara que expresaba su deseo de que se largase pronto de allí, le mostraba una sonrisa forzada de cuando en cuando. Llegó el turno de los parados. Toda esa gente que está al paro, aseveró sin rubor, es porque le da la gana: son todos unos vagos y unos maleantes: pico y pala les daba yo, de la mañana a la noche. Y luego está, prosiguió, toda esa otra gente que viene de fuera y que este gobierno deja entrar libremente: son los que nos llevan todo el dinero, los que acaparan los mejores médicos, las mejores escuelas. Y ellas, tan zalameras e insinuantes, son las que nos quitan a nuestros maridos... Llegados a este punto, el resto de los clientes ya no sabía qué hacer ni qué decir: si entrar al trapo, taparle la boca o marcharse directamente de allí. Mi madre, con su prudencia habitual pero muy harta ya por todo lo que estaba escuchando, le dijo que cómo podía decir aquello, que la historia de nuestro país está llena de emigrantes, en una época y en otra, que pocas familias había que, al menos alguno de sus miembros, no se habían ido a trabajar al extranjero... En la posguerra y ahora mismo. La mujer farfulló algo de mala gana, pagó, cogió su bolsa con ímpetu y se fue. Nada más hacerlo, la dueña de la pequeña tienda de alimentación le dijo a mi madre, que era la única clienta que quedaba allí, que no sabía muy bien si aquella mujer estaba perdiendo la cabeza (muy posiblemente, visto lo visto) o qué era lo que le pasaba: si ella misma, la que arremetía contra parados y emigrantes con la misma desenvoltura que lo hacía contra las cebollas, los ruidos y las fiestas, había estado cuarenta años trabajando en Suiza. Tal cual. Surrealismo puro.

martes, 13 de septiembre de 2011

Profesores

No tuve demasiada suerte con los profesores que padecí en el colegio de curas donde estudié. Profesores que te pegaban, en segundo de E.G.B., impresionantes tortazos hasta dejarte la cara bien caliente y colorada si no comprendías a la primera sus explicaciones de matemáticas; profesores de manualidades que se burlaban despiadadamente de ti delante de tus compañeros; curas que, cansados de dar clases de religión, se dedicaban a dar su particular, rancia y descarada visión de la sexualidad; otros curas que te azotaban con una gruesa regla de madera en las yemas de los dedos si no te sabías de carrerilla las obras de este o de aquel autor... Muchos de ellos, hoy en día, estarían denunciados. Eran otros tiempos. No tan lejanos: sin embargo, son los tiempos que me tocaron vivir. A mí y a tantos otros compañeros. Podría hablar largo y tendido de cada uno de ellos, pero no lo voy a hacer. Hablaré sólo de dos. De dos mujeres, curiosamente. La primera maestra que tuve (antes de entrar en aquel colegio) y una de las últimas, ya en la facultad. Marcelina se llamaba y daba clases en Párvulos. Nos trataba con paciencia y con cariño. Nos leía cuentos muy despacio, dramatizando perfectamente la historia, y nunca alzaba la voz ni se desesperaba porque un niño no fuese capaz de pronunciar las vocales, de sumar uno más uno, o se hacía pis en un momento de descuido. En mi recuerdo está como una mujer entrada en años (quizá aún no hubiese cumplido los cincuenta, pero ya se sabe que en la infancia todo el mundo nos parece siempre muy mayor), con un ligero aire a la actriz americana Jill Clayburgh. A lo largo de todo este tiempo, me fui encontrando con otros de sus alumnos y todos la recuerdan con mucho afecto y respeto. La segunda profesora de la que quiero hoy hablar aquí es Magdalena Cueto. Nos daba clase de Teoría Literaria en el primer curso de Filología española. Las clases empezaban a las ocho y media de la mañana, dos veces por semana, y estaban siempre abarrotadas. Si te descuidabas, no encontrabas silla libre. Tal era el poder de convocatoria de esta extraordinaria profesora. Su capacidad de seducirte con sus palabras, de enhebrar una historia con otra, una explicación con la siguiente. Una mujer con un encanto, una profesionalidad y una voz fascinantes. Hacía que comprendieras a Aristóteles como al autor más cercano, como a uno de tus favoritos. Sólo es un ejemplo de tantos. No falté ni a un sola de sus clases, pese a los tremendos madrugones.
Creo que el buen profesor es ese que escucha, que comprende, que enseña, que participa activamente de la educación de sus alumnos, de su formación. Y eso requiere tiempo, como es lógico. Mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucha dedicación. Y no admite ninguna clase de recortes, más bien al contrario. Hay que amar verdaderamente el oficio para ser profesor (si no, mejor dedicarse a otra cosa). También pienso que el buen profesor es aquel que, aparte de contagiarte en todo momento las ganas de aprender, muchos años más tarde de haber ejercido su trabajo, alguien, como yo esta mañana, lo recuerda como parte decisiva de su formación, de su vida.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Nunca es tarde

La mujer pasa por delante de nosotros a buen ritmo, como si estuviera acostumbrada a hacer ejercicio desde una hora muy temprana. De hecho, aún es muy temprano. Apenas pasan unos minutos de las ocho y media de la mañana. Es miércoles, el día que mi madre acude al ambulatorio para ponerse su inyección semanal. Estamos tomando un café en una terraza cercana al centro de salud. Los niños aún no han empezado las clases, pero ya se nota que estamos en septiembre. La calma de agosto, el mes en que parece que todos los días -al menos a esas horas- son festivos, se ha quedado atrás. Ya hay que ponerse una chaqueta, sentir cómo su textura se va acoplando a la piel, aunque el sol se intuya a lo lejos y el cielo esté completamente despejado. Comienza un nuevo curso. La renovación del otoño. La mujer va vestida con ropa deportiva: un chándal gris claro, una camiseta larga de muchos colores y unos playeros que parecen cómodos. Lleva el pelo atado en una cola que se va moviendo de un lado a otro, una bolsa enorme al hombro y una voluminosa novela de Ana María Matute, "Olvidado rey Gudú", en edición de bolsillo, debajo del brazo. (¡Cuántas veces habré recomendado esa novela cuando trabajaba en una u otra librería!). Lleva unos auriculares puestos y, pese al modo de caminar, no parece estresada. Su rostro es el rostro de una mujer de unos sesenta y pico años bien llevados: algunas arrugas lo surcan, sobre todo alrededor de la comisura de los labios. Sí, tiene muy marcadas esas arrugas, como las tienen las mujeres que llevan muchos años fumando. Efectivamente, lleva un cigarrillo rubio encendido en la mano derecha y la forma de un paquete de tabaco en el bolsillo izquierdo. El humo va haciendo volteretas en el aire tras sus pasos. Al pasar por delante de nuestra mesa, le dice, muy sonriente, adiós a mi madre y alza la mano para saludar con gesto cariñoso. Y ella, mi madre, tras devolverle el saludo, me cuenta su historia. Se separó hace dos años, después de casi treinta años casada. Al parecer, la vida familiar con aquel tipo era un completo infierno. Un caos. Peleas constantes, denuncias, gritos, insultos y vuelta a empezar: lo clásico en estos casos. Los hijos se marcharon a otras ciudades en cuanto pudieron y nunca más volvieron por aquí. Y ella, cuando ya parecía que iba a quedarse ahí, enterrada para siempre en esa vida, tomó la decisión. Ahora vive sola, trabaja de la mañana a la noche. Hace pinchos en un par de cafeterías, limpia casas, cuida niños o ancianos, lo que le va saliendo. Camina y no piensa en el futuro. Sólo en el día a día. Y que esas tres palabras -nunca es tarde- contienen toda la filosofía del mundo. De eso está segura.

martes, 6 de septiembre de 2011

11-S

¿Dónde estabas tú el día que cayeron las Torres Gemelas? Es una pregunta recurrente. Como antes lo fue dónde estábamos cuando murió Lady Di o, retrocediendo un buen trecho en el tiempo, el día que mataron a Kennedy o el hombre pisó la luna, por citar otros ejemplos muy populares. En aquel año, el 2001, yo vivía una tormentosa relación con un tipo del que lo mejor que puedo decir de él es que tenía una voz muy bonita, idéntica a la de José Sacristán. En septiembre, estábamos de vacaciones y bebíamos Martini cuando se acercaba el mediodía. Alrededor de la una, homenajeando a Dorothy Parker, ya estábamos con nuestros Martinis rojos en la mano en alguna terraza donde el tímido sol de septiembre aún calentaba nuestros rostros. Aquel día, el 11 de septiembre, llegamos a casa cuando comenzaba el telediario y la imagen de aquel avión atravesaba de modo brutal e impactante una de las Torres Gemelas. Producto del desconcierto, pensamos que se trataba de una película, de un montaje o de algo parecido. Enseguida comprendimos que era real, algo que estaba pasando en aquellos mismos momentos a miles de kilómetros de aquella casa, de aquella ciudad, la nuestra. Poco después, vino el derrumbamiento de la segunda Torre. El polvo, los escombros, las caras ensangrentadas, los gritos, el pánico de la gente, el estupor general, aquellas personas arrojándose por las ventanas... La imaginación de los mejores guionistas nunca hubiese llegado tan lejos. Todo ese horror que estábamos viendo en directo, casi como si estuviésemos allí, en Nueva York, esa ciudad que yo tantas ganas tenía de conocer. Ah, la influencia del cine y de la literatura. Aún faltaban siete años para que la visitase por primera vez. Aunque a veces el tiempo pase de un modo sorprendentemente veloz, siete años son muchos años y en ellos pueden ocurrir -como así fue- muchísimas cosas, buenas y menos buenas (pero ésa es otra historia). En septiembre de 2008, justo ese día, el 11 de septiembre, estaba en la Zona Cero. Era un día luminoso, de sol templado. Aquel tipo con la voz de José Sacristán ya hacía tiempo que no estaba, afortunadamente, en mi vida. Miles de policías acordonaban el lugar y cierto nerviosismo aún se palpaba en el ambiente. Pensar en lo que había ocurrido allí siete años atrás, tal día como aquel, llegaba a estremecer. Por los alrededores, los homenajes a los bomberos, a los policías, a las víctimas, eran constantes: todo nos remitía a la atrocidad que allí se había vivido. El dolor de la gente aún se palpaba en los rostros desencajados, llorosos. Ramos de flores y velas encencidas desperdigadas por aquí y por allá evocaban los nombres de los numerosos fallecidos. Había momentos de silencio que llegaban a sobrecoger. Ese silencio que parece imposible en una ciudad tan ruidosa, tan bulliciosa, tan llena de vida por todos los rincones y a todas las horas. No había duda: aquella ciudad nunca volvería a ser la misma. Era lógico que así fuera. Contemplando el recogimiento de aquella gente, su concentración en rezos y plegarias susurradas, era fácil de comprender. Muchos seguían llorando a sus muertos, honrándolos. Caminamos en silencio también, con esa prudencia que otorga el hecho de no querer molestar al que está enfrascado en una importante tarea. Y nos encaminamos hacia el puente de Brooklyn. Allí la vida parecía transcurrir con la normalidad de todos los días, con la rutina habitual. La gente que iba y venía de un lado a otro, la mezcla de razas y culturas, el variopinto mapa humano de Nueva York. Íñigo hizo muchas fotografías: al cielo, al agua, al puente, a mí... La luz era idónea para ello. Y, viéndolas ahora, aún puede sentirse en alguna de ellas, pese a la rotunda belleza del entorno, la tristeza que aquel día, el 11 de septiembre de 2008, siete años después de que sucediese aquel espanto que conmocionó al mundo, flotaba en el aire. Es una sensación extraña cómo aquel sentimiento pudo quedar atrapado en esos papeles. Tan extraña, tan real.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La piel que habito

Inquieto. Desasosegado. Impactado. Son algunas de las palabras que se podrían utilizar para definir el estado con el que sales del cine tras ver la última película de Almodóvar, "La piel que habito". No es fácil hablar de ella, pese a que están incluídas muchas de las obsesiones del director. Más que nunca, los espectadores que ya la hemos visto debemos ser cautos para no destripar ni uno solo de los múltiples detalles que conforman el argumento. Un argumento lleno de puertas por las que van apareciendo los poderosos cimientos sobre los que se sustenta esta historia en la que el deseo, la venganza, la locura y el amor más desatado ocupan lugares destacados, primordiales. Mientras esas puertas se van abriendo y nos van llevando de un laberinto a otro, de una sorpresa a otra, el corazón late deprisa, ansioso y expectante, por saber un poco más, por conocer un tramo más de esos retorcidos pasadizos por los que el director nos conducirá. Siempre hay un nuevo giro, un nuevo sobresalto, una nueva vuelta de tuerca, que le dará sentido a esas imágenes que estamos viendo y que nos desconciertan, nos retuercen, nos emocionan, nos sorprenden, nos cautivan, nos deslumbran. De vez en cuando, con la ayuda de la música (espléndido Alberto Iglesias, como siempre; balsámica, con su ardiente voz, Concha Buika; terciopelo puro el susurro de Chris Garneau) o de alguna palabra pronunciada a media voz, hay un momento de tregua, un respiro necesario. Pero pronto retomamos ese estado de inquietud que nos hace estar en alerta permanente, ojo avizor. La historia, perfectamente anudada, continúa. Una película dura, inclasificable, deslumbrante, rotunda. De una belleza extrema, de una potente sutileza, de una intensísima crueldad. Lo primordial de esta narración nos hará daño como nos lo hace ese puñado de arena que una inquieta ráfaga de viento arrastra hasta nuestros ojos, pero antes, ahí, en el aire, volando hacia nosotros, hemos descubierto cómo ese baile nos parecía un espectáculo hermoso, el más hermoso. El dolor después del placer. Y la belleza que queda atrapada entre ambos.
Vuelve, Pedro, a apoyarse en unos actores en permanente estado de gracia para sostener esta historia. Antonio Banderas, misterioso, muy contenido, despojado de cualquier tic facilón, le otorga a su personaje toda la frialdad para resultar creíble. Elena Anaya, más bella que nunca con máscara o sin máscara, en medio de una gran desenvoltura física, despliega los matices necesarios para que su difícil personaje transmita la credibilidad necesaria y demuestra que Victoria Abril, como referente necesario, es ya una intérprete clásica del cine mundial. Marisa Paredes borda un personaje escrito para ella. Es, quizá, el más siniestro de la historia: por lo que sabe, por lo que calla, que es mucho. Su monólogo frente al fuego y a esas sábanas ensangrentadas es de Goya, que ya va siendo hora de que esta mujer tenga el premio en su casa. Todos los secundarios, con Roberto Álamo a la cabeza, aprovechan al máximo su oportunidad. No quiero dejar de mencionar a la gran Susi Sánchez, que aquí le da un bocado a su pequeño trozo de tarta con la rotundidad de las actrices curtidas en mil batallas cinematográficas y teatrales y cuyos rostros dicen tanto como sus voces.
Y al final, después de todo, quizá esté algo parecido a la luz. Y respiramos.

viernes, 2 de septiembre de 2011

En el jardín

Estamos en el jardín que tiene la casa de Marian en Sevares. Es un lugar idílico, nada ostentoso, a medio camino entre una casita de indianos y una de las muchas que pintó Hopper en sus cuadros. Se va acercando el final del verano y se nota. Pese al sol, una brisa constante mueve las hojas de los árboles. Esa misma brisa que hará que dentro de unas semanas no podamos estar así, sin chaqueta o cualquier otra prenda de abrigo. Marian entra y sale de la casa, preparando los aperitivos, pendiente en todo momento de que nuestras copas de vino estén llenas. (Es una estupenda anfitriona, una de las mejores que conozco: no puedo con esa gente que te invita a su casa y tienes que estar reclamando constantemente un poco más de vino). Luis, su marido, se está bañando en la piscina, haciendo largos con estilo de un lado a otro, después de pasarse buena parte de la mañana limpiándola. Los dos hacen un buen equipo. La complicidad entre una pareja es una de esas cosas que no se pueden ocultar ni forzar: la hay o no la hay, y punto. Es el segundo matrimonio de ambos y han logrado algo nada fácil: formar una nueva familia, con los hijos de uno y de la otra. Una de esas familias que la jerarquía de la iglesia católica no ve con buenos ojos. Menos mal que la sociedad, incluso la creyente, va siempre por delante de las arcaicas y cansinas opiniones de estas personas, de la absurda radicalidad que otorgan a todo lo que se sale de su norma. Es la suya, como la de tantas otras personas en similares situaciones, le pese a quien le pese, una familia feliz. O que intenta serlo cada día. Avanzar, avanzar, avanzar. Sobreponiéndose a los traspiés, celebrando lo que haya que celebrar, apoyándose mutuamente. Siempre hacia delante. Qué remedio.
Pero volvamos al jardín. Estamos esperando la llegada de más amigos. Íñigo está leyendo el periódico y yo, en uno de los suplementos, una entrevista con Antonio Banderas: "No me imagino sin Melanie". El aire agita las hojas del periódico y el sol calienta deliciosamente los huesos cuando la mano abandona la sombra para beber otro sorbo de ese espléndido Ribera del Duero. A lo lejos, el paisaje asturiano es aún más verde si cabe gracias a las intensas lluvias de este verano. Mi mirada se queda detenida ahí, en la frondosidad de ese paisaje. Recuerdo, de pronto, los veranos en la casa de mis abuelos paternos, las largas sobremesas bajo la frondosa higuera que se elevaba delante de aquella casa pintada de amarillo, las conversaciones de las mujeres, el olor del café de pota que provenía de la cocina, los pequeños higos que se podían comer a pocos días de entrar en un nuevo otoño, los primeros descubrimientos, las primeras lecturas. Algún día, decimos, tendremos un lugar como este, como aquel, la casa pintada de amarillo de mi infancia, la higuera frondosa, las sobremesas que se enredaban -sin que nos diésemos cuenta- con la hora de la cena. Pero hoy, si pudiésemos elegir, no cambiaríamos este momento, en este jardín, con estos amigos, por ninguna otra cosa del mundo. Hoy, en este instante, no existen los problemas. Ningún problema. Ahí viene Marian de nuevo, con su andar inquieto y elegante (esos andares que también están en su madre, estupenda señora a la que hoy echamos de menos por aquí), dejando un montón de platos con comida encima de la mesa, un beso en el aire, el sosiego de los años, la complicidad silenciosa que hay en esas amistades que sobreviven a todas las batallas, al paso del tiempo y sus circunstancias.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Algo sobre mi madre

Estoy sentado en una de las salas de espera de la residencia, esperando, junto a mi madre, el resultado de unos análisis que le hiceron días atrás. Ahí, en esa sala de espera, tan vieja y decadente y abarrotada de gente como todas las que nos hemos ido encontrando hasta llegar hasta esta sexta planta, es donde una enfermera con voz bronca, el pelo alborotado de no haber visto el peine en las dos últimas mañanas y cara de pocos amigos nos indicó que aguardásemos hasta que llegase nuestro turno y dijesen el nombre de mi madre por unos altavoces completamente destartalados y cubiertos con ese polvo que, por mucho que se limpie, es imposible de borrar. Pasa el tiempo y por esos altavoces no se oye el nombre de mi madre ni el de ninguna de las personas que tengo delante de mis ojos. Personas cansadas y con caras de sueño o de sufrimiento que hojean el periódico con desgana o miran con cierto recelo al que tienen enfrente. Ante esta situación, decidimos abandonar la sala y esperar delante de la puerta donde tenemos la cita. Al poco rato, llega una mujer y nos pregunta si estamos esperando para la consulta del doctor J., el médico que tiene que ver a mi madre. Asentimos. Le decimos que estamos un tanto desconcertados ante la situación. Nos cuenta que ella ya es veterana en este sitio y que aquí las cosas no funcionan igual que en otras plantas o en otras consultas. No importa que tengas hora concertada desde hace tiempo. Lo que hay que hacer -relata- es esperar aquí y nada más que veas al médico abalanzarte sobre él y decirle que vienes a verle, que si puedes pasar. El que primero llega y lo aborda, entra. Hay gente -prosigue- que respeta los turnos, la mayoría; otra, no: esta última no tiene pudor por colarse, por decir que llevan horas esperando aunque acaben de llegar, etcétera. La picaresca de siempre, la falta de escrúpulos de algunos, la ley del más fuerte, del más descarado o del más grosero. A veces, dice, se producen aunténticos enfrentamientos, pero nadie hace nada. Los más mayores, los hombres, añade, son los peores: cuidado con ese que viene por ahí con una muleta, aconseja, es capaz de darte con ella si te entrometes en su camino. Así están las cosas. Le damos las gracias y nos preparamos para el ataque. La situación (las instalaciones de ese edificio tan antiguo, donde mi hermana y yo nacimos, contribuyen a ello) me recuerda a alguna otra vista en películas que reflejan las problemáticas de países sin desarrollar o a los años oscuros del franquismo. A la desazón que produce siempre ir al médico, debemos añadir la intranquilidad de este esperpéntico modo de aguardar tu turno. Ahí estamos, mi madre agarrándose con fuerza de mi brazo (su enfermedad reumática le impide estar demasiado tiempo de pie, sin moverse), delante de la puerta del doctor J., esperando. Como en la propia vida: siempre esperando que pasen cosas. Qué cansino todo. Pienso en todas las veces que mi madre nos acompañó a los médicos. Pero quiero evadirme y borro de mi mente esos pensamientos, los de las consultas médicas, y decido pensar en otras cosas. En algo positivo. Y recuerdo todas esas películas y obras de teatro que vimos juntos, los veranos en el sur, las comidas, los paseos, las charlas, las compras, las fiestas y las risas que compartimos. Toda esa complicidad. La que nos queda por compartir. Mi madre, sesenta y dos años. Su fragilidad y su fuerza. De pronto, más de una hora más tarde de la concertada, noto que su mano, siempre helada, ya no está apoyada en mi brazo, que el perfume suave que utiliza va dejando un rastro, entre su cuerpo y el mío, mientras se aleja. Ha visto al doctor J., se dirige a él y, con su voz pausada, nos dice que sí, que podemos entrar en la consulta. Y entramos.